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viernes, 22 de octubre de 2021

Fragmentos de la memoria, por Alicia López Martínez


Escalofriante resulta este relato que, mediante un monólogo interior poderoso, logra atraparnos y adentrarnos en la mente de una mujer 

(Relato del Taller de Escritura que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León)

Domingo 05.09.21 La Nueva Crónica

ALICIA LÓPEZ MARTÍNEZ

Mi pierna. Duele. Estoy en un sofá. Duele. Duele como siempre. Mucho. Ayer saliste de paseo y Alberto quedó leyendo el periódico. Alberto. ¿Alberto? Alberto falleció hace ya dos años. Alberto. Una nube gris cubre su cabeza. Siente frío. Un frío que la deja paralizada. No se mueve porque duele, por el miedo. Miedo. Tengo miedo de perderme por el pasillo de esta casa que no es mía. ¿Y dónde está mi casa? ¿Dónde estoy? Mascullas que tu casita es de madera, como aquella en la que tenías dormiditas a tus muñecas. Sí, aquella. Aquella que tiene una enorme chimenea por donde sale un humo gris y entran, a veces, fantasmas. Tu madre te tranquiliza apoyando su mano tibia en tu hombro y entonces dejas de lloriquear. Unas lágrimas se asoman y de nuevo todo vuelve a ser negro. Alberto y Blanca te fueron a buscar. No te encontrabas muy bien. Te caíste de la cama y olvidaste que tenías un vaso de agua para tomar tus pastillas. Alberto, Blanca, Blanca, Blanca, Blanca. Blanca es una mujer muy agradable. Morena, de mirada profunda y voz angelical. Blanca se parece muchísimo a mí. Mis mismos ojos oscuros. Mi mismo pelo liso y misma cadera ancha. Blanca siempre te lava las manos antes de comer. Sus tacones suenan. Se acerca. No entra. Tal vez fuera un sueño. Paseo por el salón. Es muy espacioso. Una luz dorada y trémula penetra por las rendijas de la persiana. Ilumina la pared. Salón con dos mesas de madera y una enorme estantería repleta de libros. Leer. Te gusta leer. Leías tanto… Coges un libro. Nada. Carmen Laforet. Nada. Realmente, en mi cabeza hay muy poco o nada. Últimamente estoy algo atolondrada. Nada. Te sientes mareada.


¿Qué hiciste esta mañana?, te preguntas. Me vestí el traje fucsia con que salí a cenar con Alberto anteayer. De repente, escuchas una voz de niña y tu cara resplandece. Como un milagro, asoma una cabecita por la puerta y te dice «Hola, abuelita». Fogonazo. Es Blanca. Blanca. Blancanieves y los siete enanitos. Blanca tiene diez años y es mi nieta. Una nieta adorable. Es alta, valiente, juguetona, y me hace reír. Después de cenar siempre me pregunta lo mismo «Abuela, ¿me cuentas la historia de Margarita? ¿Me la cuentas, abu?» Y tú sonríes y hablas de Margarita y sus flores de invierno. Margarita está linda la mar. Añoras. Margaritas, flores. Flores. En el salón siempre hay perfume a rosa mosqueta. Te agrada pero, cuando se acerca Blanca, tu olfato vuelve al viejo limonar que tienes en tu casa de verano en Omaña. ¿Recuerdas? Allí nos conocimos, Alberto. Cuánto nos quisimos. Te echo de menos. Me duele la pierna. Te duele el corazón. ¿A dónde has ido esta tarde, Alberto?

Te levantas. Te cuesta. Deambulas desde la puerta a la ventana entreabierta. Una ventana a la que me asomo y veo un cielo límpido y sin nubes. Siento mucho frío. Viento. Tienes frío y coges una mantita marrón, ¿rosa? ¿Azul? Da igual. Es de lana. Te cubres el cuerpo con ella. He cogido un libro. Abres y cierras. Mejor en el sofá. Pinchazo. Te sientas en uno de los sofás de cuero negro y abres de nuevo el libro. Comienzas a leer. “Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie”. Barcelona. Estoy en Barcelona. Yo vivo con Alberto y mi hija en León. ¿Cómo es que estoy aquí? Ya, ya sé que no me espera nadie. Aquí no hay nadie.


