A través de un monólogo interior,
Noemí González Campillo se mete en la piel de un ludópata, para contarnos esta
historia turbadora, con un final conmovedor.
(Manuel Cuenya)
El color blanco de las bañeras siempre me ha
gustado: me paraliza, me resetea la cabeza. Cuando me bloqueo, no doy paseos
por una habitación como un león enjaulado o me tiro en una butaca; voy directo
a la bañera y me tumbo dentro de ella tal como vaya vestido. Su maravilloso y
aséptico frío me pone la cabeza en orden, además me asegura que nadie vaya a
molestarme. Es donde siempre consigo encontrar la solución a un problema.
Tras
unos minutos, metido en esta puta bañera de diseño, vuelvo a mirar hacia la habitación
para corroborar que nada ha cambiado: el calendario que custodia el cabecero de
mi cama, malogrando cruelmente las dulces propiedades de un atrapasueños, sigue
confirmando mi dolor. Cada día tiene marcada una equis, siempre grabada con
este cuchillo que tengo a mi lado. Las hojas de papel perforadas me contemplan:
las ataqué con tanta fuerza que no sé cómo no se han desparramado por el suelo.
Creí que no aguantarían mis cortes, pero pueden más que yo: no se han caído ni
se han inmutado… tienen la ventaja de no sentir nada. Minutos atrás dejé
marcado el día de hoy: hace ya un año desde que Sofía se fue. Olvidé cerrar la
ventana; no importa, nadie me podrá verme. No quiero interrupciones.
Compré
por entonces un equipo de cromoterapia para el cuarto de baño. Ya he probado
las cualidades de varios colores: azul, verde, morado, amarillo… Ningún
resultado. Hoy me decido por el rojo. Con este color todo será distinto;
conseguiré desprenderme por fin de la mortificante idea de que nunca más
volveré a ver a Sofía.
Era… tan agradable, tan discreta... La
persona más silenciosa que he conocido, hasta cuando se levantaba y se vestía
por las mañanas. Casi siempre estaba escuchándome, y yo era realmente hablador.
Su forma de tocar y de acariciar era muy tranquilizadora y poderosa; me creaba
una dependencia brutal, una protección que sólo ella sabía transmitirme. Era la
única persona que siempre estaba conmigo y me equilibraba en todos los
aspectos, salvo en el juego. Cuando yo volvía a casa habiendo perdido hasta el
último céntimo, su silencio se volvía durante horas duro y frío como el hierro,
hasta que de pronto me regalaba alguna frase del estilo “¿Has comido algo?”. A
veces parecía derrumbarse, y después volvía a situarse por encima de todo,
incluso de mí. En realidad nunca tuve problema en reconocer mi ludopatía, pero
tampoco quería dejar de jugar. Hasta hace un año.
Estos
140 metros cuadrados de apartamento me asfixian hasta un punto inimaginable.
Qué prisa me di en comprarlo al quedarme solo. Con qué rapidez empecé a
infestarlo día y noche de gente; casi no recuerdo ninguno de aquellos nombres.
Y la cantidad de coños que se han restregado por aquí… Todos iguales. Me he
bebido y follado todo el dinero con una masa de desconocidos, y continúo como
el hielo. Estoy empezando a tener frío: debería poner el agua más caliente.
Me he empeñado en probar
todo tipo de melodías y terapias musicales. Incluso contraté un montón de
actuaciones en directo para dejar de oír el “¡Rrrrrrrr!” de las cartas de aquel
maldito croupier barajándolas con la
habilidad de un mago, quien casi parecía saber que iba a cambiar mi vida. Todos
los jugadores esperábamos emocionados las figuras que iban a salir; algunos
sudábamos desesperados, hasta que me declararon ganador. El borde de la bañera está salpicado.
Las gotas que la ducha escupe en mi cara, me recuerdan que también he sido el
perdedor. “Rrrrrrrrrrrrrrrrrrr…”.
Hace
ya un año… Al ganar dos millones de euros aquella tarde, creí que Sofía se
rendiría a mis pies, que volveríamos a empezar saldando todas nuestras deudas y
que yo podría seguir jugando lo que quisiera: acababa de conseguir un buen
margen como para no perderlo todo de nuevo. Saliendo del casino, lo primero que
hice fue comprar esta bañera de lujo, con las patas doradas, igual que veía mi
vida en aquel momento. Era un regalo para festejar el gran cambio que se
avecinaba. Pedí que llevaran la bañera a casa enseguida y aparecí con ella,
pero la sorpresa fue mía al ver cómo la mujer, que había sufrido tanto por mí
estando juntos, tenía las maletas hechas. Su rostro, más hinchado y más rojo
que nunca, parecía que jamás fuera a recuperarse. Sus lágrimas brillaban y se
fundían forjando un puñal de plata que se clavó en mi garganta: ella sabía que
venía del casino. De pronto, el
puñal apuntó a mis ojos con un terror que nunca me había atravesado. Comprendí
que se le habían agotado las palabras para mí mientras negaba lentamente con la
cabeza; entonces escapó corriendo por la puerta. Le grité por el pasillo
la cantidad tan tremenda que acababa de ganar, pero no sirvió de nada. Su
velocidad en la huida aumentaba, o eso me hicieron sentir las cuatro botellas
de champán que me había metido en el casino. Al llegar a la calle, tropezando
con mis propias piernas a cada paso, me frenó la desconcertante quietud del
cuerpo de Sofía, tendido en una posición muy extraña sobre la carretera. No
pude comprender lo que había pasado hasta que me acerqué a sus ojos, en los que
empecé a ahogarme en una oscuridad sin fondo, y entonces sólo fui capaz de vomitar
chorros dorados de champán que adornaban la calzada mientras mi mente mataba a
golpes al conductor que acababa de atropellarla. Lo
único dorado que queda en mi vida son las patas de esta bañera. Ya casi está
llena. Cerraré el grifo e iré
dejando caer los brazos; la cromoterapia roja parece funcionar.
Sofía,
te fuiste pensando que no podías combatir lo único que pudrió lo nuestro, mi
vicio por el juego. Aún siento
que fueras a aparecer como un fantasma para seguir castigándome desde que te
eché de este mundo, y ya no quiero evitar el silencio que tanto me recuerda a ti. De las
muñecas a los codos: mi mirada se desliza por estas dos líneas rojas y hacen
que me pregunte hasta dónde habríamos llegado juntos.
El
reloj de la habitación parece haberse detenido; no lo oigo. Tampoco escucho ya
a aquel maldito croupier con sus
cartas. Estoy agotado. Tengo mucho sueño. Todo se nubla... Se me cierran los
ojos... Me voy… Me…
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