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lunes, 14 de agosto de 2017

Alucinación, por Paco Pacios

Enhorabuena, Paco, por este relato publicado ayer domingo día 13 en La Nueva Crónica, que forma parte de los cursos de escritura que tengo a bien impartir en la ULE.
Un relato en el que se intuye, al inicio, esa ruta del útero de Gistredo, que me ilusiona. Y luego bascula hacia otra realidad o irrealidad, alucinada por su prota. El universo de los trastornos, en el que a decir verdad nos hallamos todos los seres humanos (aunque algunos y algunas no lo crean) da mucho juego. Y tú has sabido sacarles partido. Pues es, a seguir jugando... con las palabras en esta cancha de la vida, que por instantes se nos revela absurda.                 


Tras una apariencia inicial de cuento de hadas, Francisco Pacios nos va adentrando en la mente de un ser que ve lo que otros son incapaces de ver y sentir. Un relato escrito con sensibilidad, que nos ayuda a reflexionar acerca de la condición humana y ese mundo de los trastornos, en el que podemos hallarnos todas las personas, incluido el protagonista de esta historia.  
(Manuel Cuenya)

Caminaba una fresca mañana por una zona boscosa, siguiendo la ruta de una senda, bien trazada por su uso frecuente, que me alejaba del pueblo en busca de soledad. Era temprano, pero el sol ya comenzaba a filtrarse entre las hojas de los frondosos árboles, invadiendo la intimidad del lugar, medio selvático, tal era la cantidad de castaños, carballos, retamas, etc., que allí se prodigaban. Los pajarillos entonaban sus alegres trinos con la llegada de la luz y el calor.
Me sentí tan a gusto, por una parte disfrutando del entorno, inspirando con fuerza  para llenar mis pulmones de un aire puro y limpio, que, al rozar mi pituitaria, dejaba que se  impregnase con una mezcla de distintos aromas: húmedos, por la proximidad del río; dulces, por las numerosas flores silvestres; y acres, provenientes de la propia tierra. Y por otra, porque el calor resultaba tan agradable a aquella hora, que decidí hacer un alto en el camino. Me senté sobre una gruesa raíz superficial, y recliné mi espalda contra el tronco de un enorme castaño, que por su tamaño debía de ser milenario. El sol acariciaba mi cara, produciéndome una agradable sensación, y  hasta algo de sopor. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero me sobresalté al escuchar cómo una voz femenina, y sumamente delicada, se dirigía a mí.
Sorprendido, pues no había escuchado paso alguno, respondí instintivamente a su saludo, a la vez que dirigía mi mirada, ahora sí, a mi interlocutora, aparecida de la nada. Era una joven bellísima, virginal. Tenía los cabellos rubios, cuidados y peinaba media melena. Sus ojos eran claros, entornados, quizá debido a la claridad del sol, también me parecieron escudriñadores y enigmáticos. Su nariz estaba muy bien perfilada. Y sus labios carmesí, esbozaban una tierna sonrisa. Vestía una especie de túnica, de un blanco resplandeciente, que le cubría un cuerpo delgado y esbelto. Por momentos, me pareció que me hubiera adentrado en un cuento de hadas, siendo ésta la más hermosa de todas ellas.
¿Va camino de las fuentes medicinales? —me preguntó. Y sin darme tiempo a replicarle me advirtió: Pues tenga mucho cuidado para no caerse, porque hay un trecho muy empinado y resbaladizo.
Gracias —acerté a decirle a pesar de mi embobamiento.
Acto seguido, continuó su marcha, caminando con tal gracia que daba la impresión de flotar en el aire, dando pasos cortos, ligeros, moviéndose,  con tal elegancia, que parecía una bailarina. A su paso, el ambiente quedaba impregnado con un delicioso perfume de amapolas que, por momentos, me transportó a los agostados campos de Castilla durante el verano.

