Vistas de página en total

martes, 5 de marzo de 2024

En el camino de la literatura, de la vida

 Rescato esta entrevista con la gran María de Miguel en la tele de Ponferrada. Siempre es un placer conversar con ella acerca de asuntos culturales, en este caso sobre la revista La Curuja, que ya ha alcanzado el número 30, amén de otros temas, como el carnaval, San Valentín, la literatura, la escritura, los cursos de composición de relatos de extensión universitaria que suelo impartir tanto en la UNED de Ponferrada como en la Universidad de León. 

Mañana mismo, miércoles 6 de marzo, comenzaré curso en la UNED, lo que me entusiasma, porque estar en contacto con la enseñanza de la escritura es un excelente aprendizaje para uno. Y este jueves, jueves 7 de marzo, haré lo propio con otro curso de escritura en León. 

La importancia de la palabra escrita, de la memoria como manantial de las palabras. De la poesía, de la belleza de las palabras. La importancia de la escritura como un modo de autoconocimiento y de conocimiento del mundo. 

La escritura como reflexión sobre nuestra propia realidad. Y una excelente manera de experimentar cosas que a lo mejor nunca tendríamos ocasión de hacer o de sentir en la vida real.

Aquí os dejo esta entrevista con María: 

https://www.youtube.com/watch?v=lKuUenlcw08

Prosigamos en el camino de la literatura, de la vida, amiga María. 

Caminante, son tus huellas/ el camino, y nada más... Al andar se hace camino... Caminante no hay camino,/ sino estelas en la mar. 

Qué grande Machado y sus Campos de Castilla. Y esa versión musical del cantautor Serrat. 

lunes, 4 de marzo de 2024

Caperucita y los cuatro lobos, de Iris Huelmo Parra


 La joven autora de este relato compone, con una prosa desenfadada, una versión moderna del cuento clásico de Caperucita Roja, construyendo una protagonista aguerrida, capaz de sortear todo tipo de adversidades en un mundo terrible, con un final feliz cargado de burla hacia la violencia, la barbarie.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/caperucita-cuatro-lobos_141743_102.html

Caminaba por las tranquilas calles de Benavente con mi camiseta roja chillón y mis cascos morados, con Sabina cantando viejas canciones y el sol de la tarde dándome en la espalda, siguiendo un destino fijo, que era el ir a ver a mi querida abuela, la cual había tenido un pequeño percance. Por eso deseaba saber cómo se encontraba. En mi Tote-Bag le llevaba una mermelada y unas galletas sin azúcar, todo casero, que había estado elaborando durante una semana siguiendo unas recetas de Pinterest. Cuando giré para tomar la calle que daba al barrio de mi abuela, me abordó un hombre, el cual me dijo:  

-Hola, guapa, ¿dónde vas tan sola por estas zonas?

Aquel tipo alto, delgado, sucio, me mostró una sonrisa que me hizo desconfiar desde el mismo instante en que se acercó a mí.

-Ni te va, ni te viene adonde vaya, déjame en paz –le respondí mientras aceleraba el paso. 

En ese momento, agradecí haberme puesto las Vans y no los zapatos con tacones.

-Venga, no seas así, que no le queda bien a esa cara guapa el ser tan borde, ¿por qué no dejas que te acompañé? -insistió el tipejo con su sonrisa falsa, aproximándose cada vez más a mí, mientras yo intentaba correr.

-No quiero que me acompañes, quiero ir sola, no necesito que un tío, al que ni siquiera conozco, me siga –le dije en tono molesto.

-Anda, no te resistas a mi compañía –me agarró del hombro para que me pusiese a su altura, parándome en seco, yo que ya había comenzado la huida.

Una vez que aquel tipejo me tuvo a su altura supe que ya no podía aguantar más. Miré hacia donde vivía mi abuela. Calculé que me llevaría unos dos minutos corriendo hasta llegar a su casa. Y hasta pensé que, con algo de suerte, me encontraría con alguna buena mujer del barrio que me ayudaría a zafarme de aquel acosador. Tras un instante lo miré con cara de pocos amigos. Él parecía sentirse satisfecho por haber logrado que me detuviese y le prestase atención. Hasta que descubrió que yo era cinturón azul en kárate. Todo transcurrió con rapidez. Le propiné una patada en el estómago que lo dejé fuera de juego. Y me fui corriendo hasta el portal de mi abuela. Mi abuela, que era una mujer tranquila, con gafas, de baja estatura y poco habladora, me abrió la puerta. Le conté lo que me había sucedido y me alertó de que tuviera mucho cuidado, que estaría pendiente de mí. Nos despedimos. Serían las siete de la tarde. Y nada más salir de casa de mi abuela volvió a aparecer el tipejo:

-Vaya dulzura, llevo un rato esperándote –me dijo-. Estaba sentado en un banco de la calle.

-Eres realmente muy pesado, un auténtico acosador, déjame en paz –le respondí mientras por el rabillo del ojo vi a mi abuela que contemplaba por la ventana de su casa la escena.

-Esta vez no te libras de mí –me soltó.

En ese momento, aparecieron otros hombres que me arrastraron a la fuerza a una furgoneta azul. Antes de que me introdujeran en aquella furgoneta vi a mi abuela con el teléfono en la mano con cara de terror.

