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miércoles, 24 de noviembre de 2010

A Miguel Ángel García

Recupero este texto, reelaborado, ahora que nuestro paisano y amigo Miguel Ángel García Rodríguez, corresponsal de TVE en Berlín, será declarado hijo adoptivo de Noceda del Bierzo. Todos aquellos que tengan interés en acompañarlo en esta celebración, habrá una comida de homenaje en el Verdenal de Noceda. Será el 18 de diciembre de este año.
Miguel Ángel García en Berlín
Miguel Ángel, a quien le tocó nacer en plena siega del pan y a mediodía, según él, es un excelente periodista, un ilustre e ilustrado de Noceda del Bierzo (aunque lo nacieran en el pueblo de Quintana de Fuseros).
"Nacer cuando más trabajo hay en casa marca a uno de por vida", añade. Y él quedó marcado por el trabajo para bien, porque ha logrado, gracias a su esfuerzo y su inteligencia, estar donde está ahora, en Berlín, como Corresponsal de Televisión Española, lo que a uno le da una enorme alegría porque, además de paisano y amigo, es una persona que se lo merece de verdad, porque nadie le ha regalado nada.
Cuenta que siendo un niño, con once años, lo metieron en un tren, con una maleta que pesaba el doble que él, con destino a Madrid. En la estación lo esperaba su tía para llevarlo a un colegio de curas, uno de esos internados que explotan a los rapacines haciéndoles trabajar para ganarse el garbanzo. La realidad española de entonces, sobre todo para la clase humilde, que es siempre quien lleva los palos, no daba mucho de sí. A pesar de todo, tuvo la posibilidad de estudiar, aunque le confiscaran la adolescencia y lo exprimieran en aquel colegio medieval. Como él mismo confiesa. Otros, en cambio, se quedaron a verlas venir en un nebuloso y polvoriento espacio-tiempo. Aunque resulte irónico y hasta paradójico, Miguel Ángel ha tenido la suerte de vivir en la Edad Media y en la época actual, véase también el caso de Luis Buñuel, sin realizar viajes extraordinarios al pasado ni al futuro, como tantas veces hemos visto en películas de ciencia ficción, lo que debe resultar muy estimulante e instructivo.
Aunque nació y vivió en Quintana de Fuseros hasta los siete años, los más importantes en la vida de casi todo el mundo, asegura él, uno lo considera de Noceda del Bierzo, porque su familia materna y casi todos sus hermanos (salvo José Antonio, alias Chalton, que también nació en Quintana)nacieron en este pueblo de la serranía de Gistredo.
No obstante, cada cual es de donde siente su arraigo, que no es sólo una tierra, un paisaje, sino que puede ser un latido de tambor, un sonido de chifla o un calor de amistad. Siempre la amistad como valor preciado.
Miguel Ángel, en cualquier caso, es o debe ser de cualquier sitio donde se siente bien, porque ha vivido en varios lugares, como en Valladolid, donde comenzó inaugurando el Centro Territorial de Televisión Española, o en Madrid, donde ejerció, entre otras responsabilidades, la de Editor de la 2 Noticias y la de Director de Programas de Actualidad de los Servicios Informativos de TVE.
Nunca olvidaré, estimado Miguel Ángel, cuando me llevaste al aeropuerto de Barajas para tomar un vuelo a México. "Llévate esta botella de orujo, que te sentará bien", me dijiste con generosidad. Cuando uno se va fuera, a tantos miles de kilómetros de la matria/patria, cualquier recuerdo sienta bien, máxime de alguien que sabes te tiene afecto. O cuando me recibiste, hace unos meses en Berlín, me mostraste tu lugar de trabajo -desde el que gozas de vistas increíbles sobre la capital germana-, y esas huellas terribles del Muro. Y aun me ofreciste una bici para recorrer la ciudad, aunque al final no la utilizara. A lo mejor es que compartimos memoria, esa memoria que es paisaje (el útero de Gistredo), como nos recuerda nuestro paisano Llamazares.
Me alegrará volver a verte el 18 de diciembre en nuestro pueblo, que gracias a personas como tú, ya es universal. Un fuerte abrazo. Y hasta pronto.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Por tierras trasmontanas

