Enhorabuena, Paco, por este relato publicado ayer domingo día 13 en La Nueva Crónica, que forma parte de los cursos de escritura que tengo a bien impartir en la ULE.
Un relato en el que se intuye, al inicio, esa ruta del útero de Gistredo, que me ilusiona. Y luego bascula hacia otra realidad o irrealidad, alucinada por su prota. El universo de los trastornos, en el que a decir verdad nos hallamos todos los seres humanos (aunque algunos y algunas no lo crean) da mucho juego. Y tú has sabido sacarles partido. Pues es, a seguir jugando... con las palabras en esta cancha de la vida, que por instantes se nos revela absurda.
Tras una apariencia inicial de
cuento de hadas, Francisco Pacios nos va adentrando en la mente de un ser que
ve lo que otros son incapaces de ver y sentir. Un relato escrito con
sensibilidad, que nos ayuda a reflexionar acerca de la condición humana y ese
mundo de los trastornos, en el que podemos hallarnos todas las personas,
incluido el protagonista de esta historia.
(Manuel
Cuenya)
Caminaba
una fresca mañana por una zona boscosa, siguiendo la ruta de una senda, bien
trazada por su uso frecuente, que me alejaba del pueblo en busca de soledad. Era
temprano, pero el sol ya comenzaba a filtrarse entre las hojas de los frondosos
árboles, invadiendo la intimidad del lugar, medio selvático, tal era la
cantidad de castaños, carballos,
retamas, etc., que allí se prodigaban. Los pajarillos entonaban sus alegres
trinos con la llegada de la luz y el calor.
Me
sentí tan a gusto, por una parte disfrutando del entorno, inspirando con
fuerza para llenar mis pulmones de un aire
puro y limpio, que, al rozar mi pituitaria, dejaba que se impregnase con una mezcla de distintos aromas:
húmedos, por la proximidad del río; dulces, por las numerosas flores
silvestres; y acres, provenientes de la propia tierra. Y por otra, porque el
calor resultaba tan agradable a aquella hora, que decidí hacer un alto en el
camino. Me senté sobre una gruesa raíz superficial, y recliné mi espalda contra
el tronco de un enorme castaño, que por su tamaño debía de ser milenario. El
sol acariciaba mi cara, produciéndome una agradable sensación, y hasta algo de sopor. No sé cuánto tiempo
transcurrió, pero me sobresalté al escuchar cómo una voz femenina, y sumamente
delicada, se dirigía a mí.
Sorprendido,
pues no había escuchado paso alguno, respondí instintivamente a su saludo, a la
vez que dirigía mi mirada, ahora sí, a mi interlocutora, aparecida de la nada.
Era una joven bellísima, virginal. Tenía los cabellos rubios, cuidados y
peinaba media melena. Sus ojos eran claros, entornados, quizá debido a la
claridad del sol, también me parecieron escudriñadores y enigmáticos. Su nariz
estaba muy bien perfilada. Y sus labios carmesí, esbozaban una tierna sonrisa. Vestía
una especie de túnica, de un blanco resplandeciente, que le cubría un cuerpo
delgado y esbelto. Por momentos, me pareció que me hubiera adentrado en un
cuento de hadas, siendo ésta la más hermosa de todas ellas.
—¿Va camino de las fuentes medicinales? —me
preguntó. Y sin darme tiempo a replicarle me advirtió: Pues tenga mucho cuidado para no caerse, porque hay un trecho muy
empinado y resbaladizo.
—
Gracias —acerté a decirle a pesar de
mi embobamiento.
Acto
seguido, continuó su marcha, caminando con tal gracia que daba la impresión de
flotar en el aire, dando pasos cortos, ligeros, moviéndose, con tal elegancia, que parecía una bailarina.
A su paso, el ambiente quedaba impregnado con un delicioso perfume de amapolas
que, por momentos, me transportó a los agostados campos de Castilla durante el
verano.
Me
quedé tan enfrascado mirando cómo se alejaba, que no sé cuánto tiempo permanecí
inmóvil, hasta que desapareció, esfumándose en un recodo de la senda.
Cuando
logré salir de mi arrobo, me incorporé y continué mi camino, preguntándome si
aquello sería fruto de mi imaginación. Lo cierto es que su imagen rondó mi imaginación durante años,
sintiendo vivos deseos de un reencuentro con ella. Invadía mis pensamientos continuamente durante el día, y era la protagonista de mis sueños cada
noche.
Hice
muchísimas veces el mismo recorrido hacia aquellas “fuentes”, haciendo coincidir incluso el horario, pero no fue
posible hallarla. Llegué a intentarlo a diario. Tal era el poder de aquel
recuerdo, que se convirtió en obsesivo. Mi mujer, a la que había descuidado
bastante, tras advertirme que si no cambiaba se alejaría de, un buen día lo
llevó a cabo iniciando una relación con otro individuo. Pero no me inquietó en
absoluto. Mi preocupación era otra.
