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miércoles, 9 de octubre de 2024

A la artista Cristina Masa Solís

 



La Naturaleza, que es divina, como venero de inspiración para esta gran pintora y dibujante que es la asturleonesa Cristina Masa, a quien me une la amistad desde hace tiempo y con quien he podido colaborar poniendo textos a sus cuadros, lo cual me resulta ilusionante, porque sus obras se me antojan estimulantes.

En esta exposición Cristina no sólo se atreve con la Naturaleza, pintando bellas flores y sugerentes paisajes nevados, sino que se adentra en la plaza de la ciudad, en la diversión que procura un carrusel o tiovivo (los caballitos de nuestra infancia), en el rostro humano a través del cual se percibe el alma, incluso nos muestra con destreza su propio autorretrato. Con un estilo realista impregnado de poesía. Un estilo a caballo entre el impresionismo, el postimpresionismo y el paisajismo romántico.


    
Sobrecoge la poderosa mirada de una mujer que nos está hablando, casi tocando, con sus bellos ojos, tras un velo en el que asoman altas montañas, como si estas brotaran de un fondo marino o lacustre, o bien como si emergieran de su mismo rostro en un fundido encadenado que nos remite a un sueño, tal vez a una pesadilla, la que quizá está viviendo Ella, una mujer sin voz, que sólo puede hablarnos con la mirada para contarnos su historia de vida. 

Siento cómo el frío penetra en mis entrañas ante este paisaje invernal. Pero a la vez deseo adentrarme en su bosque, respirar sus fragancias, caminar hasta alcanzar la cumbre de la montaña, y, desde ahí arriba, sentir la belleza del mundo. 


 




El colorido de este espacio, de esta plaza, acaso de abastos, nos devuelve la ilusión, que es lo último que deberíamos perder los seres humanos. Ese trasiego de gentes en este mercado al aire libre nos procura una energía saludable, invitándonos a disfrutar de lo cotidiano, de las pequeñas/grandes cosas que conforman nuestras vidas.



El carrusel o tiovivo nos devuelve a una infancia feliz. Y por instantes nos hace sentir que aún podemos cabalgar a lomos de un caballito, continuar por la senda, incluso volar.

Los caballitos de las fiestas, en concreto de las fiestas del Cristo, son el recuerdo emocional de un padre (también una madre) que siempre estarán con nosotros.


        


Ese contraste de colores cautiva nuestra mirada. Y nos hace creer que la explosión otoñal comienza a dar paso a la estación de invierno, que habitualmente nos sumerge en un letargo. Mientras, disfrutemos de la belleza de esta postal casi navideña, donde a lo mejor nos esperan Papá Noel y los Reyes Magos de Oriente.


 
Con esta serie de cuadros, dedicados a las plantas y las flores, Cristina Masa Solís nos introduce de lleno en un mundo aromático, también colorido, que nos despierta nuestra memoria emocional.



La fragancia de estas plantas y estas flores penetra en nuestras entrañas con tal fuerza que nos hace sentir alegres, dispuestos a degustar la belleza sensorial, porque la belleza, como dijera el genio Dalí, será comestible o no será. 


Eres tú, sí, la artista de estas obras pictóricas, con tu sonrisa inolvidable y tu mirada de diosa creadora, quizá azteca, como una maga o alquimista que transformara en oro, en arte, lo que toca, lo que dibuja y pinta. Eres tú, sí, Cristina, con tu sonrisa inolvidable y tu mirada de diosa creadora, autorretratándote de un modo certero, pintando tu alma a través de tu mirada azul, de tu sonrisa cercana.

Encrucijada, por Ricardo Rodríguez


(Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

 

Hace ya algunos años que, lleno de inocencia y vacío de experiencia, me decidí a emprender mi particular y humilde odisea. Fue en un julio vibrante, con brisa de promesa. Así, fui admitido como participante en un seminario universitario organizado por una institución europea de relaciones internacionales. Sólo yo, sin compañeros habituales, transformado en viajero presto a navegar en las aguas del descubrimiento.

Fue un domingo que aterricé en el aeropuerto tras hacer escala en Múnich. Esperaba ver instalaciones obsoletas, con aires de grandilocuencia postsoviética. Pero lo que observé fue una modestia modernizada. Sobre los costados del edificio se posaban locales habituales de duty free. Su aire luminoso y las fragancias danzantes a mi paso me hacían confiarme. Mas no debía olvidar que ya no estaba en Europa, tampoco en Oriente. Quizá esa fuera la gracia de todo.