Amancio Prada

 Gavela, Busmayor y Paco González

Lourdes, Mestre, Varela y Amancio Prada
Retomo este cuaderno de bitácora, después de asistir al homenaje que el pasado sábado se le rindiera en el Teatro Bergidum al entrañable Pereira, el mejor narrador oral de cuantos que he tenido el gusto de escuchar, maestro indiscutible del relato corto, uno de nuestros mejores cuentistas, sobre todo del Noroeste mágico, sensible y humorístico, amante de la belleza femenina, le encandilaba darle toques eróticos a sus cuentos, las peras de Dios, entre otros muchos y buenos, viajero al fin de todos los anocheceres líricos, devoto de los portugales (luego continuaré con el viaje por tierra trasmontana).

A Toñín, tal como le decían sus amigos y familiares, le encantaba viajar, y Portugal era uno de sus países preferidos, tal vez porque en éste encontraba una prolongación fantástica de su Bierzo uterino, de su Villafranca natal.

En el Bergidum nos dimos cita unos cuantos amigos y seguidores del maestro Pereira. Aún conservo su última imagen en pantalla, su rostro de bondad, sus ojos inteligentes, tras sus gafas socarronas, su pose serena, como un estoico que estuviera presto para decirnos, con rotundidad y transparencia, sin aspavientos y decidido, su adiós. A duras penas logré contener la emoción.

Gracias, queridos amigos y paisanos (Mestre, Varela, Robés, Paco González, Gavela, Busmayor, Amancio Prada, entre otros) por obsequiarnos este acto lleno de cariño por uno de nuestros más grandes escritores.
         Obrigado, muito obrigado.

Puente romano de Mirandela

Mirandela

“Hay que ver lo que no se ha visto, ver otra vez lo que ya se vio, ver en primavera lo que se había visto en verano, ver de día lo que se vio de noche, con el sol lo que antes se vio bajo la lluvia… Hay que volver a los pasos ya dados, para repetirlos y para trazar caminos nuevos”, dice otro maestro de las letras, Saramago, que a buen seguro estará conversando con Pereira en algún cielo de Portugal, ese país cercano, no sólo en el espacio, sino en el tiempo de los afectos.

El viajero deja Bragança con cierta nostalgia, bajo una niebla como de otra época, y emprende ruta hacia Mirandela. Nada más abandonar la ciudad bragantina, comienza a asomar el sol. Se espera un día radiante. La carretera es buena, pues es la que conduce a Oporto (Porto). En poco tiempo, el viajero alcanza Mirandela, ciudad que recuerda con simpatía, aunque estuviera nomás de pasada, hace ahora unos dos años, en un viaje que hiciera a Viana do Castelo y a Bragança.
Pequeña y coqueta, Mirandela es una villa que procura buenas vibraciones, con su puente romano, reflejado en el río, puente que atraviesa el río Túa, cuyos arcos son todos desiguales, según nos cuentan Saramago y Llamazares.
Café Negrilho en Sao Martinho de Anta

Luce un día hermoso. Y el viajero decide estirar las piernas y oxigenar el cerebro, antes de continuar rumbo a la tan ansiada matria de Miguel Torga, Sao Marthino de Anta (léase, en este mismo blog, el espacio dedicado a este pueblo). Cuenta Llamazares en su libro Tras-os-Montes (libro de cabecera para este viajero berciano) que Mirandela toma su nombre de la Miranda do Douro, y que el dialecto mirandés deriva directamente del antiguo leonés. Incluso en el norte de Extremadura se habla una suerte de viejo leonés, tal como dijo el pasado sábado mi amigo, el gran poeta Miguel Ángel Curiel.
                  