Llegamos a un lugar oscuro, habían introducido la furgoneta hasta el fondo de la nave. Me empujaron hacia una silla, esta se cayó y yo sobre ella. El acosador me miró con cara de satisfacción y dijo: “Una presa traviesa, pero que muy traviesa”.

Estaba rodeada, encajonada entre una pared y la silla de madera rota en el suelo. Cuatro hombres de complexión baja media me cortaban la salida. Recordé que mi maestro de kárate me había repetido varias veces que debía tener cuidado con mis enemigos en el combate, por lo que analicé la situación de forma seria, no habría forma de escapar si no me libraba de alguno de ellos antes. No sería capaz de luchar contra cuatro, con lo cual tendría que evitar, al menos por el momento, cualquier tipo de violencia a no ser que ellos comenzasen a ensañarse conmigo.

“Rey, ve a vigilar fuera, esto va a ser divertido”, dijo el acosador, que me había perseguido mirándome con lascivia. Rey -supuse que se trataba de un mote-, era el hombre más fuerte de todos ellos. Rey salió afuera y el resto se dispusieron a fisgar en mis cosas. No llevaba más que mis cascos, un collar de cuerda y un reloj marca Casio.  Vestía una camiseta roja, una falda negra por media pierna y zapatillas Vans. Rápido comprendí que sus ojos se clavaban en mi falda.

“Maldita sea, a quién se le ocurre ponerse falda cuando vas a ir a un barrio tan horrible como en el que vive la abuela”, pensé para mí. Como pequeña defensa me coloqué cerca de una de las partes rotas de la silla. Los hombres comenzaron a aproximarse a mí, sus intenciones eran claras, por lo que, cuando estuvieron lo suficientemente cerca de mí, a uno de ellos le golpeé con la pata de la silla. Y a partir de ahí todo fue un combate de kárate bastante simple. Pero reapareció el tal Rey, que logró sujetarme a una tubería, de modo que no podía escapar, mientras los demás, que debieron percatarse de algo, abandonaron el lugar.

“Eres mala, una niña muy mala y vas a pagar por ello”, me dijo Rey, al que le sangraba la cara por los golpes que le había asestado durante el forcejeo. “Te sangra la cara, gilipollas”, me atreví a decirle. Entonces él, con cara de ira, me arrancó la falda. “Te vas a arrepentir”. Mientras intentaba seguir quitándome la ropa la puerta de la entrada se abrió dejando entrar a seis policías armados y apuntándole mientras buscaban a sus compañeros.

“No, creo que quien se va a arrepentir de haberse cruzado conmigo eres tú”.

sábado, 2 de marzo de 2024

Acordes de luna, de Ana Rico


Ana Rico construye un universo de intriga y tensión sexual a través de cuatro personajes que se embarcan en una aventura por un océano de aguas palpitantes en busca de un metafórico Triángulo de las Bermudas. Y lo hace desde un narrador en primera persona, que se abre en canal, para mostrar los pensamientos y emociones de su protagonista, Irene Aubiz Paniagua. El poético título Acordes de luna evoca en cierto sentido la película Lunas de hiel, de Polanski.  

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya) 

 

Me llamo Irene Aubiz Paniagua. Tengo 26 años, mi pelo es castaño claro, mido 1,67 y luzco un tatuaje; un alambre de espino que rodea el contorno de mi tobillo que me hice a los 18 años cuando me independicé. Mi DNI es 0.977.456E. Hace 6 meses que me casé, nuestro noviazgo duró dos meses y el matrimonio apenas superó la luna de miel; ahora reconozco que fue muy prematuro. Les adjunto una copia de mi DNI a esta declaración que hago pues encontré en la pared de un supermercado un cartel con mi foto y nombre seguido de DESAPARECIDA. Fue algo imprevisto, una decisión perentoria que tomé aquel amanecer, el 27 de septiembre del 2019. A continuación les relato los sucesos de nuestra última noche juntos:

Desde la claraboya podía ver hipnotizada la luna -inmensa- balanceándose sobre un mar expectante, además la seguía un punto luminoso llamado Venus. Estaba emocionada, aquel era mi primer viaje en barco. Pablo y yo ocupábamos el camarote A2, un lujo con dos literas y esa ventana al paraíso de los delfines que saltaban siguiendo nuestra estela.

Sentí sus manos en mis caderas, y comenzó el tarareo de sus dedos sobre mi piel, ese calor que me abría los poros, el sonido tímido de los botones … y finalmente su camisa de lino bajo mis pies descalzos. La luna ahora se bañaba con descaro en esas aguas palpitantes. Lo sentí firme en mis senos calibrando su tersura, y al girarme -cálido en mi cara- en el momento que dibujó el perfil de mis ojos, y también el de mi nariz. Ardía en mis labios cuando introdujo su dedo en mi boca. Él había recorrido los océanos y yo nadaba por primera vez sin amarras. Después de los circunloquios en mi ombligo su lengua me venció sobre la cama. Y no sé cómo llegamos al Triángulo de las Bermudas, pero ocurrió.

Reconozco su esfuerzo con ese viaje; Pablo ya había vivido mucho pero era pronto para mí tener un hijo; lo habíamos pactado, y al querer prescindir del preservativo primero a mí se me cortó el rollo por el pánico, luego a él por la idea de aquel trozo de látex. 