 Golpe de puerta. Se escuchan voces. Estoy aquí o allí. En el salón. ¿Qué salón? Un salón con una enorme alfombra donde están desperdigados diversos juguetes de niña. Sonríes. De repente, te viene a la cabeza la imagen de un hospital. Te encuentras cansada. Un dolor punzante te rasga desde dentro. Suena el gotero. Y gritas. Una mujer vestida de verde te dice que es el momento de empujar. Tú empujas pero no puedes moverte del sofá. Las manos, las piernas, tus ojos no te obedecen. Huele a alcohol y el pánico se apodera de ti. Duele y sudas toda entera. Lloras. Lloras porque intentas empujar. Lloras porque algo desde muy dentro te duele. Lloras porque no sabes qué es llorar. Lloras hasta que inundas todo el paritorio. Te deslumbra un dulce destello. No lloras tú, es ella. Llora la pequeña que tienes en tus brazos. Es tan pequeñita. Tu nombre será Blanca, le susurras muy cerca de su orejina. Blanca es la nieve y las nubes que pasan por la ventana. Alberto me trajo un ramo de rosas rojas. Qué aroma más embriagador. ¿Las rosas o ella? Ella. Ella y la fragancia suave, sedosa, de  su piel de terciopelo, de sus maninas sujetándome el dedo índice, de sus ojines tiernamente cerrados. Ahora tú tienes los ojos cerrados. Deseas descansar. El cansancio, es el cansancio que te confunde. Giras la cabeza hacia la puerta y no reconoces nada. Carmen Laforet. Hay un hermoso cuadro que representa el mar enfurecido y un acantilado. Marrón, azul, blanco. Blanca. Lo pintó Blanca. Mi Blanca, tu Blanca.

Arrastro los pies por la alfombra, me pesan. Arrastro pensamientos. Me pesan. Me acerco hacia la puerta y miro. No reconozco nada pero huele muy rico. Sigue oliendo rico. Patatas fritas. Patatas fritas. Cuántas veces me pidió Alberto patatas fritas. Como tú, no las hace nadie, me decía zalamero. Como tú, ¿yo? ¿Alberto? ¿Cómo me llamaba?  ¿Alberto, cómo me llamo?

Deslizas la mano sobre tu frente. Está arrugada. Muy arrugada. Y sigues palpando lo que queda del rostro. Toda mi cara es una arruga. ¿Vieja? Ves en el pasillo un espejo y te miras. Contemplas una mujer de tez pálida, con falda larga negra y jersey gris. Parece triste. Sus ojos son oscuros y te mira fijamente. Mueves el brazo y ella también. Te alejas del espejo y ella también. ¿Quién es ella?, gritas. ¿Quién eres? Déjame tranquila. No me persigas. Tiemblas y no sabes hacia dónde ir. Apártate de mí, imploras en alto.

“Abuelita, ¿qué te pasa?”, me dice una niña preciosa con un vestido de muchos colores. No los veo muy bien. Su voz es dulce y desprende un perfume inconfundible. Uhmmm. Un aroma feliz. O sí, voy a saltar a la comba. Qué divertido, muy divertido. El cochecito leré, me dijo anoche, leré. Sonrío y mis manos ya van girando. No salto. Pinchazo. La niña me abraza y deposita en mi mejilla un beso. Besos. Caricia deliciosa.

“Ven, abuelita. Vamos a cenar”. La pequeña te coge de la mano. Qué suavidad, y tú le aprietas sus deditos. Te lleva muy despacio hacia un lugar donde huele muy sabroso. Tengo hambre. Recuerda este momento. Recuerda no olvidar. Retén en tu memoria el sonido cálido e íntimo del latido.

“Mamá, he hecho patatas fritas. Te lleno el plato”.

 Mamá, qué palabra tan tierna, piensas. Y por un instante todo, todo se vuelve lúcido.

 

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