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martes, 22 de agosto de 2017

El viaje como genuina escuela de saber

Viajar, con ojo crítico, con pensamiento dialéctico y olfato apasionado, ayuda a quitarse las telarañas, incluso mentales. Viajar te despeja la mente y te abre a otros horizontes. 
Viajar resulta instructivo y estimulante.
Hay que viajar, a como dé lugar, donde sea y como sea, aunque uno tenga que agarrar un vagón de segunda o tercera. 
Dordrecht al fondo

Viajar para abrazar nuevas sensaciones, viajar para nutrirse de vida. Viajar como un modo de confrontarse con tu propia vida. Y por supuesto con otras vidas, otras gentes, otros paisajes. Viajar para retratar el mundo, captar colores, sorber aromas, acariciar el firmamento, respirar nuevos aires, cargar pilas, salir de la cueva, espabilarse, perderse y reencontrarse. 
No hay nada mejor que viajar, ni siquiera la lectura, que te sumerge en otros mares y lagos, la lectura como algo esencial (tampoco debemos olvidarnos) porque el viaje te transporta a otros mundos, aunque esos mundos formen parte del mismo universo.
El viaje como escuela, genuina escuela de saber, de sabor (de repente me asaltó Radio Futura), en la que uno siente la libertad, el movimiento (motion) y la emoción (emotion) de estar activo, de estar y ser, en comunión eucarística con el mundo. 
El viaje, ya lo he escrito en cierto sentido, como una manera real y efectiva de fijar mapas y planos, ciudades y lugares en la retina de tu memoria afectiva, de tu memoria visual y olfativa. 
Hacia Rotterdam por el río oude Maas

Viajar a Holanda (país por el que siento auténtica devoción) es como viajar al interior de uno mismo, bucear  en el subconsciente, columpiarse en el jardín de las delicias, sentirse en un cuadro de Vermeer. Acabo de estar en los Países Bajos. Recién aterrizado, como quien dice. Y aún con el regusto en los labios, con el sabor del arenque, aderezado con cebolla, en las papilas gustativas. He de confesar que me siento como chutado, aún con las emociones a flor de piel, porque en realidad el viaje, el recorrido por el alfombrado de tulipanes, sobre la luz blanquecina de los cielos flamencos, continúa en mi cerebro, que sigue enganchado a la corriente, continua/alterna, por canales de ensoñación y molinos cervantinos.  
Desde que pusiera por primera vez los pies en Holanda, sentí que este país me había cautivado para siempre. 
Rotterdam a la vista
Eso fue en 1988, lo recuerdo como si fuera hoy mismo (hace ya casi treinta años, que se dice pronto, aunque mal se 'entame'). Y desde aquel preciso instante supe que volvería a Holanda. Son varias las veces que he visitado los Países Bajos, los tercios de Flandes, siempre con agrado y entusiasmo. 
En el útero de Gistredo recuerdo a dos paisanos que vivieran en Holanda (aún viven, por fortuna, aunque ahora estén en el Bierzo): uno es Avelino, el hijo de Aurelio el Panadero. Ahora que lo pienso, me encantaría hablar con él acerca de su experiencia en Nederland. 
Llegada a Rotterdam en barco, con su puente Erasmo (Erasmusbrug)
Y el otro es Paco, alias Paquillines, con quien sí he tenido la ocasión de charlar en más de una ocasión sobre su aventura holandesa, 
en concreto en Eindhoven (la ciudad de la Philips), a la que este penitente fuera a parar en su/mi último viaje. Lástima que no hiciera ni una foto de la misma. Bueno, en realidad, allí aterricé, nomás. Y desde Eindhoven puse rumbo a Dordrecht en tren. 

Adentrarse en este país en waterbus, a través del río oude Maas, desde la población de Dordrecht hasta Rotterdam, resulta fascinante, sobre todo si ese paseo en barco se realiza en compañía de una buena cicerone. 


Contaré esto y mucho más en la siguiente entrada. Ahora toca descansar algo y rememorar todo lo que ha dado de sí este intenso y sabroso viaje a Holland. 

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