Nos tumbamos a dormir frustrados y malhumorados, Pablo en la litera baja del habitáculo y yo en la superior. En seguida llamaron a la puerta. La naviera nos pedía un favor: debíamos alojar a dos polizones; nuestro camarote era el único con una litera libre en el barco, ideal para la situación.

Primero me llegó un olor a cerveza y sol-sal, a posteriori vi el cabello ondulado de un muchacho de mi edad con rasgos extranjeros, el torso desnudo, tremendamente bronceado, los labios gruesos, la mirada entre franca e intrigada; Eric, dijo que se llamaba, mientras me apretaba la mano. Anna, por su parte, lucía un pelo claro mucho más largo que Eric, el vestido y el cuerpo definido y esbelto de Anna me recordaba a una amazona.

  Él se tumbó en la cama libre de arriba, como yo, mientras me observaba. Anna eligió la que quedaba enfrente de Pablo. Y apagamos la luz, de inmediato me quedé dormida. Al despertar me sentía extrañamente excitada, miré a Pablo, que estaba en el cuarto sueño, seguro. Unos leves gemidos dirigieron mi vista. La luna se adentraba sin pudor hasta el fondo del camarote y en la penumbra podía distinguir la silueta de sus dos cuerpos al vaivén, la muchacha lo cabalgaba,  sus respiraciones se acompasaban por momentos hasta que ella volcó su cuerpo  hacia atrás con un jadeo intenso, desprendían un aroma incandescente, y pensé que habían acabado, sin embargo ella se colocó de rodillas y él detrás comenzó a golpear suave su glúteo, las inspiraciones pasaron de  quejidos febriles a violentos resuellos. Entonces miré a Pablo que dormía plácidamente. Sentí cómo el sudor se apoderaba de mi pecho, y me pedía que retirara la sábana, pero contuve la respiración y me escondí aún más bajo ella, mientras mis manos tomaron vida propia, me acariciaron con urgencia primero los senos, y luego bajaron hurgando en los pliegues más recónditos de mi piel. El chapoteo de sus idas y venidas sonaba como el oleaje de aquella tarde. A posteriori él regresó a la postura inicial, ella se sentó sobre él, aprisionándolo, tirando de sus cabellos, sorbiéndolo. Yo me estaba quedando sin aliento. Lo más desconcertante fue cuando él dejó caer su brazo como un ancla hacia mi litera y acarició mi pelo -un instante eterno-, entonces soltó un gemido, y mi tronco se enervó como si el orgasmo fuera mío, y mía su respiración, y sentí cómo mi cuerpo se derramaba sobre mis dedos. Luego … vino la confusión, y miré de reojo a Pablo, que parecía seguir dormido a pesar de todo.

En el momento que la claridad comenzó a revelarse recogí mis cosas y las metí en una maleta pequeña. Una herida de fuego en el mar desplazaba el añil intenso hacia los rosas, se intuía la presencia rotunda del sol en ese locuaz marasmo de matices. La luna, entonces apacible, parecía iniciar su periplo hacia el silencio. Pablo continuaba durmiendo. Primero salió Anna agarrada de la mano de Eric, después él y de su otra mano yo. Venus persistía vehemente. Bajamos cuando el barco atracó en Pompeya.

No me he arrepentido en ningún momento de lo que hice, pero ahora soy consciente de que debería haber dejado una nota o haberle escrito un email a Pablo. Mi deseo es hacer constar una fe de vida y tranquilizar a aquellos que puedan buscarme. Espero que esta declaración sea suficiente. Y firmo esto para que surta los efectos deseados.

Puesto de Carabinieri Comando Stazione

Sicilia a 02 de marzo de 2020

 

Fdo: Irene Aubiz Paniagua

 

 

jueves, 29 de febrero de 2024

Distracción, de Marta Moral Tomé


Con la inspiración de los ejercicios de estilo de Queneau, Marta Moral Tomé nos ofrece este relato en tres estilos, que nos arranca la sonrisa por la forma o las formas que emplea para narrar esta historia con un trasfondo trágico.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya) 

La semana pasada en la plaza más concurrida del barrio contemplé a una mujer que portaba una grandiosa melena rizada coronada con una cinta brillante arcoíris. Detrás de la rasurada patilla asomaba la diminuta oreja abarrotada de una hilera de piercings. Caminaba absorta examinando el contenido de su móvil, cuando tropezó con un individuo que degustaba un pastel de crema. En el encontronazo el dulce manjar se estampó contra el suelo. El hombre, malhumorado, reprendió enérgicamente la distracción de la joven.

Esta mañana volví a verla de nuevo en el andén de la estación de Chamberí sin poder apartar los ojos del mismo móvil. Imitaba alocadamente la coreografía que le proporcionaba el aparato. En su despiste no tuvo oportunidad de ver la máquina de tren que la arrolló. 

