Panorámica desde Nieuwe kerk |
En el Bierzo y en La Cabrera nos tienen torrados. Se me cae el alma al suelo con el desastre que han provocado en esta bella, agreste y remota comarca, tras los Montes Aquilianos, que nos mostrara con humor y sapiencia el gran Carnicer en su viaje a pie por 'Donde las Hurdes se llaman Cabrera' (imprescindible su lectura).
Vista de la oude kerk |
En Holanda suelen ser muy respetuosos con su hábitat, porque aplican la lógica, ellos y ellas que son racionales. Por fortuna, aún quedan lugares en el mundo como este bellísimo país, pura pintura, donde uno se siente como pez en el agua (nunca mejor dicho) fotografiando cada esquina, cada molino, cada canal, cada edificio, cada cielo, cada paisaje humano, porque Holanda es un paisaje humanizado, un territorio construido y reconstruido por el ser humano, puro arte. Y Delft es un cuadro de Vermeer, el gran pintor holandés, por el que uno siente devoción, y del que el propio Dalí (un genio) decía que era comparable al pintor Miguel Ángel. Incluso llegó a decir que Miguel Ángel con su Juicio Final de la capilla Sixtina no es más extraordinario que Vermeer de Delft con La encajera, que podemos ver también (una reproducción) en Un perro andaluz.
Dalí estaba fascinado con Vermeer. Y a él le dedica cuadros como Espectro de Vermeer de Delft o Apparition de la ville de Delft, en el que podemos ver, al fondo, una parte de la Vista de Delft, de Vermeer (el maestro de la luz), que los/as amantes del pintor neerlandés pueden ver en el Mauritshuis de Den Haag.
Pasear por sus calles y plazas, incluida la plaza del mercado, por supuesto, echar la vista a los canales, que están tupidos de algas, como si fuera un alfombrado verdoso al que uno quisiera arrojarse en busca de siesta, dan buenas vibraciones y nutren el espíritu de serenidad, de templanza estoica.
Pasear por la ciudad y toparse con una rapaza que canta Hijo de la luna, de Mecano, con buen acento español, con voz potente y melodiosa, dulce e hipnótica, te religa con tu matria. O bien encontrarse con la estampa tierna, entrañable, de un padre con sus dos hijos montados en la bici (me hace llorar de emoción, ahí veo y siento muy dentro a mi padre) te devuelve a tus orígenes, a tu infancia, que es acaso la etapa de auténtica felicidad o inopia, antes de que uno descubra la infamia universal.
Plaza del Mercado |
Tomar un aperitivo o una comida en la terraza-barco de un restaurante es toda una delicia, máxime si uno está en buena compañía.
Dan ganas de quedarse a vivir en Delft, sobre todo si es verano, con su clima templado, y sus nubes algodonosas, con su luz acariciadora.
También para los devotos y devotas de Vermeer puede visitarse un centro donde se muestran reproducciones de todos sus cuadros (lamento no haberlo visitado, aunque prefiero sus pinturas originales) y por supuesto su tumba en la iglesia vieja (oude kerk), cuya música barroca (de Bach, sin duda), salida de un enorme órgano, te sube a las estrellas.
Escalofríos le entran a uno, no obstante, cuando se confronta con la muerte, quedándote en estado de shock al ver inscrito sobre la lápida el nombre de Vermeer. Un genio debería ser inmortal. Rememoro sus cuadros, algunos reproducidos por Peter Greenaway en su peli Zoo (he de reconocer que me encanta el cine de este realizador británico, sobre todo filmes como El cocinero, el ladrón, su mujer y el amante de su mujer, Drowning by numbers o El vientre del arquitecto.
Los cuadros de Vermeer también están, de algún modo presentes, en La joven de la perla, en la que luce espléndida, como siempre, la actriz Scarlett Johansson.
Me encantaron, después de trepar varios escalones, las vistas desde el campanario de la iglesia nueva (nieuwe kerk). Un chute de adrenalina, que te hace levitar, mientras tus ojos se empapan de colores, de belleza comestible.
No era la primera vez que visitaba Delft pero en esta ocasión la contemplé con otros ojos, con el sentido aromático de un pastel de manzana y la luz amorosa de sus nubes, porque "la verdadera felicidad no consiste en encontrar nuevas tierras, sino en ver con otros ojos", como quisiera el escritor Marcel Proust, a quien por cierto le entusiasmaba Vermeer de Delft.
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