                           Vila Real

Al viajero le gustaría quedarse unas horas más en este sitio, pero también quiere llegar con sol a la tierra de Torga, y aún falta camino por recorrer. Llega hasta Vila Real, pregunta por Sao Marthino, y después de interrogar a varios lugareños y dar algunas vueltas, logra dar con la carretera.  Siempre en dirección a Sabrosa, le dice alguno. Pues vale. Así será. “Vila Real no es una ciudad afortunada”, asegura el Nobel Saramago. Es probable que sea como él dice, aunque el viajero no llega a percibir la hermosura o fealdad de la ciudad, porque sólo la bordea. El entorno, en cualquier caso, resulta de un verdor espléndido, con sus pinares y eucaliptos, como para perderse en su umbría, o mejor dicho par echarse una siesta bajo algún árbol cobijador. “Vila Real, al contrario que Bragança –escribe Llamazares-, es una ciudad moderna, una ciudad señorial” (término éste que también se decía de León, y que al viajero siempre le ha parecido como cursilón o “rebuznante”, porque toda ciudad será o no de señoras y señores, esto es de ciudadanas y ciudadanos, palabros éstos que gusta decir mucho el señor Presi, el paisano Zapatero). “Ciudad señorial, decía, con cierto aroma huertano, pero reconvertida hoy en el centro económico y político de la provincia de Tras-os-Montes”. “La ciudad portuguesa con mayor cantidad de familias nobles después de la capital”, añade Llamazares.
Algún día el viajero volverá, porque “hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre”, pero ahora sigue tras las huellas literarias de Torga, y luego espera hacerlo en busca de ese Portugal “telúrico y fluvial”, de esa “vieja y libre” ciudad de Oporto, decadente y a la vez esplendorosa, ribereña y marina (algo que al viajero lo acaba conmocionando, y que requiere de otro espacio en este diario).

lunes, 15 de noviembre de 2010

Al maestro Berlanga

Interrumpo algunos quehaceres para dedicarle unas palabras de afecto al maestro Berlanga.

A estas alturas, no será necesario recordar que el cineasta Berlanga nos ha dicho hasta siempre (para aquellos que aún crean en otro mundo y todos cuantos creemos en el poder hipnótico del cine).
En realidad, hace ya años que este valenciano, con apariencia de patricio iluminado por la luz del mediterráneo y hechuras transgresoras (a sus musas-ninfas y a Azcona, su amigo del alma, gracias), nos dejó. 

Si bien sus últimos trabajos resultan reseñables, incluso París-Tombuctú (título ensoñador, que nos invita a volar, para una película desigual, en la que intervino la berciana Mapi Galán), son sus primeros trabajos fílmicos los más estimulantes e inolvidables, los más atrevidos y logrados, véanse, cómo no, la mítica Bienvenido Mister Marshall (coguionizada por Juan Antonio Bardem, con la ayuda de Mihura en los diálogos, e inspirada en La Kermesse heróica, de Feyder) o la antológica El verdugo (cuyo ayudante de dirección fue Muñoz Suay), por las que siento reverencia, tanto por una como por la otra, cada cual en su salsa y en su punto.

Mister Marshall porque arremete, siempre de un modo sutil, contra el imperio yanqui. Y El verdugo (apodo con el que se conocía a Franco en Italia), tanto por su puesta en escena, simbólica y grotesca, sus personajes tragicómicos, como la historia que nos cuenta: un pobre tipito (interpretado por el italiano Manfredi) que decide aceptar este horrible oficio (el de verdugo) para poder sobrevivir y conseguir un piso, el pisito.


