Os dejo este relato que escribiera para un concurso de relatos de Quintana de Fuseros.
Aquel día no tendría que haber abandonado la
cueva, pero mis ganas por recorrer los montes y bosques me llevaron hasta el
despeñadero. Siempre pensé que cada cual tiene un destino, aunque a estas
alturas creo que el destino se lo labra uno mismo con su forma de ser y de
actuar.
Aquel día, lo recuerdo bien, el viento soplaba como un disparo a
bocajarro, negro como una noche cerrada, con la inconfundible fragancia otoñal
y el gusto embriagador a madroño y a miel.
Vagué durante horas entre la espesura de aquel paraje frondoso, que me pareció habitado por los sueños que se tejen en antiguos telares con la textura de la miel. Y pude comprobar que el horizonte se curvaba desde aquel pico que había alcanzado en un abrir y cerrar de ojos, lo que me procuró una placentera sensación de libertad. Por instantes, me sentí feliz, aunque no tardaría en descubrir que, tras ese estado, se escondía agazapada la fatalidad.
Capaz de desafiar cualquier contratiempo, arrojé la vista al cielo, que
se abrió ante mí con la belleza anubarrada de lo incierto.
Cuando quise darme cuenta, un sonido proveniente del mismo fondo del
valle impactó sobre mi cuerpo. Y luego otro estruendo, aún más diabólico, hizo
que me desplomara desde aquel peñasco, donde por momentos había olfateado una braña
y unas colmenas.
El tío Perruca, que así le llamaban en la zona a aquel tipo, había
logrado acabar conmigo, que siempre fui un animal pacífico.
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