Al paso del control debería haber presentado mi pasaporte, pero por esos misterios burocráticos, fruto de la diplomacia bilateral, bastó con mostrar mi documento de identidad. Por supuesto, debí responder a una serie de preguntas a las agentes de policía como cuál era mi propósito en el país o en qué ciudad me alojaría. Lo hice con cierta prestancia, mi inglés se desataba fluido ante la belleza de las agentes, dulcemente maquilladas, con uñas postizas y unos ojos milenarios. 


La salida al exterior, lo recuerdo de forma vívida, fue una bofetada de contraste, tal vez necesaria para recordar dónde estaba.

Era la capital del país y me percaté de su extrañeza ante el turista europeo. En mi ingenuidad quería ser como Javier Reverte, una suerte de aventurero que se enmascaraba de normalidad local. Sin embargo, un grupo de supuestos taxistas me delataron y se ofrecieron a llevarme. La tarifa era una incógnita y sus coches no aparecían por ningún lado. Alguno ya directamente trataba de agarrar mi maleta para llevársela. Como no entendía su idioma pegué un tirón a mis pertenencias y pronuncié Hеt (no) en un ruso casi pugilístico.

Poco después surgió, como paladín, un italiano, que era investigador doctorando, con el cual había establecido contacto previamente. Bajito, con pelo azabache y engominado hacia atrás, me buscaba portando un cartón. En él leí: Riccardo.

Sus gafas y americana beige le daban un aire de intelectual inevitable. Sus hombros caídos y piel pálida atestiguaban largas horas en un despacho o biblioteca. Su mirada era viva y eso me dio confianza instantánea. Me acerqué y lo saludé con el mismo talante del que alguien vuelve a encontrarse con su amigo de infancia.

Me condujo a una furgoneta gris. Deposité mis maletas y me senté. Por primera vez reparé en el entorno y traté de estudiar las escarpadas y desnudas montañas, que se alternaban con construcciones de hormigón abandonado. La carretera se dejaba caer por un valle hacia la urbe, dispersa y salpicada por un tráfico distraído. Los vehículos alternaban la posición del conductor a la izquierda con otros a la derecha. Vi marcas chinas y coreanas, junto a las típicas alemanas. La inmensa mayoría no tenían parachoques y mostraban el radiador como si fueran bestias amputadas. 

Recuerdo que pregunté el motivo y también recuerdo que lo olvidé poco después. En el camino los conductores se adelantaban sin miramiento en carriles minúsculos de doble sentido, el arcén, suponiendo que hubiera, se había convertido en otro carril habilitado por imposición popular. El claxon funcionaba como intermitente, por lo que pude asistir a una sinfonía peculiar.

Mi intención era alcanzar la estación de autobuses y coger el primer trayecto que me llevase a la costa, a una ciudad en la cual se emplazaba la universidad que me acogería. Me sorprendió encontrar casitas de adobe con balcones de madera tallados y calles de piedra moldeada, tejiendo un lugar de ensueño. Occidente se abrazaba con Oriente en un cuadro de pinceladas energéticas y tonalidades lejanas. Todo ello debía maridar de alguna manera con los edificios hormigonados funcionales y con los murales comunistas: campesinos visionarios, científicos afanados y camaradas con paso firme hacia un futuro que luego no terminaría de amanecer. Así era la estación a la que arribé. Varios hombres de tez persa esperaban ya en las dársenas, temblaban con el pensamiento de lo que debía haber sido una madrugada fresca y un sol que aún no calentaba.

Mi reciente amigo itálico subió conmigo en un bus amplio y austero, mostramos nuestros billetes y el conductor no pronunció palabra alguna. Aún me duele saber lo que años más tarde acontecería al investigador. Qué terrible es esta sociedad para los librepensadores. Nos esperaban varias horas de viaje por un valle infinito, rodando sobre una carretera pequeña sobre la que los robles, abetos y avellanos pretendían lanzarse; ahogando nuestra percepción. De vez en cuando nos salía al paso una imponente cruz de piedra, iluminada con luz neón, que otorgaba un tinte futurista a todo aquello. 

