Os
dejo este relato de Gelines del Blanco Tejerina, que estará el próximo viernes
11 en el VIII Encuentro Literario en Noceda del Bierzo. Enhorabuena, Gelines.
Se publicó en la Nueva Crónica el 30 de
julio de este año. Y forma parte de los cursos de escritura creativa que
imparto en la ULE.
Basado en el cuento de José María Merino, titulado ‘El desertor’, Gelines del Blanco, con una prosa elaborada y sugerente, nos introduce en un mundo rural adverso, enmarcado en una posguerra, en la que su protagonista está bajo el yugo machista (M. Cuenya)
Cuando
el cartero silbó y levantó el brazo desde el medio del pueblo, agitando un
sobre, a Elisa se le cayó dentro de la cazuela la cuchara de madera con la que
removía las patatas. Como cada día, desde hacía mucho tiempo, tenía un ojo en
el puchero y otro en la ventana esperando este momento. Por fin había llegado
una carta. Hacía meses que la guerra había terminado y seguía sin noticias de
su marido. Sin él, no era nada, no era viuda, ni casada y tampoco era capaz de
definir las batallas que se libraban en su interior.
Quedó
parada, en el medio de la cocina, y recordó aquella maldita noche en que él
aprovechó un cálido abrazo entre las sábanas, para anunciar que se había
alistado voluntario. Ella le suplicó que no lo hiciera, le recordó llorando que
deseaba tener un hijo antes de los veinticinco y finalmente se resignó, porque
aprendió de su madre que una mujer nunca debe cuestionar los deseos de un hombre. Su marido alegó que yendo
voluntario y con lo bien que se le daban las letras y las cuentas, le darían un
trabajo de oficina, no como a los
forzosos, a quienes mandaban a dar tiros al frente. Además, le recordó que
quedaba en casa su hermano Agustín, incapacitado para la guerra por faltarle un
brazo; aunque capacitado para protegerla… y no sé cuántas cosas más que ella no
escuchó porque su mente ya vagaba miedo
abajo y solo veía balas y un vestido de luto.
Una
mañana de noviembre, su marido salió de casa con un poco de comida en el
petate, una manta y algún libro. Antes de marchar, pidió a su hermano que
cuidara de Elisa, y él asintió con la cabeza, porque la voz se le había
congelado y no le brotaba. Agustín respetaba y admiraba al hermano mayor que lo
había protegido desde siempre. Ya en la escuela, cuando los niños le llamaban
manco, su hermano lo defendía cosiéndoles a pedradas. Siguieron juntos en la
casa paterna cuando sus padres murieron, y continuaron unidos, después de casarse
con Elisa. Abrazó a su hermano, a su esposa y se fue sin girarse, como
impulsado por una mano invisible.
Era
la segunda vez que salía del pueblo. La primera fue siendo adolescente, cuando
acompañó, como pastor trashumante, a su abuelo a Extremadura. Fueron meses
inolvidables, durmiendo al raso mientras escuchaba al abuelo vaciar su memoria
para llenar la suya. Aprendió a manejar rebaños, adiestrar mastines y beber
vino de la bota. Pero, cuando llegó la época de volver, se colocó detrás de las
merinas y regresó al redil.
Venía curtido, le
había madurado la voz, el cuerpo y el carácter. Se alegró de reencontrarse con
su hermano, juntos trabajaron las tierras de sus padres y se disputaron los
primeros amores. El día que vieron a Elisa en el baile, bajo el tenderete de
los músicos, ambos quedaron atrapados en el lazo de su coleta y sintieron la
primera rivalidad. Pero eso duró
poco.
Agustín
dio un paso atrás por respeto a su hermano mayor. Ella no acababa de decidirse,
le gustaba la presencia y empuje de uno y la sonrisa y amabilidad del otro. Su
padre tomó la decisión por ella, al prohibirle acercarse al menor de los
hermanos porque no quería que en su familia nacieran niños tarados. Ella lo
defendía, diciendo que la falta del brazo la suplía con su carácter alegre y
bondadoso y que eso no se heredaba. Pero como buena hija, obedeció la orden
paterna y se casó con el mayor, aun sabiendo que en el lote iban los dos. La
convivencia era fácil. Elisa realizaba las tareas de la casa y ellos las del
campo y el ganado. La vida transcurría sin tropiezos hasta que empezó aquella
maldita guerra y su marido se perdió en ella. Lo tragó el silencio. Los días
eran inmensos e inquietos, su cuñado y ella cenaban miedo y desayunaban
esperanza, porque a la luz del sol todo se veía más claro.