Aunque conviene rememorar, asimismo, Plácido (y su motocarro..., nominada al Óscar como mejor peli extranjera, pero al final fue Bergman quien se llevó la gata al catre) y sobre todo Los jueves, milagro (o la aparición del santo Dimas en un balneario). Todas ellas en una línea esperpéntica, heredera del mejor Valle-Inclán, genio indiscutible de nuestra España polvorienta, corrupta y salvaje. 
París Tombuctú
Siento admiración por esos personajes salidos de madre que Berlanga nos muestra con una gracia desternillante, como si todos quisieran hablar a la vez, interrumpiéndose, intentando largarnos su verbo, aprovechando cada resquicio para colarse en nuestra mente. Soberbios los diálogos de estas películas.
Con estas cintas Berlanga fue capaz de burlar a la censura (aunque conviene recordar que El verdugo tuvo verdaderos problemas con los censores de la época, entre ellos el conocido Fraga), colándole goles espectaculares a los capullos del franquismo, que cortaban y recortaban todo aquello que atentara contras las normas y sanas costumbres, ellos que atesoraban en sus cholas retorcidas todo lo pútrido del universo. 
En tiempos de estrechez mental y penuria económicas, hay que avivar el ingenio, sacar la fusilería de lo imaginario y darle estopa a las ilusiones. Y Berlanga lo hizo "de vicio" o "de cine", a él que tanto le entusiasmaban las perversiones, como un marquesito... de Sade, a lo español. No en vano, el reivindicaba a Sade como uno de sus autores preferidos, aunque desde que se enroló en la aventura del cine, dejó de leer libros, aseguraba, él que hizo sus pinitos como cuentista, incluso como poeta, porque su cultura, a partir de su ingreso en la Escuela de Cine de Madrid (donde acabaría siendo profesor), comenzó a ser audiovisual, esto es, analfabeta (según contaba él mismo).

Este señorito bien, que un día formó parte de la División Azul, azul para los rojos y rojo para los azules, y aun de las Conversaciones de Salamanca (que para él no fueron extraordinarias, como se ha dicho, sino un error histórico del cine español), nos ha obsequiado con un cine único, genuino, bajo el sello de lo berlanguiano. 
De carácter solitario, eso sí en medio de la civilización o gran ciudad, solía decir, hijo del Neorrealismo italiano, sobre todo de Zavattini, amigo del maestro Fellini, heredero de la picaresca y el humor negro españoles, fallero y cañero, anarquista y supersticioso (le gustaba repetir aquello de "imperio austro-húngaro" en sus películas), fetichista y algo anticlerical (véanse sus personajes con sotana), Berlanga seguirá siendo uno de los grandes de nuestro cine.

Aparte de las películas mencionadas, también se me hacen interesantes Tamaño natural (película en la que lleva a la máxima expresión su fetichismo, en este caso por una muñeca hinchable, como sustituto de una mujer real, de carne y hueso) y La vaquilla (sátira grotesca, una vez más, acerca de los dos  bandos de la Guerra Incivil), que requerirían de un análisis. 
Ahora recuerdo que sobre La vaquilla llegué a hacer un análisis, en compañía de su director de foto Carlos Suárez, en la ex Escuela de cine de Ponferrada. Qué tiempos aquellos. 
También Chinín Burmann, uno de los más prestigiosos directores artísticos de este país, me recordó que Berlanga, de haber trabajado con talentos como Mastroianni o Alberto Sordi, hubiera llegado muy lejos (y eso que llegó lejos), aunque sus actores y actrices fetiche fueran Isbert, Alexandre, Amparo Soler Leal, López Vázquez, Luis Escobar, Luis Ciges, Agustín González, Chus Lampreave, Vilallonga, y tantos otros, incluso el gran Michel Piccoli.  
Todas sus pelis "Nacionales" (La escopeta, Patrimonio Nacional y Nacional III) ameritan de otro estudio. 
Hasta siempre.


martes, 9 de noviembre de 2010

Bragança

Ciudadela de Bragança
Entrada al castelo
"... tome este libro como ejemplo, nunca como modelo", dice Saramago acerca de su Viaje a Portugal. Y añade: "la felicidad, sépalo el lector (o lectriz, dice este menda), tiene muchos rostros. Viajar es, probablemente, uno de ellos. Entregue su flores a quien sepa cuidar de ellas (vaya este guiño para ti, dice este humilde andarín), y empiece. O reempiece. Ningún viaje es definitivo". Es probable, si el maestro lo asegura, que ningún viaje sea definitivo, mas algunos viajes lo dejan a uno como nuevo, de polvo y paja, aseado y presto para elevarse a los cielos, a sabiendas de que, a menudo, conviene tocar tierra. En estas andaba el viajero (que dice Saramago y posteriormente Llamazares, acaso por influencia del Nobel portugués) cuando de repente se apareció Bragança en la lejanía (que lontananza quedaría cacofónico, o tal que así, ¿no?).