Distracción, a su puto rollo 

Mira, tronco, había mogollón de peña por todos los laos en la plaza del barrio ¡Flipa eh! Del antro del Pelas salió una piba,  bueno un pibón. La tía era guapa, guapa a rabiar. Una leona con la melena de los Iron Maiden. Iba empanáa mirando su móvil, a su puto rollo, con una cara de flipáa. Se cruzó con un pringao que se zampaba un pastel reventado de crema. ¡No veas colega! Se metió un piñazo con el glotón… que el pastel salió volando por los aires y se estampó contra el suelo. Mira tú, la bulla que le metió aquel pringao, con tóa su mala baba, a la tronca.  Fue de órdago. Ella pasó de tóo y se piró de allí sin hacer ni puto caso. 

Hoy he visto otra vez a la leona en la estación de metro de Chamberí. Tenía pinta de ser una tía enrolláa.  Seguía flipáa con su móvil. Movía su cuerpazo a todo meter. Era la reina de la movida underground. Qué marcha la tía. De pronto, toda la peña, que estaba en el andén, flipó en colores porque la máquina la enganchó por la melena y arrastró su cuerpo hasta dejarlo tatuado en la pared del túnel. 

La distracción, Pop Star

¡Qué guay, tía! La semana pasada vi una escena súper top, fue lo más. Vi a una niña súper mona con una melena con el método curly. Llevaba una cinta en la frente llenita de brillantes de Swarovski que le hacía parecer una Pop Star. Caminaba sin apartar la vista de su iPhone y súper concentrada en la pantalla. De pronto apareció un hombre que estaba saboreando un pastelito de crema súpermono. Tenía unas bolitas de color rosa que estaban hechas de fondant y de muffins, o sea monísimo. De repente el hombre chocó con la supermodelo y el pastel se precipitó al suelo.  ¡Pobre pastelito! Él se puso rosita, como el pastel. Muy airado le gritó improperios y la reprendió por su despiste. 

Esta mañana, en el andén del metro de la estación de Chamberí,  volví a ver a la Pop Star, que está, jo, divina de la muerte. Parecía que estuviera bailando delante del público más in del momento y como si su IPhone dirigiera sus pasos y sus movimientos en una perfecta coreografía. La distracción le hizo bajar del estrellato cuando su resplandor quedó prendido en la máquina del tren.

 

 

 

martes, 27 de febrero de 2024

Cristales rotos, de Carmen Rodríguez Caballero


Carmen Rodríguez Caballero, a ritmo de canción infantil, construye una narración que nos invita a la reflexión a través del protagonista Tobías, que rememora su infancia desde el presente. Un relato que en cierto sentido hace recordar la película Ciudadano Kane, de Orson Welles.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/cristales-rotos_142033_102.html


Tobías vio el reflejo de sus pupilas llorosas en  el cristal de una ventana mientras iba contando las gotas de lluvia al caer. Se había detenido en la misma calle, enfrente del mismo edificio abandonado, a la misma hora de todos los días; esa hora de ensoñación en la que el crepúsculo anuncia el final del camino. Uno, dos , tres. No te lo repito otra vez.

Al pasar por delante de una tienda de antigüedades, sus ojos se detuvieron multiplicados. Unos espejos ocupaban la parte central del escaparate.

      -¡Mira, mamá, qué espejos más bonitos! -exclamó un niño con calcetines blancos.

Nunca supo qué le hizo entrar en aquella tienda. Fue como un hilo invisible que le empujó hacia el interior. 

Tobías recibiría la mercancía al día siguiente sin ninguna dilación. Sí, definitivamente pondré el espejo en el estudio de la segunda planta. El piso era luminoso y el marco quedaría perfecto en conjunción con la cuidadosa selección del mobiliario adquirido principalmente en tiendas de antigüedades de  renombre. 

El espejo llegó a la hora acordada. Al volver del paseo diario, Tobías se dirigió a su estudio  para observar de cerca su nueva adquisición.  Cuatro, cinco, seis. Mírame del revés.

Un ladrido amigable, de bienvenida,  se oyó próximo a él.  Las mascotas están prohibidas en el condominio. ¡Quién puede atreverse a hacer algo así! ¡Llamo a seguridad!, pensó Tobías. Al girarse para coger su teléfono, notó algo extraño en el espejo. Era el aliento de un beso invisible. 

Tobías se colocó delante del espejo y contempló estupefacto un perrito blanco y negro  durmiendo debajo de un laurel. No podía creerlo. Era uno de sus perros de la infancia, al que solía decir que, cuando durmiera, soñaría con un mundo lleno de buena gente. Por unos minutos se trasladó lejos, lejos de su elegante desván, lejos de su vida solitaria y rutinaria, lejos de sus lujos. Otro ladrido le hizo estremecerse; otro precioso perrito al que solía cantarle cogido en brazos.

Se apartó hacia atrás sudoroso, agitado. Esa noche tuvo un sueño muy inquieto, extraño. La mañana en el trabajo se hizo tediosa. Sentía unas ganas impetuosas de volver ante el espejo. Siete, ocho, nueve. Siéntate y bebe.  

Nada más entrar se dirigió al estudio. El marco de color oro viejo era de una elegancia exquisita.

Se giró y vio a un niño de calcetines blancos y pantalón corto con varias heridas en ambas rodillas, junto a una niña más pequeña que él. ¡Eran él y su hermana! Una escena tan entrañable como extraña.

Tobías había cortado todo resquicio de amistad con su familia. ¡Cuántas veces le habría gustado hablar con sus padres, con su hermana! Pero el orgullo y la diferente posición social se lo impedían, sólo le habían otorgado la soledad contra la que luchaba cada día.

