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viernes, 20 de abril de 2012

Coruña




Acabo de dar un paseo por las calles de A Coruña, que es una buena forma de oxigenar el espíritu y tomar la temperatura afectiva a la ciudad. Luce gris y algo desangelado, lo que no es impedimento para que el personal salga a la calle en busca de vida. Por más veces que uno visite un lugar, siempre acabará encontrando algo que no había visto, que no conocía o simplemente algo que había pasado desapercibido. Vuelvo a la céntrica  Oficina de Turismo de María Pita, acaso en espera de que me cuenten algo interesante: puedes visitar este y esto otro. Ah, no sabía de la existencia del monte San Pedro. 
Qué brutín.
En realidad, el obelisco del Milenium sí lo había visitado en otra ocasión. Por su parte, María Pita es una plaza muy bonita, y el centro histórico parece atesorar mucho misterio (esto me quedó algo fuera de madre, lo siento). En este centro está la casa de Pardo Bazán, incluso la de María Pita, y aun el Jardín de San Carlos (lindo lugar para avistar el puerto). 


No me resisto a adentrarme en una librería situada al ladito mismo de la María Pita. Se llama El baúl de los recuerdos y muestra una buena cantidad de libros interesantes a precios re-bajados, de ocasión. Al final, decido hacerme con Aforismos en el laberinto, de Max Aub. Y regreso al hotel a la espera de presentar la fragua. Qué puedo contar, me pregunto. Pues que me hace mucha ilusión presentar en esta ciudad, por la que en verdad siento cariño, y que se me hace familiar. Y que la Casa leonesa, y en concreto Celemín, me brinda una ocasión magnífica. 


Y que ésta es tierra de grandísimos escritores y escritoras, desde los clásicos y siempre modernos Valle, Rosalía, Cela, Ballester, Otero Pedrayo o Cunqueiro hasta autores y autoras contemporáneos como Rivas, Susana Fortes y Blanca Andreu (ambas estuvieron en Tardes literarias en Bembibre) o el caso de Blanca Riestra, que nos deslumbró con La canción de las cerezas y luego compuso su Madrid blues. Riestra también estuvo/moró en la ciudad francesa de Dijon, como este menda. Qué curioso. 


Bueno, continuaré escribiendo pero ahora tengo que ponerme en marcha. Toca presentación. 

Miña terra galega

Recupero este texto, ahora que estoy en A Coruña, momentos antes de presentar mi fragua en la Casa de León en esta ciudad hermosa. Me acompañará en la presentación el amigo Jesús Celemín, Chero. 


Confieso que Galicia, miña terra galega, es un paraíso, tierra amada, útero de excelentes músicos y escritores, lugar de buen yantar, abundante y delicioso, un sitio en el que uno se siente como en casa, tal vez porque un berciano, ya sea del Alto o del Bajo, entona y respira, siente y habla como un gallego. No en balde, alguien me dijo en una ocasión que yo hablaba como la gente de La Coruña, lo que me entusiasma, aunque resulte curioso. 

Bueno, a decir verdad, también hubo un tiempo en que me decían que hablaba como un mejicano/mexica, pero eso fue hace más de quince años. “Se me hace/hase que eres chilango, cabrón”, me dijo un tipo, Héctor, alias El Pollo, en Tepoztlán (Estado de Morelos). Qué buenos recuerdos.

Chilango se les dice, por lo demás, a quienes viven en México, Distrito Federal, acaso la ciudad más grande del mundo. Al final, resulta que uno acaba mimetizándose con el ambiente en el que vive, aunque conviene no perder el norte ni las raíces. “Si no sabes de dónde eres, tampoco sabes adonde vas”, reza un refrán. 

A lo que vamos: La Coruña o “A Cruña” es una ciudad encantadora, sobre todo desde que a alguien se le ocurrió la feliz idea de hacer una ruta para bicis a lo largo del paseo marítimo. Da la impresión de que uno estuviera en Holanda, y a la vez en Buenos Aires. 

La Coruña permanece en mi memoria como aquella ciudad a la que iban a veranear los ricos madrileños, que tenían criada, y de paso se la llevaban con ellos para que ésta (la mucama, pobriña) les siguiera sirviendo en esta ciudad marítima. La Coruña (ahora A Coruña), cuyo símbolo sigue siendo la Torre de Hércules, o el estadio de Riazor, si quien la visita es futbolero, me late una ciudad donde uno viviría la mar de a gusto, y nunca mejor dicho. 


En cuanto puedo, ya sea un fin de semana, largo y “antroideiro” o pachanguero, o lo que se tercie (como en este caso de presentación librera), enfilo viaje a Galicia como quien viajara a un país exótico y a la vez familiar. Además de visitar La Coruña, que ya es una ciudad más o menos conocida, a veces me da por allegarme, cual peregrino, a Santiago de Compostela, esa ciudad gris y lluviosa, que durante la noche se vuelve amarillenta. Y donde está enterrado el excelso Valle-Inclán. Hace unos días nomás visitaba su tumba en el cementerio de Boisaca. Qué pena, que la gente grande se muera.