Panorámica desde el Castelo
Después de los muchos kilómetros recorridos, en realidad no tantos, aunque al viajero le parecieran muchísimos, acaso porque atravesó La Cabrera, se detuvo en las sanabrias zamoranas, y luego emprendió ruta hacia la raya, la frontera (qué temblequera le da la viajero, a uno mismo, cada vez que alguien pronuncia este término separador: frontera).
Bragança no se le apareció a este viajero bajo la forma de "una luciérnaga inmensa... entre las sombras de las colinas y de los pinos que la rodean", sino que se le presentó como vacía, desaborida, como si de repente hubiera desaparecido su población. El viajero, que no era la primera vez que viajaba a esta ciudad, se quedó como fuera de sí, al comprobar que en verdad no había ni un alma por la calle, ni siquiera a quién preguntar, para tomar alguna dirección adecuada, tal vez algún hotel. Por fin, y después de algunos rodeos, da con el hotel Ibis, que para una ciudad como Bragança (Braganza), más bien pequeñita, queda algo alejado del centro histórico. Es probable que no haya más de un kilómetro y medio hasta el castillo, mas al viajero se le antoja lejos (o se siente perezoso, a él que le entusiasma caminar).

Castelo de Bragança
Pregunta, en el hotel, titubea unos segundos, y decide acercarse al meollo del cogollo. No hay nada mejor que alojarse en pleno centro, al lado de lo que realmente merece la pena. Un hotelito próximo al castillo le parece la mejor opción. Pues, venga, ya está, aquí mismo. El hotel tiene una pinta algo extraña desde fuera. Se trata de un edificio enorme, alto y encementado, como hecho con prisa y en época sub-desarrollista, pero desde el sexto piso (cree recordar) se gozan de vistas increíblemente hermosas sobre el castelo. A tiro de piedra, como suele decirse de un modo algo vulgar, el viajero trepa por una cuesta en dirección a esta fortaleza, que se le antoja una verdadera maravilla. Y es que al viajero le entusiasman los castillos, quizá porque en su interior anida algún templarín de raigambre galaico-berciana (esto es un decir).

El viajero se adentra en esta ciudadela medieval, por la parte trasera, con gusto y el sentimiento de redescubrir algún tesoro escondido. No se acuerda de que la entrada es gratis, lo que agradece. Y se dispone a recorrer su muralla, como si en un abrir y cerrar de ojos se encontrará en la ciudad de Lugo, por la que el viajero siente tanto cariño. Esta es una auténtica ciudadela, porque en su interior no sólo existe un castillo, que domina la ciudad, y una iglesia, sino múltiples casas, con sus cubiertas de teja, aunque todas ellas blanquedas con el inmaculado color de lo etéreo, y aun una Domus municipalis, edificio emblemático y con solera, donde en tiempos medievales se reunía el concejo local (el "ajuntamiento" quizá más antiguo de Portugal).

La Domus al fondo, junto a la torre de la iglesia

 Desde el Castelo de Bragança
Como por encantamiento, mientras el viajero recorre la muralla, se le aparece un arco iris, símbolo de algún instante de felicidad, que invita a saborearlo en toda su plenitud. Unas magníficas y excitantes vistas sobre la ciudad son motivo más que suficiente para justificar este viaje a Bragança.

La bajada a la ciudad, por una estrecha y pintoresca callejuela, resulta todo un placer. Si bien la ciudad parece dormida en su historia. Entonces, el viajero se acuerda de un restaurante, que le sugirió su amigo Miguel Varela, y se dispone a buscarlo. Ya va siendo hora de echar un bocado y un vaso, porque los portugueses no son tardones como nosotros, los españolitos, para cenar, ni siquiera para comer. Los portugueses tienen horarios de comida que se asemejan más al estilo francés. O eso cree el viajero.