Finalmente llegamos a nuestro destino final. Una ciudad abierta, amplia, se volcaba sobre el mar Negro. El aire tenía un aspecto cansado y el escenario de calles hormigonadas junto a la estación daba un tono ocre a la tarde. Aún el sol dominaba todo. Su luz parecía grisácea, o tal vez era mi agotada impresión la que parecía agotada. Recogimos nuestras maletas y salimos a la avenida principal. Un taxista con una furgoneta nos recogió. Su vehículo parecía completamente oficial. Todo lo que se podía esperar en ese horizonte. Mas fue una ilusión vaga. Tras una conducción alocada de claxon por intermitente, filtrarnos entre huecos automovilísticos exiguos y otras lindezas, nos ubicamos en el centro de la ciudad. El conductor alto, barbudo, con una camisa roída, se bajó y nos extendió la mano para cobrarnos a cada uno la tarifa que estaba acordada en total. Un engaño al que mi amigo cedió. Su mirada lo decía todo. Éramos forasteros, tal vez en busca de justicia, y encontramos columnas de polvo.

El día terminó en el alojamiento que la organización había preparado. Estaba en una agradable encrucijada de calles amplias, decoradas con buganvilias y un compás binario de casas antiguas, de puertas abiertas y fachada descascarillada junto a edificios altos acristalados.

La ciudad prometía paseos marítimos, cafeterías vibrantes y bullicio. Nos presentamos a la directora, una francesa bajita de pelo nouvelle vague y recogimos las instrucciones para el día siguiente. Años después leería una noticia ambigua en un muro de una importante red social. Era sobre mi amigo. Me bastaba con notar las ausencias de información para recordar este viaje con verdadera amargura. Las jornadas que se sucedieron merecen una historia aparte. Me viene a la memoria la amistad del periodista italiano de ojos azules y ruso fluido, o el musicólogo británico de acento francés afincado en Austria. Todo ello concluye por ahora, suavemente. Todo lo suave que el filo de un cuchillo jamonero puede hacerlo por la seda y con la memoria acallada de los dramas vitales.

martes, 8 de octubre de 2024

Aprender a coser un relato

 Muchas gracias, Mar Iglesias, por darle cobertura y difusión a este curso de escritura en la UNED de Ponferrada, que dará comienzo a finales de este mes de octubre. Será un placer volver a retomar la enseñanza, que siempre es un aprendizaje, también para el profesor, de la escritura. 

https://extension.uned.es/actividad/idactividad/33353

Si a escribir se aprende escribiendo y reescribiendo (una obviedad), a escribir también se aprende leyendo y analizando textos, que nos servirán de inspiración para componer los nuestros. La escritura, la literatura, es una cuestión de forma, de estilo, más que de contenido, aunque si el contenido es interesante, mucho mejor. Digo lo del contenido porque las historias se repiten a lo largo de los tiempos, las historias de amor y desamor, de enfermedad y de muerte. Nada nuevo bajo la bóveda celeste. 

Foto de hace unos años en el museo de la radio de Ponferrada

Lo dicho, estaré encantado de realizar una nueva inmersión en las procelosas aguas de la escritura a través de los cinco sentidos, jugando con las sinestesias, amén de otras figuras retóricas, adentrándonos en espacios, ya sean reales o simbólicos, y en tiempos, hacia adelante y hacia atrás, también en el aquí y ahora, disfrutando con los ejercicios de estilo, contado una misma historia desde diferentes puntos de vista, empleando diferentes narradores, pergeñando estructuras clásicas, con finales sorpresivos, también con finales que el narrador conoce de antemano, como hacía el bueno de Poe, manejando distintos tonos narrativos y registros lingüísticos, echando a andar por los espacios tiempos a nuestros personajes, que siempre tienen que ver con nuestras vidas o las vidas de los conocidos, dejando volar la imaginación, imaginando sin cortapisas, como quisiera el marqués de Sade. 

Mi agradecimiento a ti, Mar, gran periodista, y a La Nueva Crónica, que tiene a bien, a través de su director David Rubio (gran periodista también), publicar los mejores relatos de las personas que se inscriben a estos cursos de escritura. 

Aquí os dejo lo que ha publicado Mar en La Nueva Crónica. 

https://www.lanuevacronica.com/el-bierzo/aprender-coser-relato-mano-cuenya_163389_102.html

Y también vaya mi agradecimiento a la redacción de Diario de León y elbierzo.eldiario.es

https://www.diariodeleon.es/bierzo/241007/1639415/cuenya-ofrece-uned-curso-sobre-composicion-relatos.html

https://elbierzo.eldiario.es/cultura-y-ocio/manuel-cuenya-imparte-curso-escritura-relatos-microficciones-uned-ponferrada_1_11712137.html