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miércoles, 9 de agosto de 2017

En la bañera, por Noemí González Campillo

Os dejo este relato perteneciente a los cursos de escritura que imparto en la ULE. Fue publicado el 23 de julio en La Nueva Crónica, cuya autora es Noemí González Campillo. Enhorabuena, Noemí.

                                            
A través de un monólogo interior, Noemí González Campillo se mete en la piel de un ludópata, para contarnos esta historia turbadora, con un final conmovedor.

(Manuel Cuenya)



  El color blanco de las bañeras siempre me ha gustado: me paraliza, me resetea la cabeza. Cuando me bloqueo, no doy paseos por una habitación como un león enjaulado o me tiro en una butaca; voy directo a la bañera y me tumbo dentro de ella tal como vaya vestido. Su maravilloso y aséptico frío me pone la cabeza en orden, además me asegura que nadie vaya a molestarme. Es donde siempre consigo encontrar la solución a un problema. 


Tras unos minutos, metido en esta puta bañera de diseño, vuelvo a mirar hacia la habitación para corroborar que nada ha cambiado: el calendario que custodia el cabecero de mi cama, malogrando cruelmente las dulces propiedades de un atrapasueños, sigue confirmando mi dolor. Cada día tiene marcada una equis, siempre grabada con este cuchillo que tengo a mi lado. Las hojas de papel perforadas me contemplan: las ataqué con tanta fuerza que no sé cómo no se han desparramado por el suelo. Creí que no aguantarían mis cortes, pero pueden más que yo: no se han caído ni se han inmutado… tienen la ventaja de no sentir nada. Minutos atrás dejé marcado el día de hoy: hace ya un año desde que Sofía se fue. Olvidé cerrar la ventana; no importa, nadie me podrá verme. No quiero interrupciones.

Compré por entonces un equipo de cromoterapia para el cuarto de baño. Ya he probado las cualidades de varios colores: azul, verde, morado, amarillo… Ningún resultado. Hoy me decido por el rojo. Con este color todo será distinto; conseguiré desprenderme por fin de la mortificante idea de que nunca más volveré a ver a Sofía.

Era… tan agradable, tan discreta... La persona más silenciosa que he conocido, hasta cuando se levantaba y se vestía por las mañanas. Casi siempre estaba escuchándome, y yo era realmente hablador. Su forma de tocar y de acariciar era muy tranquilizadora y poderosa; me creaba una dependencia brutal, una protección que sólo ella sabía transmitirme. Era la única persona que siempre estaba conmigo y me equilibraba en todos los aspectos, salvo en el juego. Cuando yo volvía a casa habiendo perdido hasta el último céntimo, su silencio se volvía durante horas duro y frío como el hierro, hasta que de pronto me regalaba alguna frase del estilo “¿Has comido algo?”. A veces parecía derrumbarse, y después volvía a situarse por encima de todo, incluso de mí. En realidad nunca tuve problema en reconocer mi ludopatía, pero tampoco quería dejar de jugar. Hasta hace un año.

Estos 140 metros cuadrados de apartamento me asfixian hasta un punto inimaginable. Qué prisa me di en comprarlo al quedarme solo. Con qué rapidez empecé a infestarlo día y noche de gente; casi no recuerdo ninguno de aquellos nombres. Y la cantidad de coños que se han restregado por aquí… Todos iguales. Me he bebido y follado todo el dinero con una masa de desconocidos, y continúo como el hielo. Estoy empezando a tener frío: debería poner el agua más caliente.

Me he empeñado en probar todo tipo de melodías y terapias musicales. Incluso contraté un montón de actuaciones en directo para dejar de oír el “¡Rrrrrrrr!” de las cartas de aquel maldito croupier barajándolas con la habilidad de un mago, quien casi parecía saber que iba a cambiar mi vida. Todos los jugadores esperábamos emocionados las figuras que iban a salir; algunos sudábamos desesperados, hasta que me declararon ganador. El borde de la bañera está salpicado. Las gotas que la ducha escupe en mi cara, me recuerdan que también he sido el perdedor. “Rrrrrrrrrrrrrrrrrrr…”.

Hace ya un año… Al ganar dos millones de euros aquella tarde, creí que Sofía se rendiría a mis pies, que volveríamos a empezar saldando todas nuestras deudas y que yo podría seguir jugando lo que quisiera: acababa de conseguir un buen margen como para no perderlo todo de nuevo. Saliendo del casino, lo primero que hice fue comprar esta bañera de lujo, con las patas doradas, igual que veía mi vida en aquel momento. Era un regalo para festejar el gran cambio que se avecinaba. Pedí que llevaran la bañera a casa enseguida y aparecí con ella, pero la sorpresa fue mía al ver cómo la mujer, que había sufrido tanto por mí estando juntos, tenía las maletas hechas. Su rostro, más hinchado y más rojo que nunca, parecía que jamás fuera a recuperarse. Sus lágrimas brillaban y se fundían forjando un puñal de plata que se clavó en mi garganta: ella sabía que venía del casino. De pronto, el puñal apuntó a mis ojos con un terror que nunca me había atravesado. Comprendí que se le habían agotado las palabras para mí mientras negaba lentamente con la cabeza; entonces escapó corriendo por la puerta. Le grité por el pasillo la cantidad tan tremenda que acababa de ganar, pero no sirvió de nada. Su velocidad en la huida aumentaba, o eso me hicieron sentir las cuatro botellas de champán que me había metido en el casino. Al llegar a la calle, tropezando con mis propias piernas a cada paso, me frenó la desconcertante quietud del cuerpo de Sofía, tendido en una posición muy extraña sobre la carretera. No pude comprender lo que había pasado hasta que me acerqué a sus ojos, en los que empecé a ahogarme en una oscuridad sin fondo, y entonces sólo fui capaz de vomitar chorros dorados de champán que adornaban la calzada mientras mi mente mataba a golpes al conductor que acababa de atropellarla. Lo único dorado que queda en mi vida son las patas de esta bañera. Ya casi está llena. Cerraré el grifo e iré dejando caer los brazos; la cromoterapia roja parece funcionar.

Sofía, te fuiste pensando que no podías combatir lo único que pudrió lo nuestro, mi vicio por el juego. Aún siento que fueras a aparecer como un fantasma para seguir castigándome desde que te eché de este mundo, y ya no quiero evitar el silencio que tanto me recuerda a ti. De las muñecas a los codos: mi mirada se desliza por estas dos líneas rojas y hacen que me pregunte hasta dónde habríamos llegado juntos.

El reloj de la habitación parece haberse detenido; no lo oigo. Tampoco escucho ya a aquel maldito croupier con sus cartas. Estoy agotado. Tengo mucho sueño. Todo se nubla... Se me cierran los ojos... Me voy… Me…


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