Lástima, el Solar Bragançano está cerrado, o eso parece. No hay ningún cartel ni indicación que diga lo contrario. Tampoco es que el apetito apriete, mas ya va siendo hora, o eso siente el viajero, que se dirige hacia la estación de buses, en busca sin duda de algún restaurante, y atraído asimismo por el hotel en que se alojara la vez anterior, próximo a esta estación de viaje. Al viajero, dicho sea de paso, le gustan las estaciones, ya sean de tren o de bus, incluso las cutres.

Después de un paseo calle arriba, se topa con un monumento al cartero, que devuelve al viajero a una entrañable morriña. Le hace alguna foto, como prueba de su afecto por esta figura emblemática, y se encuentra, casi por casualidad (lo que no es del todo cierto) con el hotel donde el viajero pernoctara hace unos dos años. Este también hubiera sido un buen lugar para pasar la noche en esta ocasión, se dice el viajero como con pena. Otra vez será. El hotel que ha elegido para esta ocasión tampoco está nada mal, aunque la primera impresión no fuera la mejor.

Entretanto, el viajero encuentra un sitio para comer, al lado mismo de su hotel de hace tiempo. Se trata de un asador. Qué buena pinta. El viajero, nada más ver los rostizados de carne, comienza a segregar saliva. El sitio, además de limpio, resulta muy agradable, y como toda la ciudad, está vacío de gente. Será porque hoy es fin de semana, le digo al camarero. Si fuera domingo -explica convencido y amable el mesero-, aún sería peor. Pues, vaya telar.

En realidad, el viajero agradece, y mucho, que no haya rebaño, ni manada, porque éste, "aunque no es turista -que diría Llamazares-, o al menos así lo cree (turista es el que viaja por capricho y viajero el que lo hace por pasión)", se siente contento por el solo hecho de haber llegado a Bragança, y también porque se siente acompañado (por su amiga del alma, por fortuna, aunque esto quizá no sea necesario contarlo). El viajero (y la viajera) comen con ganas. Y deciden, antes de regresar al hotel, darse otro paseíto por la oscura y "desangelada" noche bragantina. Algo caliente ayudará, sin duda, a conciliar el sueño. El castillo, en la noche, se muestra incluso más bello que durante el día.
A la mañana siguiente, Bragança queda literamente envuelta por una niebla atroz. Y el viajero decide dejar la ciudad, con cierta nostalgia, porque es probable que sea alguien ilusionado, aunque en estado permanente de melancolía, esto es un berciano de pura cepa sentimental.

El viaje continúa por tierras "trasmontinas" o trasmontanas en dirección a Mirandela.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Tras-os-Montes, un reino maravilloso

Desde el Bierzo a Trás-os-Montes

Torga, Llamazares y Saramago como guías entre dos tierras mágicas con fronteras difusas

(Diario de León, 02/01/2011)

 http://www.diariodeleon.es/noticias/revista/desde-bierzo-a-tras-os-montes_574958.html

Dice Torga de Trás-os-Montes que es un reino maravilloso... y añade: "porque siempre ha habido y habrá reinos maravillosos en este mundo". Por fortuna, para nosotros los mortales y rosa, mortales encendidos (arroxados) como la lumbre ancestral, que alimenta magostos y espanta meigallos, que aunque no seamos reyes ni fijosdalgo, andamos siempre buscando emociones que nos eleven hasta alcanzar algún firmamento.

"Lo que hace falta, para verlos -se refiere el maestro Torga a los reinos maravillosos-, es que nuestros ojos no hayan perdido la virginidad original ante la realidad y que nuestro corazón, después, no vacile". Mirar como si fuera la primera vez, con la inocencia salvaje de un infante que acabara de descubrir el mundo, como esos ángeles que sobrevuelan Berlín en su Cielo, o esa mirada, también cinematográfica, tras las que se esconde Erice en El espíritu de la colmena, El Sur o El sol del membrillo.

Sí, un reino mágico, Trás-os-Montes (qué lindo y evocador término). Trasmontes y Trasmundo (emparentados, hermanados bajo la mirada infantil que siente el latido del mundo cerca, más allá, al otro lado de la montaña, donde se refugian los desheredados, los apátridas, los que atraviesan la raya, quienes aspirar a saborear el color azul y mate de los bosques milenarios, donde habitan los urogallos y rugen los osos).

