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miércoles, 21 de julio de 2021

Oviedo, exótica y familiar

Recupero estos posts introductorios, que escribiera en Facebook el 10 y el 12 de este mes de julio, hallándome en la ciudad de Oviedo. 

La Vetusta de Clarín me recibe con sus campanadas decimonónicas y el incienso aromatizante de un verano aún pandémico. Con la mascarilla como antifaz del antiguerrero. Prefiero la lírica aunque este sazonada con el condumio de una fabada. Ahora se me fue el santo a los cielos astures.


La estatua de Allen también me da la bienvenida en la ciudad carbayona, lo cual agradezco. Tantos recuerdos tengo de esta ciudad. El cine de este tipo me sigue pareciendo divertido y a la vez con una potente carga filosófica. Y Oviedo tal vez sea ese lugar exótico como un cuento de hadas y princesas. Por eso le dicen el Principado a esta tierra. ¿Verdad?

Oviedo es una ciudad familiar, en la que pasé algunos años de mi mocedad, siendo estudiante en su Universidad, cuando tan sólo era un rapaz con las ilusiones intactas y todo un futuro por delante, con lo cual los recuerdos siempre son buenos. 

Oviedo es una ciudad a la que he vuelto en diversas ocasiones después de cursar mis cinco cursos en la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación  desde mediados de los ochenta hasta el noventa del pasado siglo... Cuántos recuerdos y qué veloz transcurre el tiempo. Si parece que fuera ayer mismo. 

En aquel tiempo, ya lo he contado en alguna ocasión, escuchaba con entusiasmo un programa de radio, en Radio 3, RNE, conocido como el poema homónimo de Valle-Inclán, Rosa de Sanatorio, que conducía con arrojo, inteligencia y talento el periodista y escritor José Luis Moreno-Ruiz, que tan buenos consejos me diera siendo un jovencito. Y hasta premiara alguno de mis textos, digamos poéticos, como Esa señora metafísica, que a decir verdad no he llegado a publicar en este espacio bloguero. En algún momento lo haré, aunque ahora ya no esté en cuerpo el gran Moreno-Ruiz, al que nunca olvidaré, porque, además, llegó a presentar mis Mapas afectivos en la casa leonesa de Madrid. 


Decíamos ayer... y ya han transcurrido más de treinta años, que se dice pronto pero no se entama tan bien. Me asalta la nostalgia, siempre la morriña, tal vez porque uno es berciano-leonés y galaico y astur. Qué lástima que la gente válida se muera. Qué triste que todo acabe desapareciendo. Si es que la vida es un suspiro, sobre todo cuando uno goza de una vida amable. Y en este sentido, al menos hasta la época presente, no debo quejarme. 


Echando la vista atrás, en realidad los sentidos al completo (algo que no resulta del todo fácil) creo que en Oviedo pasé unos años/cursos preciosos, porque entonces todo era vida y dulzura, esperanza nuestra (parece que me aflora un catolicismo recalcitrante). Y en verdad que en Oviedo perdí la poca fe que ya albergara siendo un adolescente, porque en la Facultad me encontré con el maestro Gustavo Bueno, que caló hondo en mi espíritu, ya para siempre. Y algún que otro profesor, como ya he señalado en algún momento (véanse Manuel Fernández Lorenzo o el propio Marino Pérez). 


Se nota que voy haciéndome viejo, que ya me repito como un reloj de los de antaño, "reloj de repetición", se decía otrora. "Reloj de repetición", decía mi padre, que también tendía a la repetición, si es que cada día me parezco más a él. Qué cosas causa la genética (habida cuenta de que los cacharros acaban pareciéndose a las ollas). Y también la educación. Pues uno acaba imitando patrones de comportamiento. Y eso lo sabe bien la psicología conductual. No en balde, algo estudié al respecto. 

Ahora me doy cuenta de que uno empieza a ser algo pesadín. Disculpadme. Es la edad. Y aunque sé o siento, ahora más que nunca, que en Oviedo viví años magníficos, en aquel momento -en el que estaba descubriendo el mundo, la condición humana-, sentía deseos de ir más allá, aunque fuera en el más acá (del lado de acá, de allá y también de otros lados, con un guiño a Cortázar), de conocer otros mundos, otras culturas. Ya en esa época mi pasión por viajar se había desatado. Y deseaba ver más allá de mis napias, volar, acariciar otros horizontes, acaso de ensueño. 