En ocasiones aprovecho incluso la tirada para visitar o revisitar Iria Flavia, fermoso nombre para un pueblo que vio nacer al gran Cela, y en cuyo camposanto, bajo un olivo y una lápida de granito, reposa el premio Nobel y marqués de esta localidad gallega, que en su día hizo buenas migas con nuestro entrañable Antonio Pereira, tal y como recoge el amigo cacabelense Fermín López Costero en su Catálogo bibliográfico de Pereira: “No he conocido jamás a nadie con más vocación literaria que Antonio Pereira –escribió Cela-, el hombre que nos demostró a todos… que un cuento, por breve que fuere, puede tener la misma entidad… que la novela más compleja”. Pereira también era muy grande, Cela se me antoja un fenómeno (sobre todo el de Cristo Versus Arizona, Mazurca para dos muertos, San Camilo 1936... y Galicia es el lugar al que uno siempre vuelve.

Ahora me voy a dar una vueltina por A Coruña.

jueves, 12 de abril de 2012

Finisterre/Fisterra

Un nombre bien lindo, Finisterre, que la galleguidad ha convertido en Fisterra. El otrora fin de la tierra, entre el sueño y el infinito, se perfila como un lugar cautivador, donde el aire sopla algo frío y las olas del Cabo de la Nave (la punta más occidental de Europa) me hipnotizan. Estoy en la Costa da Morte, otro nombre que nos hace recordar nuestra condición mortal y rosa. Merece la pena, y mucho, asomarse a los acantilados de los confines de la terra. 

Y treparse al pico o monte de San Guillermo, desde donde se tienen vistas al pueblo de Finisterre. Permanezco arrullado en la playa de Mar de Fora, mientras una meiga me susurra desde la Cueva del Encanto.


Prosigo ruta hacia el Faro. 

martes, 3 de abril de 2012

La misa como teatro (y viceversa): tamborreando



           
            En tiempos de tamborreo y procesionamiento, a golpe de saeta, dan ganas de colarse por la gatera, acaso de la surrealidad. ¿Te acuerdas, Miguel, de la gatera conquense? Qué curioso. Oigo los tambores del Apocalipsis en mi letargo vespertino. Tanta procesión tragicómica acaba empachando nuestras ilusiones de adultos rebeldes. ¿O no? Tanto misamen pa' que. Pues para que nos pongan la chola como un bombo o zambombo. A darle al paso.

Si es que uno va a misa (incluidas las procesiones), como quien fuera al teatro a ver una obra de Ionesco. O algo tal que así. Puro absurdo de lección (in)aprendida. Uno va a misa (incluidos los desfiles religiosos) como quien fuera a un melodrama a soplar el saxofón y tocar la pandereta en momentos de arrebato. Ay, diosito de mis entretelas, ayúdanos, que nos tienes a las tres menos cuartillo. Y el que más chifle capador. Como se decía antaño. Capar, vaya palabro más espeluznante. Qué todo sea por la interpretación. Eso sí, a actores no hay quien nos meta mano. O sí. Apuestas, please. 

Hoy te toca a ti que te lean el silabario (el viejo), no creas que te vas a ir de balde, que también tú eres mono de coliseo y hace tiempo que teníamos ganas de clavarte el diente,  o lo que se tercie, ya puestos, y mañana, si no te importa y nos entra la corajina religiosa, rezaremos una novena por las ánimas benditas, que a buen seguro están chamuscando sus pasiones en el brasero de Botero, ya sabes, el archicofrade ese del cuento.
            El próximo domingo le toca a una familia entera que la vistan y la desnuden en un quítame allá esos trapos,  y al siguiente, Dios mediante, le recortarán el traje o el papel a un despistado que hace algún tiempo olvidó acudir a la función de doce. En qué estaría pensando ese pinche güey. Ay, acá se dice mocho de sacristía, beato nomás, pendejo. 

¡No me digas que este rapacín no está en las nubes! ¡Mira que olvidarse que la misa de los domingos es la verdadera función, la que cuenta, o sea! Esto es imperdonable. Tiene delito la cosa.  ¡Fíjate, fulanita de tal, no me digas que aquélla, la del pellejo de zorra,  no tiene pinta de incrédula y de tocar las pelotas al vecino! ¡Fíjate, hasta se come las obleas como si estuviera muerta de hambre! Manda “güevos”, que en este teatro misal no se salva ni Cristo bendito resucitado. Te montan el cirio y te hacen mover el esqueleto cual si fueras un actor, maniquí o pelele del teatro de la muerte de Kantor. ¡Qué grande el director de Cracovia!

            Creo recordar, si la memoria no me traiciona, que  Mallarmé dijo que el teatro es una misa. No importa en verdad quien lo dijera. A lo mejor me salió de adentro. Qué cosas digo. 

Valle-Inclán, cuyos esperpentos tenían mucho de Santa Compaña, también debió decir algo similar. O que la misa es un teatro. En los pueblos del Bierzo (y aun en el resto del orbe cristiano) el paisanaje es muy dado a acudir a misa con la noble intención de interpretar su papelín o papelón/papón. Todos bien ataviados. El vestuario cuenta mucho a la hora de salir a escena. El ropaje es la carne que reviste el alma y la hace parecer aún más decorosa de lo que realmente es. A unos les gusta disfrazar sus sentimientos, y a otros les encanta tragar sus penas en forma de hostia consagrada. Pero el asunto es figurar, estar ahí, mirar, observar, moverse en el espacio escénico, exhibirse en el escaparate de las máscaras, levantar la voz y el corazón al tiempo que el director, espiritual casi siempre,  invita a los feligreses, comediantes todos ellos, a que se den la mano en gesto de amor fraternal.  Qué prosiga la farsa, la farándula y las procesiones semanasantinas (joder, parece que hubiera dicho sietemesinas).