(Curso
de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de
Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)
Hace ya algunos años que,
lleno de inocencia y vacío de experiencia, me decidí a emprender mi particular
y humilde odisea. Fue en un julio vibrante, con brisa de promesa. Así, fui
admitido como participante en un seminario universitario organizado por una
institución europea de relaciones internacionales. Sólo yo, sin compañeros habituales,
transformado en viajero presto a navegar en las aguas del descubrimiento.
Fue un domingo que aterricé
en el aeropuerto tras hacer escala en Múnich. Esperaba ver instalaciones
obsoletas, con aires de grandilocuencia postsoviética. Pero lo que observé fue
una modestia modernizada. Sobre los costados del edificio se posaban locales
habituales de duty free. Su aire
luminoso y las fragancias danzantes a mi paso me hacían confiarme. Mas no debía
olvidar que ya no estaba en Europa, tampoco en Oriente. Quizá esa fuera la
gracia de todo.
Al paso del control debería
haber presentado mi pasaporte, pero por esos misterios burocráticos, fruto de
la diplomacia bilateral, bastó con mostrar mi documento de identidad. Por
supuesto, debí responder a una serie de preguntas a las agentes de policía como
cuál era mi propósito en el país o en qué ciudad me alojaría. Lo hice con
cierta prestancia, mi inglés se desataba fluido ante la belleza de las agentes,
dulcemente maquilladas, con uñas postizas y unos ojos milenarios.
La salida al exterior, lo
recuerdo de forma vívida, fue una bofetada de contraste, tal vez necesaria para
recordar dónde estaba.
Era la capital del país y me
percaté de su extrañeza ante el turista europeo. En mi ingenuidad quería ser
como Javier Reverte, una suerte de aventurero que se enmascaraba de normalidad
local. Sin embargo, un grupo de supuestos taxistas me delataron y se ofrecieron
a llevarme. La tarifa era una incógnita y sus coches no aparecían por ningún
lado. Alguno ya directamente trataba de agarrar mi maleta para llevársela. Como
no entendía su idioma pegué un tirón a mis pertenencias y pronuncié Hеt (no) en un ruso casi pugilístico.
Poco después surgió, como
paladín, un italiano, que era investigador doctorando, con el cual había
establecido contacto previamente. Bajito, con pelo azabache y engominado hacia
atrás, me buscaba portando un cartón. En él leí: Riccardo.
Sus gafas y americana beige
le daban un aire de intelectual inevitable. Sus hombros caídos y piel pálida
atestiguaban largas horas en un despacho o biblioteca. Su mirada era viva y eso
me dio confianza instantánea. Me acerqué y lo saludé con el mismo talante del
que alguien vuelve a encontrarse con su amigo de infancia.
Me condujo a una furgoneta
gris. Deposité mis maletas y me senté. Por primera vez reparé en el entorno y
traté de estudiar las escarpadas y desnudas montañas, que se alternaban con
construcciones de hormigón abandonado. La carretera se dejaba caer por un valle
hacia la urbe, dispersa y salpicada por un tráfico distraído. Los vehículos
alternaban la posición del conductor a la izquierda con otros a la derecha. Vi
marcas chinas y coreanas, junto a las típicas alemanas. La inmensa mayoría no
tenían parachoques y mostraban el radiador como si fueran bestias amputadas.
Recuerdo que pregunté el
motivo y también recuerdo que lo olvidé poco después. En el camino los
conductores se adelantaban sin miramiento en carriles minúsculos de doble
sentido, el arcén, suponiendo que hubiera, se había convertido en otro carril habilitado
por imposición popular. El claxon funcionaba como intermitente, por lo que pude
asistir a una sinfonía peculiar.
Mi intención era alcanzar la
estación de autobuses y coger el primer trayecto que me llevase a la costa, a
una ciudad en la cual se emplazaba la universidad que me acogería. Me sorprendió
encontrar casitas de adobe con balcones de madera tallados y calles de piedra
moldeada, tejiendo un lugar de ensueño. Occidente se abrazaba con Oriente en un
cuadro de pinceladas energéticas y tonalidades lejanas. Todo ello debía maridar
de alguna manera con los edificios hormigonados funcionales y con los murales
comunistas: campesinos visionarios, científicos afanados y camaradas con paso
firme hacia un futuro que luego no terminaría de amanecer. Así era la estación
a la que arribé. Varios hombres de tez persa esperaban ya en las dársenas,
temblaban con el pensamiento de lo que debía haber sido una madrugada fresca y
un sol que aún no calentaba.
Mi reciente amigo itálico
subió conmigo en un bus amplio y austero, mostramos nuestros billetes y el
conductor no pronunció palabra alguna. Aún me duele saber lo que años más tarde
acontecería al investigador. Qué terrible es esta sociedad para los
librepensadores. Nos esperaban varias horas de viaje por un valle infinito,
rodando sobre una carretera pequeña sobre la que los robles, abetos y avellanos
pretendían lanzarse; ahogando nuestra percepción. De vez en cuando nos salía al
paso una imponente cruz de piedra, iluminada con luz neón, que otorgaba un
tinte futurista a todo aquello.
Finalmente llegamos a
nuestro destino final. Una ciudad abierta, amplia, se volcaba sobre el mar
Negro. El aire tenía un aspecto cansado y el escenario de calles hormigonadas
junto a la estación daba un tono ocre a la tarde. Aún el sol dominaba todo. Su
luz parecía grisácea, o tal vez era mi agotada impresión la que parecía
agotada. Recogimos nuestras maletas y salimos a la avenida principal. Un
taxista con una furgoneta nos recogió. Su vehículo parecía completamente
oficial. Todo lo que se podía esperar en ese horizonte. Mas fue una ilusión
vaga. Tras una conducción alocada de claxon por intermitente, filtrarnos entre
huecos automovilísticos exiguos y otras lindezas, nos ubicamos en el centro de
la ciudad. El conductor alto, barbudo, con una camisa roída, se bajó y nos
extendió la mano para cobrarnos a cada uno la tarifa que estaba acordada en
total. Un engaño al que mi amigo cedió. Su mirada lo decía todo. Éramos
forasteros, tal vez en busca de justicia, y encontramos columnas de polvo.
El día terminó en el
alojamiento que la organización había preparado. Estaba en una agradable
encrucijada de calles amplias, decoradas con buganvilias y un compás binario de
casas antiguas, de puertas abiertas y fachada descascarillada junto a edificios
altos acristalados.
La ciudad prometía paseos
marítimos, cafeterías vibrantes y bullicio. Nos presentamos a la directora, una
francesa bajita de pelo nouvelle vague y
recogimos las instrucciones para el día siguiente. Años después leería una
noticia ambigua en un muro de una importante red social. Era sobre mi amigo. Me
bastaba con notar las ausencias de información para recordar este viaje con
verdadera amargura. Las jornadas que se sucedieron merecen una historia aparte.
Me viene a la memoria la amistad del periodista italiano de ojos azules y ruso
fluido, o el musicólogo británico de acento francés afincado en Austria. Todo
ello concluye por ahora, suavemente. Todo lo suave que el filo de un cuchillo
jamonero puede hacerlo por la seda y con la memoria acallada de los dramas
vitales.