Ahora pienso, también, que aquella podría haber sido una buena época para conocer más y mejor las Asturies de los míos amores. Pero uno estaba enfrascado en sus estudios, que no era poca tarea, porque había que aprobar, a como diera lugar, la carrera en los cinco cursos establecidos. Ni uno más. Y tampoco se planteaba uno mucho más que recorrer la ciudad vetustense, que tampoco era mala idea. Bueno, alguna escapada a Gijón sí que llegué a hacer. Y luego en verano a Arriondas o Ribadesella, por ejemplo. De Arriondas tenía algunos compis de piso estudiantil como Celestino y Víctor (Vito), qué será de estos cuates. 

Celestino estudiaba Filología Hispánica y su padre era de un pueblo de la Tierra de Campos leonesa, aunque él presumía de ser muy astur. Y León le parecía una cosa menor. No obstante, a pesar de sus rarezas, Celestino era un buen guaje. Y Vito, que estudiaba Química(s), también era un chaval estudioso y simpático. Buena gente. 

Tampoco me olvido, mientras habitaba la capital asturiana, de aquellos mis viajes al País Vasco, donde vivieran mis hermanas mayores, sobre todo a Bilbao, en cuyo trayecto siempre me topaba con Llanes, la bella población de indianos y playas fantásticas, con cierto exotismo, como si uno se transportara a otro mundo. "Vamos a parar en Llanes", eso recuerdo como si fuera hoy mismo. Un exotismo que, por lo demás, nunca llegué a percibir en la urbe carbayona, como dijera el genio Woody Allen en su visita a la ciudad a principio de los dos mil, cuando uno ya estaba enrolado en la aventura de la Escuela de Cine de Ponferrada. Por cierto, en expedición fuimos a visitar Oviedo y por supuesto a saludar al autor de películas tan singulares como Manhattan o Annie Hall. Y ahí que llegamos a darle la mano al señor Allen en el Hotel Reconquista, que parecía tan asustadizo, con su hija al cuello, como si estuviera interpretando alguno de sus neuróticos papeles. 


Woody Allen, a quien también he tenido la ocasión de ver y escuchar en concierto en lugares como Madrid, Coruña o Nueva York (en concreto en el Michael's Pub de Manhattan), llegó a decir, en su visita a Oviedo, que se trataba de una ciudad exótica. No se extraña uno de que un tipo que vive en Nueva York pueda decir algo así. "Una ciudad exótica... como un cuento de hadas... con príncipe incluido", llegó a declarar Woody Allen, que goza de una estatua en esta ciudad. Hoy habría que decir con princesa incluida. 

En mi reciente y hasta ahora última visita a Oviedo (espero que no sea la última, que uno siempre espera algo más, que el presente se haga futuro al caminar) me he sentido como en casa. Y he notado esa familiaridad, esa cercanía en sus gentes, como si uno fuera mismamente astur, que lo soy. A este respecto, cabe señalar que próxima a la ciudad de Oviedo existe una aldea llamada Cuenya, topónimo que da nombre a mi apellido. Así que me declaro astur sin más. En esta mi visita recorrí lugares de siempre, como la  emblemática calle Uría, donde hasta una chica, a la altura del parque de San Francisco, me saludó, así de pasada. Creo que me confundió con alguien. Pero eso ya da muy buenas vibras, como se dice ahora. 


Recorrí lugares como el entorno de la catedral, que me devolvió a Clarín y su Regenta, el Fontán (está muy bello este sitio), la gastronómica y atestada calle Gascona, donde se escancia sidra como si fuera agua del manantial, incluso llegué a yantar fabada (eso no puede faltar en una visita a Asturias) enfrente de la Academia de la Llingua Astur...  Y  me allegué al Campillín, aunque intencionadamente no me acerqué a la calle donde viviera durante una gran parte de mi estancia estudiantil en Oviedo. Creo que sentí melancolía. Y es que uno es de carácter melancólico, morriñoso, que diríamos/decimos en el Bierzo. 

Oviedo me dejó tan buen sabor de boca, que volveré. Eso espero y deseo. Hasta la próxima parada. 


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