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jueves, 28 de octubre de 2021

Aris el niño, por Ana López

Aris el niño

A partir del cuadro de Rembrandt Lección de anatomía, la autora compone esta narración tomando como protagonista el punto de vista del muerto, que nos cuenta, como si estuviéramos en un cuento de Rulfo, algún fragmento de su vida al igual que sus impresiones sobre el presente ante una serie de forenses y aprendices que le practican una autopsia

(Relato del Taller de escritura que imparte Manuel Cuenya
en la Universidad de León)

ANA LÓPEZ

Ocho pares de ojos me observan. Dieciséis pupilas, con sus miradas penetrantes clavadas en mi brazo derecho. Algunos ojos parecen flipados, con el asombro propio de quien se enfrentara por primera vez a la muerte. Si es que la muerte siempre nos sigue impactando por más que nos hagamos los tontos. Algunos ojos me miran en verdad con estupefacción. Aunque alguno hay que también me mira como si no fuera con él la cosa. Si es que en la mirada se refleja el ser. Que ya me ven a mí como si hubiera dejado de mirar.

Dicen que son cirujanos, y encima famosos. No sé yo. Quien más me sorprende es el tipo del sombrero, creo es el más famoso de todos. Me parece fatal que no se descubra ante un cadáver. Vaya falta de respeto. Mientras yo estoy aquí, desnudo, sintiendo un frío atroz. Y eso que me han colocado sobre una cálida mesa de madera, que también podrían haberme puesto sobre una lápida de mármol de la morgue. Y allí sí que estaría bien refrigerado.

El cirujano del sombrero, al que sus colegas llaman el doctor Tulp, ha aplicado el bisturí y ha comenzado a diseccionar sin piedad mi brazo izquierdo. Me lo tiene hecho un asco. Ahora está mostrando al resto mis nervios y tendones, dándoles un montón de explicaciones a esos otros medicuchos, que parecen escuchar con gran solicitud.


Creo que en estos momentos me está subiendo el ego, porque nunca antes nadie me había dispensado tanta atención. La verdad es que están pendientes de mí, como si también fuera un famoso. He de reconocer que en cierto modo le estoy un tanto agradecido a este doctor, porque, en lugar de eviscerarme como suelen hacer siempre con los cadáveres en sus lecciones de anatomía, se ha dedicado a mi brazo, aunque podía haber tenido la delicadeza de preguntarme si eso me causaba dolor.

Ahora me percato de que voy a ser famoso. Con el rabillo del ojo veo a mi derecha a ese pintor jovenzuelo al que llaman Rembrandt, al que auguran un futuro prometedor. Recuerdo verlo por los barrios de mala fama que yo frecuentaba en Ámsterdam, pero no se inquieten, que no les contaré qué tantas cosas me traía entre manos. Bueno, sí deseo decirles que Ámsterdam es una ciudad que me apasiona, o me apasionaba, que ahora ni adentrarme puedo en los andurriales del barrio judío, y tampoco puedo rondar a las chicas que asoman sus encantos al puerto. Qué pena, ay, que no pueda moverme de este sitio.

Observo que Rembrandt –un pintor prometedor, perdón, esto ya lo dije, se me va la cabeza- está pintando un cuadro y supongo que me estará retratando también a mí. Eso desearía, en todo caso. A ver si a partir de ahora voy a pasar a la posteridad junto a estas eminencias. No estaría nada mal, sobre todo después de haber llegado aquí tras haber sido ahorcado, tras haber ejercido eficientemente mi profesión de ratero durante muchos años, sólo que en esta ocasión el atraco fue a mano armada y, desgraciadamente, me pillaron a aquel día en los alrededores de la plaza Dam. Atraco, detención, juicio, sentencia y ejecución, todo en el mismo día. Así de bien funciona la justicia en este país. Y eso que aseguran, algunos listos, que esta es una ciudad liberal.

Me habían contado algunos cofrades del hampa de la fechoría -algunos de los cuales me acompañaban de vez para robar cadáveres que luego son utilizados en prácticas médicas-, que este doctor Tulp hacía este tipo de disecciones con ejecutados en un teatro, con espectadores que pagaban por contemplar su exhibición. Yo nunca lo había creído. Pero sí, ahora percibo que, en medio de la oscuridad, se mueven y brillan unos puntitos que deben de ser otro montón de ojos curioseando. Me siento desconcertado. Eh, vosotros, mirones, voyeurs de medio pelo, que hacéis contemplando, con esos ojos desorbitados, a un pobrecito como yo, que lo único que hice en mi vida fue tratar de sobrevivir en este mundo hostil, terrible.

Creo que me ha llegado la hora de descansar y dejar que mis sueños se cumplan algún día. Mientras tanto, permítanme que me despida y me presente al mismo tiempo:

“Me llamo Aris Kindt, o sea, Aris el Niño”.

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