      -¡Mami, mami! Mi hermana ya sabe montar en bicicleta. Yo solito le he enseñado. Por favor, ¿podemos quedarnos más tiempo en el pueblo? Yo no quiero irme a una ciudad -dijo el niño de calcetines blancos.

¡Qué veranos más divertidos había pasado en el pueblo de su padre!

La ropa de Tobías estaba empapada de sudor y respiraba agitadamente al recordar su infancia.

      -¡Oh, no! Has derramado la cafetera en la cabeza -dijo la madre del niño de los calcetines blancos.

Las imágenes se desvanecieron. Fue muy complicado conciliar el sueño aquella noche. El espejo se había convertido en pura obsesión. Tobías subió varias veces al estudio y contemplaba el espejo sin moverse.

La mañana, como de costumbre, transcurrió de forma muy angustiosa. El deseo de estar frente al espejo se había convertido en un impulso imperioso. Y esta vez Tobías se sentó enfrente de él y, repentinamente, apareció el niño de los calcetines blancos junto a una niña.

¡Es Mirta, mi amiga del cole! Con su pequeña paga semanal, Tobías compraba las gominolas que a Mirta le gustaban para invitarla. Sabía que había sido su niña favorita, pero nunca se atrevió a decírselo. Al imaginar  cómo habría sido su vida con Mirta  sólo sus ojos hablaban y eran lágrimas secas al haber ya gastado todas. Ni siquiera podemos mantener la vista cuando nos vemos reflejados en el espejo de los demás.

De nuevo, el descanso nocturno se convirtió en algo insoportable. Tobías había visionado su pasado muchas veces y, cada vez que lo hacía, trataba de ahuyentarlo porque la sola idea de hacerlo le trasladaba al peor de los abismos. No había habido un descendimiento más dramático en la vida de Tobías que el que el espejo le obligó a hacer aquella tarde. No hay tortura parecida a la de que esa sospecha se haga real, a que el azar atraviese  cualquier resquicio para colarse entre la bruma de la posibilidad y se vuelva cierto.  

Tambaleándose, Tobías subió las escaleras y se colocó delante del espejo. Vio un pequeño patio rodeado de un muro descascarillado del que colgaba una bombilla con una luz mortecina.  El niño de los calcetines blancos estaba dibujando en un folio. Tobías, en su infancia, imaginaba  que esa bombilla era una luz mágica y, al encenderse en noches de luna llena, convertía el patio en un paraíso de gominolas. Una sonrisa inundó su rostro.

El patio se desvaneció y apareció un libro rojo. Era un álbum de fotos. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Las páginas se abrían ante sus ojos y Tobías recordó a su familia,  a sus amigos de siempre y su vida ordinaria. Una vida sencilla, pero alegre,  rodeado de seres queridos. Él seguía allí. Siempre había estado allí, en ese libro rojo, y todo lo demás era un exterior borroso, empañado, sin volumen; un esbozo sin acabar, y él mismo era un fantasma del presente montado en la levedad que lleva el vivir.

Cuando salió a la calle, aún había estrellas. Comprobó que el espejo estaba seguro en el asiento de atrás de su coche. Lo dejó con máximo cuidado en la puerta de la tienda de antigüedades, con una nota que decía: El infierno no es el pasado ni el presente; somos nosotros mismos cuando dejamos de controlar lo que pensamos.

La lluvia comenzaba a caer. Diez. Atrévete de una vez.

Un pequeño gran susto, de María Luisa Mainato Quizhpilema

 

