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martes, 9 de noviembre de 2010

Bragança

Ciudadela de Bragança
Entrada al castelo
"... tome este libro como ejemplo, nunca como modelo", dice Saramago acerca de su Viaje a Portugal. Y añade: "la felicidad, sépalo el lector (o lectriz, dice este menda), tiene muchos rostros. Viajar es, probablemente, uno de ellos. Entregue su flores a quien sepa cuidar de ellas (vaya este guiño para ti, dice este humilde andarín), y empiece. O reempiece. Ningún viaje es definitivo". Es probable, si el maestro lo asegura, que ningún viaje sea definitivo, mas algunos viajes lo dejan a uno como nuevo, de polvo y paja, aseado y presto para elevarse a los cielos, a sabiendas de que, a menudo, conviene tocar tierra. En estas andaba el viajero (que dice Saramago y posteriormente Llamazares, acaso por influencia del Nobel portugués) cuando de repente se apareció Bragança en la lejanía (que lontananza quedaría cacofónico, o tal que así, ¿no?).

Panorámica desde el Castelo
Después de los muchos kilómetros recorridos, en realidad no tantos, aunque al viajero le parecieran muchísimos, acaso porque atravesó La Cabrera, se detuvo en las sanabrias zamoranas, y luego emprendió ruta hacia la raya, la frontera (qué temblequera le da la viajero, a uno mismo, cada vez que alguien pronuncia este término separador: frontera).
Bragança no se le apareció a este viajero bajo la forma de "una luciérnaga inmensa... entre las sombras de las colinas y de los pinos que la rodean", sino que se le presentó como vacía, desaborida, como si de repente hubiera desaparecido su población. El viajero, que no era la primera vez que viajaba a esta ciudad, se quedó como fuera de sí, al comprobar que en verdad no había ni un alma por la calle, ni siquiera a quién preguntar, para tomar alguna dirección adecuada, tal vez algún hotel. Por fin, y después de algunos rodeos, da con el hotel Ibis, que para una ciudad como Bragança (Braganza), más bien pequeñita, queda algo alejado del centro histórico. Es probable que no haya más de un kilómetro y medio hasta el castillo, mas al viajero se le antoja lejos (o se siente perezoso, a él que le entusiasma caminar).

Castelo de Bragança
Pregunta, en el hotel, titubea unos segundos, y decide acercarse al meollo del cogollo. No hay nada mejor que alojarse en pleno centro, al lado de lo que realmente merece la pena. Un hotelito próximo al castillo le parece la mejor opción. Pues, venga, ya está, aquí mismo. El hotel tiene una pinta algo extraña desde fuera. Se trata de un edificio enorme, alto y encementado, como hecho con prisa y en época sub-desarrollista, pero desde el sexto piso (cree recordar) se gozan de vistas increíblemente hermosas sobre el castelo. A tiro de piedra, como suele decirse de un modo algo vulgar, el viajero trepa por una cuesta en dirección a esta fortaleza, que se le antoja una verdadera maravilla. Y es que al viajero le entusiasman los castillos, quizá porque en su interior anida algún templarín de raigambre galaico-berciana (esto es un decir).

El viajero se adentra en esta ciudadela medieval, por la parte trasera, con gusto y el sentimiento de redescubrir algún tesoro escondido. No se acuerda de que la entrada es gratis, lo que agradece. Y se dispone a recorrer su muralla, como si en un abrir y cerrar de ojos se encontrará en la ciudad de Lugo, por la que el viajero siente tanto cariño. Esta es una auténtica ciudadela, porque en su interior no sólo existe un castillo, que domina la ciudad, y una iglesia, sino múltiples casas, con sus cubiertas de teja, aunque todas ellas blanquedas con el inmaculado color de lo etéreo, y aun una Domus municipalis, edificio emblemático y con solera, donde en tiempos medievales se reunía el concejo local (el "ajuntamiento" quizá más antiguo de Portugal).

La Domus al fondo, junto a la torre de la iglesia

 Desde el Castelo de Bragança
Como por encantamiento, mientras el viajero recorre la muralla, se le aparece un arco iris, símbolo de algún instante de felicidad, que invita a saborearlo en toda su plenitud. Unas magníficas y excitantes vistas sobre la ciudad son motivo más que suficiente para justificar este viaje a Bragança.

La bajada a la ciudad, por una estrecha y pintoresca callejuela, resulta todo un placer. Si bien la ciudad parece dormida en su historia. Entonces, el viajero se acuerda de un restaurante, que le sugirió su amigo Miguel Varela, y se dispone a buscarlo. Ya va siendo hora de echar un bocado y un vaso, porque los portugueses no son tardones como nosotros, los españolitos, para cenar, ni siquiera para comer. Los portugueses tienen horarios de comida que se asemejan más al estilo francés. O eso cree el viajero.

Lástima, el Solar Bragançano está cerrado, o eso parece. No hay ningún cartel ni indicación que diga lo contrario. Tampoco es que el apetito apriete, mas ya va siendo hora, o eso siente el viajero, que se dirige hacia la estación de buses, en busca sin duda de algún restaurante, y atraído asimismo por el hotel en que se alojara la vez anterior, próximo a esta estación de viaje. Al viajero, dicho sea de paso, le gustan las estaciones, ya sean de tren o de bus, incluso las cutres.

Después de un paseo calle arriba, se topa con un monumento al cartero, que devuelve al viajero a una entrañable morriña. Le hace alguna foto, como prueba de su afecto por esta figura emblemática, y se encuentra, casi por casualidad (lo que no es del todo cierto) con el hotel donde el viajero pernoctara hace unos dos años. Este también hubiera sido un buen lugar para pasar la noche en esta ocasión, se dice el viajero como con pena. Otra vez será. El hotel que ha elegido para esta ocasión tampoco está nada mal, aunque la primera impresión no fuera la mejor.

Entretanto, el viajero encuentra un sitio para comer, al lado mismo de su hotel de hace tiempo. Se trata de un asador. Qué buena pinta. El viajero, nada más ver los rostizados de carne, comienza a segregar saliva. El sitio, además de limpio, resulta muy agradable, y como toda la ciudad, está vacío de gente. Será porque hoy es fin de semana, le digo al camarero. Si fuera domingo -explica convencido y amable el mesero-, aún sería peor. Pues, vaya telar.

En realidad, el viajero agradece, y mucho, que no haya rebaño, ni manada, porque éste, "aunque no es turista -que diría Llamazares-, o al menos así lo cree (turista es el que viaja por capricho y viajero el que lo hace por pasión)", se siente contento por el solo hecho de haber llegado a Bragança, y también porque se siente acompañado (por su amiga del alma, por fortuna, aunque esto quizá no sea necesario contarlo). El viajero (y la viajera) comen con ganas. Y deciden, antes de regresar al hotel, darse otro paseíto por la oscura y "desangelada" noche bragantina. Algo caliente ayudará, sin duda, a conciliar el sueño. El castillo, en la noche, se muestra incluso más bello que durante el día.
A la mañana siguiente, Bragança queda literamente envuelta por una niebla atroz. Y el viajero decide dejar la ciudad, con cierta nostalgia, porque es probable que sea alguien ilusionado, aunque en estado permanente de melancolía, esto es un berciano de pura cepa sentimental.

El viaje continúa por tierras "trasmontinas" o trasmontanas en dirección a Mirandela.

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