Dejé
de asistir al trabajo, y si lo hacía, permanecía sentado, pero completamente
ausente. No tardaron en despedirme, porque los mandamases pretendían que me olvidara
de mi ilusión y me ocupase del trabajo. ¡Pobres idiotas!, nadie era capaz de
comprenderme.
Cuando
el tiempo parecía mitigar algo mi sentimiento, un día, que me encontraba
deambulando nervioso por unos pasillos interminables -no sabía muy bien qué
hacía allí-, divisé a lo lejos, caminando hacia donde yo me encontraba, una
mujer esbelta y delgada, enfundada en un pantalón blanco, a juego con una chaquetilla y
unos zuecos del mismo color. La blancura personificada. Caminaba con paso corto
y ágil, como si sus pies no rozasen el suelo, con la delicadeza de una
bailarina. Conforme se aproximaba a mí, fui descubriendo otros detalles. Sus cabellos
rubios estaban muy cuidados, y peinaba media melena. Sus ojos eran claros,
entornados, escudriñadores, y enigmáticos.
Su nariz estaba muy bien perfilada. Y sus labios carmesí esbozaban una tierna
sonrisa.
Era
ella, la misma joven que había ocupado mi corazón durante años. Entonces, algo
se reavivó en mi interior con fuerza. Decidido, pero con sumo cuidado para que
no se sintiera ofendida, me dirigí a
ella:
—Señorita, disculpe. Yo, la he soñado desde
hace años como el ser más bello de la tierra.
—Buenos días, señor —me
contestó con voz muy suave—, a la vez
que, sin detenerse, continuaba su camino, con la misma elegancia que había llegado,
desapareciendo al fondo del pasillo, de igual modo que lo había hecho en el
encuentro anterior.
A
su paso, el ambiente se impregnaba de un delicioso perfume a amapolas que, por
momentos, hizo que me sintiera en medio de los agostados campos de Castilla en
verano.
Inmóvil,
permanecí mirando hacia ningún lugar, -no sé cuánto tiempo permanecí así-,
hablando conmigo mismo.
“Los mismos cabellos, los mismos ojos, la
misma nariz, los mismos labios, la misma voz, el mismo caminar…, el mismo perfume…”.
De
pronto, sentí la necesidad de correr en su búsqueda. Lo hice por aquel pasillo,
pero no la vi. Recorrí otro pasillo, y otro…, y otro…, con resultado negativo. Busqué
y rebusqué frenéticamente, apartando a la gente, mirando cara por cara, pero todo
fue en vano. Creo que recorrí todo el edificio de arriba abajo, sin dejar
rincón alguno sin comprobar, ni persona por observar, en mi afán de dar con ella. Todo el mundo me
miraba con cara extraña.
Cuando
sofocado, estaba en la planta baja, al lado de la puerta de salida, con
intención de buscar por los alrededores, a sabiendas de que no podía estar muy
lejos, unos brazos vigorosos me agarraron impidiéndome moverme. En volandas me
llevaron del lugar, haciendo caso omiso de mis quejas. Eran dos hombres vestidos
de blanco, con aspecto de gorilas, así eran de corpulentos, que me decían, casi
voceando y de un modo repetido:
—No puedes salir, lo tienes prohibido ¡Suéltenme, se lo suplico, tengo que
encontrarla! —les imploraba.
Tras
un largo recorrido, me introdujeron en un cuarto completamente cerrado y con
las paredes acolchadas, mientras cerraban la puerta, una puerta sin manilla por
dentro.
—¡Ya está bien de fugas, así no te escaparás
de nuevo —me gritaban aquellos seres.
Cuando
comprobé que se habían marchado, aturdido y asustado, traté de incorporarme
pero no pude, apenas conseguía moverme, sin saber por qué.
—Esos gorilas me pusieron, encima de mi fino
traje blanco a rayas, una chaqueta, pero del revés. Me la abrocharon por
detrás. Ahora no puedo mover los brazos. ¡Serán imbéciles! ¡Abran la puerta, estoy mal vestido y así no
voy presentable si ella aparece…! — grité con furia.
Con gran dificultad,
reptando, conseguí apoyar mi frente en un lateral y logré, a duras penas,
incorporarme. “Al menos ahora podré
utilizar mis piernas para llamar”. Pateé con fuerza la zona donde suponía que
estaba la puerta hasta sentir un dolor
atroz en los dedos de mis pies. Nadie parecía escucharme. Traté de liberar mis
brazos de aquella chaqueta que tenía puesta del revés, pero fue inútil. Me
dolía todo el cuerpo por el esfuerzo realizado. Estaba desesperado. Quería
llorar.
“Tengo que salir de aquí. He de dar
con ella. Tengo que salir… No puedo perder más tiempo… No puedo permitir que
desaparezca de nuevo… Tengo que salir
como sea. ¡La ventana, colocadme otra vez la ventana! ¡Sois unos malnacidos…!
Ahora me acurrucaré en este rincón. Esperaré en silencio. En cuanto se abra de
nuevo la ventana, saltaré a la calle antes de que me la vuelvan a tapiar…
¡Tengo que encontrarla! ¡Tengo que encontrarla!...”.
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