Un pequeño gran susto es el título que nos ofrece la joven narradora Luisa Mainato para contarnos una historia que bien podría ser autobiográfica. Escrita con sencillez y naturalidad, sin artificios, empleando un narrador en segunda persona del singular, la creadora de este relato logra enseñarnos un camino de crecimiento personal.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Un día te despiertas con un leve dolor en la espalda baja del lado derecho, pero decides no darle importancia pues tienes la certeza de que desaparecerá. Pasan los días y el dolor incrementa, sobre todo al caminar o cuando te sientas. Empiezas a preocuparte porque nunca antes habías tenido un dolor similar a este. Vas a urgencias porque las citas médicas más próximas son para después de dos semanas. Él médico de urgencias te dice que podría tratarse de un gas atrapado o de cálculos renales y, de ser así, te dolería un montón. Te pone una inyección y te receta analgésicos y antiinflamatorios. Ahora tienes que esperar dos largas semanas hasta que tu cita con medicina interna llegue. Aunque tienes la esperanza de que el dolor vaya desapareciendo con el transcurso de los días, la preocupación sigue viva, algunos ratos con más intensidad que otros. En una llamada, la hermana de tu novio te recomienda preparar infusiones con plantas medicinales, que son buenísimas para los riñones. En una tienda de herbolario solo consigues llantén, uña de gato, linaza y manzanilla. Te preparas la bebida, pero tampoco mejoras y tu preocupación aumenta cada vez más. Cuando tus papás y tus hermanos te preguntan cómo estás, decides guardar algunos detalles con el objetivo de no preocuparlos. En otra llamada, la hermana de tu novio te comenta que a lo mejor ella va a ser tía. Te quedas procesando durante un largo rato lo que te ha dicho porque quizá no has entendido lo ha querido decirte, ¿o sí? A lo que ella continúa: es común que duela la parte baja de la espalda cuando un bebé viene en camino. Tus cachetes empiezan a sonrojarse porque de alguna manera sabe que su hermano y tú han llevado el amor más allá de unos besos. Tu única respuesta es una risa nerviosa. Al poco rato, miles de pensamientos han inundado tu delicada mente y te preguntas: qué pensarán de mí los demás, qué dirán las personas que han hecho lo posible para que este aquí, qué dirán mis compañeros de clases, mis profesores, mi familia, mis amigos, mis vecinos y todos los que me conocen, aunque me hayan visto una sola vez en su vida. No sabes cómo actuar ante la idea de un embarazo, tampoco sabes cómo vas a hacer con los estudios. Crees que decepcionarás a tus padres, a tus hermanos y a todos los que confiaron en ti. Es verdad que tu sueño siempre ha sido ser mamá, pero no en estos momentos, no ahora, no aquí, donde no conoces a nadie, apenas llevas un mes en este país. Te preguntas: qué voy hacer. Lo rumias una y otra vez… pues estás a miles de kilómetros de casa, de tu país. Para tu novio, un bebé sería el regalo más bonito de la vida, sería una muestra del amor sincero, pero le preocupan tus estudios, sobre todo porque el gran océano atlántico los separa. Sabe que tienes un alma sensible y que lloras por lo más mínimo. Por eso a él le gustaría estar a tu lado y, cuando un pensamiento perturbe tu tranquilidad, él podría ofrecerte su cálido pecho, rodearte con sus brazos, acariciarte con delicadeza, mientras te diría con una dulce voz que todo va a estar bien; por fortuna su ternura logra frenar que tu corazón siga acelerado. Durante la última semana habías sentido mareos, lo que atribuiste a la medicación que estabas tomando. Ya no podías seguir con la duda, así que te armaste de valor para comprar una prueba de embarazo.


Habías leído que debe utilizarse la primera orina de la mañana para que la prueba fuera más efectiva, así que decidiste que lo mejor era esperar. Por alguna extraña razón esa noche dormiste con tranquilidad, pero todo cambió cuando amaneció, estabas nerviosa y con más miedo de lo normal. Leíste con detenimiento cada una de las instrucciones de la prueba de embarazo y te pusiste en marcha. Fuiste al baño, tomaste la muestra en un recipiente de plástico, regresaste a tu habitación, asegurándote de que nadie te viera, pusiste el recipiente en la mesita de noche, retiraste el tapón de la prueba y volviste a leer las instrucciones para que nada se te escapara. Después introdujiste la prueba en el recipiente durante tres segundos y volviste a poner el tapón, este paso te resultó el más difícil, tus manos temblaban demasiado, pero al final lo conseguiste y colocaste la prueba en una posición horizontal, tal como aseguraban las instrucciones. Viste cómo la muestra de orina pasaba por las ventanas del resultado, observaste una primera línea en la ventana de control y esperaste durante tres minutos para ver si aparecía o no otra línea. Los segundos se te hicieron horas y los minutos, días. No dejaste de ver la prueba ni tampoco las instrucciones, estuviste de aquí para allá, una y otra vez… Por fin transcurrieron los tres minutos, pero decidiste esperar aún otros tres más para asegurarte. Al fin pudiste respirar con tranquilidad, porque solo apareció una línea. ¡Qué pequeño gran susto! Pero aún necesitaste saber la causa de tu molestia. Llegó el gran día de tu cita médica, la doctora te pidió que le contaras con detalle todos los síntomas que habías tenido. Según ella, tu dolor se debía al estrés que habías tenido debido a la urgencia de cumplir con los trámites de tu estancia por estudios. Te envió a hacer un sinnúmero de pruebas: ecografía, radiología y urinocultivo. Después de otras dos semanas más, los resultados indicaron que todo marchaba bien. La doctora te recomendó comer más alimentos ricos en fibra como verduras y frutas para que te ayudaran con la digestión. ¡Otro pequeño gran susto! Bueno… no tan pequeño, porque entendiste que a partir de ahora deberás aprender a manejar mejor tus preocupaciones porque que al fin y al cabo todo se resuelve. Y todo lo que te atormentaba se resolvió, comprendiendo que la preocupación excesiva fue en vano. Ahora sientes que ya estás preparada para afrontar cualquier situación de la vida.

lunes, 26 de febrero de 2024

Meu amor, suma mbuggél, de Elisa Baró González

 Escrito con sensibilidad y belleza, la autora de este relato nos lleva del lado de acá y del lado de allá a través de unos personajes que sienten el desarraigo en un mundo que parece no pertenecerles. Una historia plena de actualidad, que nos conmueve y nos ayuda a reflexionar acerca de la condición humana.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

 

En la aparente quietud de la noche, notándose cercada por la soledad, la mujer se levantó temerosa y buscó a tientas algún resto de calor en aquel lecho vacío. Imaginó que él no se había ido, que aún seguía allí, cuidándola. En lo engañoso de su duermevela, creyó acariciarle con la mirada: su cuerpo de ébano, terso y brillante, en lucha continua con unas pesadillas que se repetían incesantes. Recordó que los últimos días había estado muy agitado, pensando mucho y comiendo poco. La cabeza del pobre muchacho era una rueca que hilaba pensamientos sin fin en su tela imaginaria. Se movía convulso y volvía a quedarse quieto, mientras ella le miraba desde la calma que da velar a alguien querido. Se quedó dormida pensando que aún estaba a su lado y así pudieron escapar juntos en un viaje imaginario a lugares por visitar y sueños por cumplir. 