Con el Trás-os-Montes (de Llamazares) bajo el brazo, muchas ganas y una mirada asombrada, viajo a esta tierra, en busca del alma de Torga. El viajero -que diría el Nobel Saramago, y luego Julio Llamazares-, no sólo se nutre de lecturas, sino de la propia tierra, del paisaje, que es memoria, y toda esa belleza que procuran los reinos fascinantes.

Montañas de La Cabrera

La Cabrera
El viaje parte de la capital berciana, discurre por Donde Las Hurdes (leonesas) se llaman Cabrera, tierra olvidada y perdida entre montañas, sobre todo la Baja (aunque resulte paradójico), y prosigue rumbo a las sanabrias zamoranas. El encanto, en esta ocasión, reside en atravesar un territorio casi infranqueable, por una carretera que parece trepar a los cielos, abismos de pasión, y de vez en cuando se alumbran, como un espejismo en medio de la desolación, algunas aldeas del Atlas, con cierto toque bereber (¿será la imaginación del viajero, que cree ver lobos donde sólo hay matojos?).

Puente de Truchas
A partir del pueblo de Truchas, el relieve se suaviza y se amorosa (esa es al menos la impresión del viajero, que en ocasiones recuerda lo que le conviene, porque la realidad es como uno la recuerda) hasta alcanzar un mirador, realmente espectacular (creo que se trata del alto de Escuredo) a partir del cual comienza un descenso vertiginoso y estimulante, ya en espaciosa tierra zamorana. La Puebla de Sanabria está próxima, y el viajero intuye, en el horizonte, una gran mancha, que podría ser el lago, cuya sola imagen (incluso irreal) lo colma de satisfacción.

La necesidad de estirar las piernas y de alimentar el cuerpo invita al viajero a hacer un alto en el camino. Una cervecita (sin aceitunas) como aperitivo en un bar algo cutre, situado en un pueblo desangelado, que ahora no logro recordar. Y luego, al aire libre y fresco de la provincia zamorana, un bocata de jamón, un trozo de empanada (ah, y unas nueces, apañadas, ex profeso, en el reino mágico del Bierzo).


Lago de Sanabria
Vista de La Puebla de Sanabria desde su castillo

Castillo de La Puebla de Sanabria

El lago de Sanabria despierta la fantasía del viajero y lo devuelve, por instantes, a Inverness, la capital de las Highlands escocesas. Este, como el resto de lagos existentes, entre otros muchos, el lago de Carucedo (en el Bierzo) o el lago Ness (en Escocia) cuenta también con su propia leyenda. Sorprende tanto verdor, como si se estuviera comiendo “el resto del arco iris”, en una tierra que, a priori y bajo una mirada colonizada, se puede antojar dorada, pajiza. Dan como ganas de echarse una siesta a orillas del lago, pero el tiempo apremia, y La Puebla amerita, tal vez, una visita. Empedrada y monumental, con su castillo-mirador, y sus vistas de ensueño, invita al viajero, una vez más, a ser recorrida palmo a palmo. La tarde comienza a echarse encima, pero en Portugal es una hora menos que en España, y eso resulta una bendición para el viajero, que ansía llegar a Bragança con la luz del día, mejor dicho de la tarde. Y aunque no separan muchos kilómetros -La Puebla de Bragança-, la carretera acaba por hacerse algo pesada. Acaso sean las ganas del viajero por arribar a Portugal, ese vecino y hermano, que en tantas cosas nos da mil vueltas, como el hecho de que los portugueses sean menos altaneros que nosotros los españolitos, y encima ellos hablen más y mejor, no sólo nuestra lengua, sino otras muchas, con una soltura ciertamente envidiable, que hace repensar todo nuestro sistema lingüístico de enseñanza.

Pero esto daría para mucha tela que cortar, y ahora el viajero sólo piensa en cruzar la raya y adentrarse en Tras-os-Montes.