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lunes, 21 de octubre de 2024

A horcajadas, por Azucena Martín Moro

     (Curso de composición de relatos y microficciones, nivel intermedio, UNED de Ponferrada, impartido por Manuel Cuenya)

        Ella se hizo la encontradiza, pero, en realidad, llevaba esperándolo un rato. Desde donde se encontraba había podía observarlo sin que él se diera cuenta.

Había pasado un mes desde la última vez que se habían visto, un mes desde que habían hecho el amor por última vez o, mejor dicho, desde que ella hiciera un intento desesperado de mantenerlo a su lado utilizando el sexo como maniobra de atracción asegurada.

Se habían separado unos meses antes, pero él quiso mantener su promesa: la recogería en Madrid cuando el curso, al que había asistido, acabara, y la llevaría al lugar donde la esperaban sus hijos.

A ella le “tocaba” su mes de vacaciones, según el convenio regulador. 


         Cada vez que se encontraban después de la ruptura de común acuerdo, algo se revolvía en su interior al dar y recibir ese beso, cordial para él; frustrante, cruel, amargo, para ella. Ausencia de roce en los labios, de dientes mordisqueándolos, de lengua recorriéndolos, plegándose y desplegándose, inicio recurrente de lo que en el mundo animal sería un ritual de apareamiento. En esto consistió su último encuentro.

    Emprendieron el viaje de vuelta después de comer. Su conversación en el coche se podía calificar de anodina, intrascendente, neutra, una manera de eludir cualquier referencia personal. Fría, triste, dolorosa, para ella. La música sonaba en la radio del coche, que saltaba de emisora en emisora por la escasa cobertura en algunos trayectos. Circulaban por el tramo de la autovía abierto hacía solo unos meses, cerca del lugar donde tuvo lugar una “ceremonia de despedida" (sin saberlo entonces) en un paraje escondido entre robles y matojos, fundidos en una mezcla de amor y sexo.

    El recuerdo de esa escena en el coche, y de otras tantas similares en lugares apartados (las aguas de un río en la montaña, la hierba en un monte…) provocó en ella una mezcla de excitación y angustia por tener que obligarse a sí misma a refrenar el impulso que en otras oraciones había encontrado respuesta inmediata en él. Pero, en uno de esos cambios de dial, los acordes de la que fue “su canción” rompieron el dique de contención existente entre ellos tras la separación.

    Ella colocó su mano izquierda en la pierna de él y sus dedos se deslizaron hasta alcanzar la cremallera del pantalón en una simple caricia que provocó una reacción inmediata. El desvío cercano, que la nueva ruta no había anulado, el camino pedregoso, el polvo, y un brusco frenazo. A horcajadas en el asiento del coche, profunda y rápidamente.

    Faltó “el piel con piel”, el recorrido de su cuerpo lamiendo de arriba abajo cada una de sus curvas hasta llegar a los labios que esperan recibir mucho más que besos con o sin lengua. Faltó el “hueles a ti”. Faltaron las palabras de amor mezcladas con las de deseo… Calor, cristales empañados, jadeos, movimientos convulsos, excitación, desahogo.

Un encuentro sexual. Sexo sin amor.

El resto del viaje, un silencio no pactado; y el beso de despedida anulado por miradas culpables y arrepentidas. Y la certeza de que todo había acabado entre ellos.

Ella se hizo la encontradiza, pero, en realidad, llevaba esperándolo un rato. No sabía para qué.

Desde donde se encontraba había podía observarlo sin que él se diera cuenta. Ya no era el mismo: se había mimetizado en un hombre acorde con la mujer que iba cogida de su mano. Había pasado un mes desde la última vez que se habían visto, un mes desde que habían hecho el amor por última vez o, mejor dicho, desde que ella había hecho un intento desesperado de mantenerlo a su lado utilizando el sexo como maniobra de atracción asegurada.

El intento fracasó, pero el sexo fue un éxito.

 

 

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