Viajaron lejos de las praderas del interior y de sus míticos baobabs, lejos de los pastores de la etnia Peul y de las chozas Bassari, donde latía una ciudad extensa como un lienzo de vivos colores: el ajetreado Marché Kermel, lleno de frutas y coloridas telas, la Avenida Blaise Diagne y las angostas y encaladas callejas que iban a morir a las salinas y al puerto. Bajo aquel cielo rosado se abría un horizonte de deltas y playas larguísimas donde las barcas se alineaban en la orilla, algunas a la vista y otras escondiendo sus viejas maderas bajo lonas de color océano. Un hombre de aspecto seco y frío, curtido por horas de pactos a la intemperie, cuchicheaba entre las barcas con unos  jóvenes llenos de harapos y miedos. El hombre vio a la pareja e hizo ademán de conocerlos. Aquellos muchachos la miraron a ella de arriba abajo y le miraron a él también. Por un momento les hicieron sentirse extraños en aquel lugar y decidieron irse de allí, notando cómo su corazón se quedaba y solo viajaba su cuerpo.

Viajaron lejos, muy lejos de aquel mar. Estaban ante otro mar, un mar Mediterráneo, dulcemente deseado, ese que llaman Mare Nostrum. Nubes grises presagiaban tormenta. Juntos recorrieron la ciudad: la siempre animada plaza de Cataluña, el transitado paseo de La Rambla, el Mercat de la Boquería, lleno de frutas y dulces, las caprichosas filigranas de las chimeneas del palacio Güell y las avenidas que desembocan en el puerto. Había jóvenes bebiendo en la orilla y algunos de ellos le miraron de arriba abajo y la miraron a ella después, dejándoles con esa amarga sensación de llevar escrita la no pertenencia. La tarde era ya noche y caminaban cada vez entre más sombras. Él le susurró «suma guné, suma mbuggéel» y ella se despertó.

La mujer notó el sudor frío de las pesadillas. Ni mar ni barcas ni calor ni sueños, allí sólo había un suelo sucio de tierra y pena y una choza vacía donde, aún más anciana que ayer, ella murmuraba «suma guné, suma mbuggéel», que en lengua wolof significa mi niño, mi amor. La mujer, ataviada con la misma túnica lembé desde hacía semanas, acariciaba una cartera deshecha por el agua y la sal. Meses atrás vinieron a entregársela. Era de su nieto. Las autoridades senegalesas le contaron que la policía española y los servicios de emergencias atendieron lo mejor que pudieron a los ocupantes de aquella embarcación.

Catorce kilómetros separan dos continentes. En árabe los llaman Bab el-Zakat, “la puerta de la Caridad”. Dicen que las cigüeñas blancas que migran a África dan media vuelta si sopla el viento de Levante. A muchos jóvenes el viento nunca les hizo retroceder. Siguieron ciegos de ilusión y sueños rumbo al norte, mecidos por un mar de frío, noche y miedo, alejándose del paraíso conocido para adentrarse en la tierra prometida.

 

miércoles, 21 de febrero de 2024

Rejas internas, de Tránsito García Estébanez/Gelines del Blanco Tejerina


Las autoras de este relato, Tránsito y Gelines, con una narrativa precisa y por momentos poética, nos introducen de lleno en la vida de Ángela, la protagonista de esta historia terrible, que sufre las adversidades de una vida en reclusión, dándose cuenta asimismo de que después de permanecer durante un tiempo privada de libertad, alejada de su entorno afectivo, ha dejado de tener sentido su reinserción en la sociedad, porque las rejas siguen en su interior.

  (Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya)

Ángela roza la treintena y lleva los últimos tres años y veinte días en la prisión de Villahierro. La privación de libertad, alejada del entorno familiar y social, ha hecho mella en su cuerpo y en su mente. Comparte celda, llantos y confidencias con Laura, mujer de edad indefinida, pelo graso y con los dedos y el humor amarillentos de nicotina. Son dos náufragos asidos a la misma reja que unos días las aísla del mundo exterior y otros días de sí mismas.

El cuarto compartido huele a culpabilidad y a berza hervida, o esa es la sensación que Ángela tiene continuamente. A menudo se frota en la ducha y después se escurre bajo la manta de Laura en busca de tactos y susurros que aplaquen la carencia de otros roces y otras voces. Tras descargar caricias y susurros en oído ajeno Ángela regresa a su cama, a la noche, a la nada. La soledad y la culpa han creado una capa espesa en el ambiente,  tan plomizo que ya resulta tóxico. El brillo de los ojos negros y retadores, que un día cruzaron la puerta de seguridad, ha mutado en ojo mate, y la mirada retadora es ya sumisión y cansancio colgando en grandes bolsas bajo los ojos. La piel del rostro acusa un desgaste prematuro y las mechas multicolores que ingresaron en prisión se han rendido en una melena resbaladiza sobre el chándal azul. Los días pares amanece paciente y apática y los impares agresiva y con ganas de revancha.

