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martes, 1 de agosto de 2017

La magia de las cerezas, por Yolanda Casado


La magia de las cerezas es el título que nos ofrece Yolanda Casado, cuyo relato se ha publicado en la Nueva Crónica el domingo 16 de julio del año en curso. Enhorabuena, Yolanda. 



Con una prosa ágil y sutil, Yolanda  Casado nos ofrece este relato construido con aromas gastronómicos. Y un final que nos deja boquiabiertos.
(Manuel Cuenya)

Mi abuela era reservada, no digo desconfiada, por tanto no compartía con nadie sus recetas de cocina. Así que fue toda una sorpresa la tarde en la que me pidió que la ayudase con el postre.
De todos era conocida la mano que tenía para los dulces, ya fueran unas simples magdalenas o las más elaboradas tartas, ella tenía el don de darles un sabor único, difícilmente igualable. Y no sólo era un placer para el paladar degustar cualquiera de sus creaciones gastronómicas, pues mi abuela iba de la cocina tradicional a la internacional, y en ocasiones a la cocina de vanguardia, eso sí, sin despeinarse. Y sus postres eran, además, un goce para la vista.
         Recuerdo aquel día como si fuera hoy; era principios de verano, cuando los días empiezan a alargarse y las vacaciones asoman llenas de oportunidades. Mi abuela iba a preparar su famosa tarta de cerezas, bien conocida en la zona, pues con  este delicioso postre había ganado varios concursos en las fiestas de los pueblos de la comarca y, por primera vez, necesitaba un pinche. Mientras desaparecía tras la puerta de la cocina, sorprendida e incrédula, sentí las miradas dolidas de mi madre y mi tía. “No son de la familia”, le había oído decir a mi abuela un día que hablaba con mi padre, y no sé muy bien el porqué, mientras me envolvía con un delantal, que me iba grande, aquellas palabras afloraron en mi mente.
         La cocina de mi abuela era como un santuario. De hecho, apenas dejaba a nadie entrar y trastear en los cajones. Decía que no soportaba que le revolvieran sus cosas. Sobre la encimera los ingredientes ya estaban dispuestos: galletas, mantequilla, harina, azúcar, huevos, leche y un bol repleto de las cerezas más deliciosas que jamás había visto. A la luz del sol, que se filtraba entre las cortinas de pajaritos de la ventana, aquellas bolitas rojo oscuro, casi casi negras, brillaban tentadoras.
-La cocina es magia –dijo mi abuela cortando mis ensoñaciones–. Mediante la combinación de los ingredientes más sencillos obtenemos mezclas de una delicia tan sublime, que podemos hechizar a cualquiera.
Mi abuela a veces hablaba como si fuera la presentadora de la teletienda. Demasiadas horas de televisión, suponía yo que veía.
-Pero, como toda magia, requiere de confianza y discreción. ¿Puedo contar con ambas? –me preguntó mientras blandía el rodillo-. ¿Puedes prometerme que jamás revelarás la receta que hoy se prepare aquí?
Yo sólo acertaba a mover la cabeza, embrujada como estaba ante la formalidad de sus palabras.
-Muy bien -se dirigió a mí mientras ponía el rodillo en mis manos–, manos a la obra. Ve aplastando las galletas para la base de la tarta, porque a mí la artrosis ya no me deja.
Llevé el paquete de galletas a la mesa y comencé la laboriosa tarea de espachurrarlas hasta dejarlas reducidas a mero polvito. Es una tarea costosa cuando llevas un rato, no me extrañaba que mi abuela ya no pudiera hacerlo. Mientras ella, con parsimonia, guardaba uno a uno cada ingrediente en su lugar. No pude por menos que sorprenderme, pero no me dio opción a preguntar; mi abuela era una mujer alta, robusta, a la que daba miedo cuestionar. Antes de guardar la harina en el armario, sacó del fondo un viejo bote de metal que no había visto nunca, lo abrió y cogió, confiada, un sobrecito que ponía: “crema pastelera sabor cereza”; entonces vertió el contenido en un cazo con la leche y lo puso al fuego. Después alcanzó el bol de cerezas y se sentó en la mesa junto a mí.
-Ya hay suficiente galleta –dijo examinando el molde–. Descansa y come cerezas, pero recuerda dejar bastantes para adornar la tarta.
Aquella tarde aprendí dos cosas mientras el pastel terminaba de hacerse en el horno: que las cerezas saben mejor cuando se comen a escondidas, y que mi abuela era una bruja fabulosa.


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