Me quedé tan enfrascado mirando cómo se alejaba, que no sé cuánto tiempo permanecí inmóvil, hasta que desapareció, esfumándose en un recodo de la senda.
Cuando logré salir de mi arrobo, me incorporé y continué mi camino, preguntándome si aquello sería fruto de mi imaginación. Lo cierto es que su  imagen rondó mi imaginación durante años, sintiendo vivos deseos de un reencuentro con ella. Invadía  mis pensamientos continuamente durante el  día, y era la protagonista de mis sueños cada noche.
Hice muchísimas veces el mismo recorrido hacia aquellas “fuentes”, haciendo coincidir incluso el horario, pero no fue posible hallarla. Llegué a intentarlo a diario. Tal era el poder de aquel recuerdo, que se convirtió en obsesivo. Mi mujer, a la que había descuidado bastante, tras advertirme que si no cambiaba se alejaría de, un buen día lo llevó a cabo iniciando una relación con otro individuo. Pero no me inquietó en absoluto. Mi preocupación era otra.
Dejé de asistir al trabajo, y si lo hacía, permanecía sentado, pero completamente ausente. No tardaron en despedirme, porque los mandamases pretendían que me olvidara de mi ilusión y me ocupase del trabajo. ¡Pobres idiotas!, nadie era capaz de comprenderme.
Cuando el tiempo parecía mitigar algo mi sentimiento, un día, que me encontraba deambulando nervioso por unos pasillos interminables -no sabía muy bien qué hacía allí-, divisé a lo lejos, caminando hacia donde yo me encontraba, una mujer esbelta y delgada, enfundada en un  pantalón blanco, a juego con una chaquetilla y unos zuecos del mismo color. La blancura personificada. Caminaba con paso corto y ágil, como si sus pies no rozasen el suelo, con la delicadeza de una bailarina. Conforme se aproximaba a mí, fui descubriendo otros detalles. Sus cabellos rubios estaban muy cuidados, y peinaba media melena. Sus ojos eran claros, entornados, escudriñadores, y  enigmáticos. Su nariz estaba muy bien perfilada. Y sus labios carmesí esbozaban una tierna sonrisa.
Era ella, la misma joven que había ocupado mi corazón durante años. Entonces, algo se reavivó en mi interior con fuerza. Decidido, pero con sumo cuidado para que no se sintiera ofendida,  me dirigí a ella:
Señorita, disculpe. Yo, la he soñado desde hace años como el ser más bello de la tierra.
—Buenos días, señor —me contestó con voz muy suave, a la vez que, sin detenerse, continuaba su camino, con la  misma elegancia que había llegado, desapareciendo al fondo del pasillo, de igual modo que lo había hecho en el encuentro anterior.
A su paso, el ambiente se impregnaba de un delicioso perfume a amapolas que, por momentos, hizo que me sintiera en medio de los agostados campos de Castilla en verano.
Inmóvil, permanecí mirando hacia ningún lugar, -no sé cuánto tiempo permanecí así-, hablando conmigo mismo.
Los mismos cabellos, los mismos ojos, la misma nariz, los mismos labios, la misma voz, el mismo caminar…, el mismo perfume…”.
De pronto, sentí la necesidad de correr en su búsqueda. Lo hice por aquel pasillo, pero no la vi. Recorrí otro pasillo, y otro…, y otro…, con resultado negativo. Busqué y rebusqué frenéticamente, apartando a la gente, mirando cara por cara, pero todo fue en vano. Creo que recorrí todo el edificio de arriba abajo, sin dejar rincón alguno sin comprobar, ni persona por observar,  en mi afán de dar con ella. Todo el mundo me miraba con cara extraña.
Cuando sofocado, estaba en la planta baja, al lado de la puerta de salida, con intención de buscar por los alrededores, a sabiendas de que no podía estar muy lejos, unos brazos vigorosos me agarraron impidiéndome moverme. En volandas me llevaron del lugar, haciendo caso omiso de mis quejas. Eran dos hombres vestidos de blanco, con aspecto de gorilas, así eran de corpulentos, que me decían, casi voceando y de un modo repetido:
No puedes salir, lo tienes prohibido ¡Suéltenme, se lo suplico, tengo que encontrarla! —les imploraba.
Tras un largo recorrido, me introdujeron en un cuarto completamente cerrado y con las paredes acolchadas, mientras cerraban la puerta, una puerta sin manilla por dentro.
—¡Ya está bien de fugas, así no te escaparás de nuevo —me gritaban aquellos seres.
Cuando comprobé que se habían marchado, aturdido y asustado, traté de incorporarme pero no pude, apenas conseguía moverme, sin saber por qué.
Esos gorilas me pusieron, encima de mi fino traje blanco a rayas, una chaqueta, pero del revés. Me la abrocharon por detrás. Ahora no puedo mover los brazos. ¡Serán imbéciles! ¡Abran la puerta, estoy mal vestido y así no voy presentable si ella aparece…! — grité con furia.
 Con gran dificultad, reptando, conseguí apoyar mi frente en un lateral y logré, a duras penas, incorporarme. “Al menos ahora podré utilizar mis piernas para llamar”. Pateé con fuerza la zona donde suponía que estaba la puerta hasta  sentir un dolor atroz en los dedos de mis pies. Nadie parecía escucharme. Traté de liberar mis brazos de aquella chaqueta que tenía puesta del revés, pero fue inútil. Me dolía todo el cuerpo por el esfuerzo realizado. Estaba desesperado. Quería llorar.
“Tengo que salir de aquí. He de dar con ella. Tengo que salir… No puedo perder más tiempo… No puedo permitir que desaparezca de nuevo…  Tengo que salir como sea. ¡La ventana, colocadme otra vez la ventana! ¡Sois unos malnacidos…! Ahora me acurrucaré en este rincón. Esperaré en silencio. En cuanto se abra de nuevo la ventana, saltaré a la calle antes de que me la vuelvan a tapiar… ¡Tengo que encontrarla! ¡Tengo que encontrarla!...”.


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