Al mismo ritmo que reptan las humedades por las paredes de la celda se ensancha el volumen de sus muslos, de sus pechos, de sus brazos que, aun así, no consiguen abarcar tanta tristeza acumulada. Ha cambiado tanto que, en ocasiones, le cuesta reconocerse en el espejo de la habitación, demasiado pequeño para abarcar tanta carne y demasiado grande para ocultar el reflejo de su mirada teñida de culpa. Ha decaído el ímpetu de su conversación inicial en la que siempre estaba el mar, su discurso retador mutó en aceptación, sumisión y finalmente mutismo. El oleaje de su voz es un rumor afilado por la pena y la culpa que apenas consigue atravesar el silencio.

Ángela se ha reunido con la psicóloga del centro a primera hora de la mañana, al sueño y al perenne barullo mental se le apilaron mensajes de reinserción, segundas oportunidades, caprichos del destino, libertad, más reinserción… mientras escuchaba la perorata de la mujer de traje sastre, segura de sí misma, destilando firmeza y soltando la letanía aprendida se preguntaba si ella podría haber tenido un traje, un maletín y un discurso semejante de no haber cruzado aquel punto de no retorno.

Debería estar feliz porque la mujer que tenía enfrente con móvil, maletín y muchos documentos anunciaba su primer permiso “en libertad”, en libertad fuera del centro penitenciario. Ángela volvió a su celda arrastrando pies y confusión. Acurrucada en posición fetal, como una niña castigada de cara a la pared, vive y revive el error reiterado, la infidelidad que acabó en bucle caótico, durante horas,  analizó y diseccionó las palabras de la psicóloga. Las repitió y rebatió una a una: “He cumplido mi pena y el estado me concede un permiso como parte de la reinserción. ¿Por qué no me preguntan si me he perdonado yo? Pues no. La culpa crece en mí, la riego cada día para que no muera, no quiero perdonarme ni concederme un solo instante de vida en libertad; pueden sacarme de estos muros si quieren pero mis rejas interiores las abro y las cierro yo y son más fuertes que nunca”. 

La tarde trajo a la noche y la oscuridad a su compañera Laura. En silencio, se tumbó a su lado y anudó los brazos alrededor de la cintura, sintió su frente en la nuca y el oído presto a escuchar. Ángela soltó lastre, y dejó que el oleaje se llevase todo lo que apretaba: “Dicen que el Estado me reinserta por haber cumplido tres años y veinte días, pero yo me niego a admitirlo. ¿Cómo coño voy a reinsertarme si cada lugar, olor y sonido me evocan algo y me preguntarán por qué lo hice, por qué no me resistí a adentrarme en aquel mar embravecido lleno de banderas rojas anunciando peligros? Qué fácil debe ser para ellos darte el perdón rigiéndose por un puto calendario”.

Laura masajeaba la espalda de Ángela en un intento de calmar su angustia. Ángela seguía hablando. “¡Qué sabrá la señorita del maletín de perdones interiores! Para el señor Estado es fácil, desde su situación predominante, tienen escrito lo justo y lo injusto, los meses y días que debes comer rejas para perdonarte, pero no tiene ni puta idea de que ser perdonado es otra cosa, tendría que admitir que actué erróneamente, aceptar la ausencia de voluntad para tomar una decisión acertada, qué sabrán ellos de miedos, huidas y la caída en el foso, tú me entiendes ¿verdad Laura?”. Laura, callada, continuaba acariciando a Ángela.

Llega el día de enfrentarse al exterior, de tirar de manual de supervivencia, exponerse al rechazo, a escenarios que revivirán la tragedia, a silencios que le gritarán su negligencia, olores culpables, paisajes anclados en la memoria que desearía borrar para siempre. A Ángela la quieren reinsertar en una sociedad que ya no siente suya porque ha perdido la ilusión, el pelo multicolor, el olor a mar, la voz, la fe… quiere ser reclusa eterna, pasar desapercibida, desea dormir abrazada a la espalda de Laura y compartir la misma derrota. Se enfrenta a un permiso de tres días con una mochila prestada, con los ojos y oídos embotados de escuchar al resto de compañeras repartiendo consejos y números de teléfono para que contacten con sus familiares y regrese con noticias. De Laura se despidió en la celda con un abrazo, un beso en los labios y la promesa de traer un tarrito de arena de ese mar que ya se asoma en su mirada. Sólo el hecho de mencionarlo, imaginar la arena bajo los pies, el salitre en la piel y el silencio bajo el agua le da el empuje necesario para cruzar la verja.

Han pasado cuatro días.

Ángela es libre. Se ha fugado de sus rejas interiores, meciéndose en la armonía de las olas, en la plenitud del fondo marino. Nadie sabe si recuperó el brillo de los ojos, ni si volvió la paz a su mente y el perdón a su corazón. Ángela cumplió tres años y veinte días de condena social y tuvo la oportunidad de abrir candados y reinsertarse, pero ella prefirió tirar la llave y cumplir su propia condena. No quiso perdonarse.

O no supo hacerlo.