Las
demás familias del pueblo recibían de sus hijos o hermanos largas cartas o unas
letras apresuradas anunciando que seguían vivos. A veces llegaba un sargento
con una maleta y cruzaba una puerta por la que al día siguiente salía una mujer
enlutada y niños con los ojos enrojecidos. Pero a su casa no llegaba nada, a
veces ni el aire. Elisa, durante el día iba a la iglesia y encendía velas al
Santo y por la noche desgranaba las cuentas del rosario hasta perderse sueño abajo. Agustín en la comandancia
buscaba en listas interminables un nombre que nunca estaba. Ella se hacía un
vestido negro, que tenía tan escondido como el llanto. Su cuñado fumaba
silencioso, sin querer consolar lo que sabía escondido, y los dos se deshojaban
en su propio otoño interior.
El
día que llegó la carta, él corrió desde la cuadra a recoger el sobre, mientras ella, paralizada, frotaba
nerviosamente las manos en el mandil. Agustín reconoció en el sobre, dirigido a
él, la letra de su hermano. Los ojos de Elisa le interrogaban desde la ventana
pero él dejó la interrogación flotando
en el aire y se fue en dirección al huerto.
Cuando volvió, la cena estaba fría y el sol dormía profundamente. Ella,
sentada en el escaño, esperaba una explicación que no llegó, porque Agustín sólo
le dijo:
“La
carta era de asuntos de tierras, mañana iré al ayuntamiento, ya sabes, con esto
de la guerra tienen que volver a marcar las lindes”… Y se metió en su cuarto sin cenar.
El
sueño no se detuvo en su casa aquella noche. Elisa lloró sin saber muy bien por
qué. Su cuñado salió temprano y volvió
tarde y esa rutina siguió durante muchos días. Los dos se sentían atrapados en
una casa compartida con el fantasma de un marido y un hermano inexistente.
Ella
remataba su vestido negro y él segaba cuando llegó el calor. Tocaba vaciar
armarios, lavar mantas y airear colchones. Y fue en esas tareas cuando Elisa
tropezó con la caja de puros donde Agustín guardaba sus papeles. Vio la carta.
Reconoció la letra. Se sentó sobre la cama y sujetándola sobre el pecho, la
meció durante mucho rato como si fuera el bebé que nunca tuvo. Ya oscurecía
cuando sacó el papel del sobre:
“Querido hermano espero que al recibo de la
presente”… En esa carta le hablaba de la culpa, el miedo y la huida. De la
huida de casa, de ellos, porque nunca fue a
esa guerra inútil que no sabía dónde ni por qué se libraba. Huyó al sur
por cobardía, por no ver cada mañana a una esposa que no amaba y a un hermano
que daría la vida por ella. Le decía que estaba a salvo, con las ovejas en los
montes, donde conocía cada cueva, cada roble... “No me esperes más, Agustín, toma lo que te pertenece. Abusé de la
posición de hermano mayor para quedarme con la única mujer que has amado. Su
padre me la entregó a mí por tener dos brazos, sin darse cuenta de que me
faltaba corazón. Esa casa era mi campo de batalla. Y deserté. Ahora somos
libres los tres. Imagina que he muerto y jamás le digas que he escrito esta
carta. Perdona, hermano y sed felices…”.
Elisa
leyó una y otra vez aquellas letras antes de meter el papel en el sobre, el
sobre en la caja, la caja en el armario, para luego cerrarlo de un portazo.
Aquella puerta cerró una vida. Bajó a la cocina, encendió la lumbre y puso agua
a hervir, peló los ajos, cogió la hogaza y migó sopas. Cuando terminó se quedó
mirando sin mirar, en dirección al verano. Llegó Agustín, cruzaron un segundo
de mirada y cada uno volvió a su propia trinchera. A su lucha. Sobre la mesa la
cazuela de barro con las sopas de ajo, que
desprendían olor a hogar. Cenaron frente a frente, sin mirarse, sin
hablar. La cadena de un fantasma los unía y los separaba. El mismo que pasó por
su lecho, ese marido huido, que rompió el contrato, entregándola a su hermano,
como si fuera un objeto.
“¿Qué se hace cuando eres viuda de un vivo,
madre?”. Entonces, se acurrucó
entre las sábanas y se dispuso a rezar cien maldiciones por su alma mientras lo
enterraba.
Por
la mañana, Elisa abrió las ventanas de par en par, quitó la manta y la alianza.
Retiró cortinas para que entrara libertad y se soltó el pelo. Tiró el vestido
negro sin estrenar y desempolvó el de flores. Finalmente, puso sábanas de lino
blanco en su cama.
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