El cineasta Wenders manifiesta su desconfianza hacia las imágenes creadas tecnológicamente, que han colonizado y hegemonizado nuestras formas de ver, pensar e imaginar. La mercadotecnia de las imágenes y la violencia tecnológica nos han pulverizado.
La inflación de imágenes amenazantes, a través de los medios de comunicación de masas, ha provocado la caída del velo que cubría las cosas. Todo es susceptible de ser expuesto a la mirada. Por tanto, el secreto y la magia han dejado de existir. Todas las imágenes quieren algo. Todo lo que muestra la Televisión es publicidad. Hay una destrucción de toda moral de las imágenes y del relato en imágenes.
La imagen puede ser útil como complemento de la palabra, aunque es susceptible de mayor manipulación que esta última. A este respecto, Wenders dice que la manipulación, necesaria para moldear las imágenes en una historia, no le agrada, que es muy peligrosa para las imágenes, pues absorbe lo que éstas tienen de vida. Entonces, “la historia se parece a un vampiro que intenta vaciar la imagen de su sangre”. Asegura que sus películas comienzan siempre por imágenes, “pues éstas poseen valor por sí mismas”. Por tanto, defiende un cine como experiencia visual, que posibilita ver lo que no vemos. Y a la vez reivindica la palabra en un mundo en que las imágenes han perdido su contenido de verdad.
La inflación de imágenes amenazantes, a través de los medios de comunicación de masas, ha provocado la caída del velo que cubría las cosas. Todo es susceptible de ser expuesto a la mirada. Por tanto, el secreto y la magia han dejado de existir. Todas las imágenes quieren algo. Todo lo que muestra la Televisión es publicidad. Hay una destrucción de toda moral de las imágenes y del relato en imágenes.
La imagen puede ser útil como complemento de la palabra, aunque es susceptible de mayor manipulación que esta última. A este respecto, Wenders dice que la manipulación, necesaria para moldear las imágenes en una historia, no le agrada, que es muy peligrosa para las imágenes, pues absorbe lo que éstas tienen de vida. Entonces, “la historia se parece a un vampiro que intenta vaciar la imagen de su sangre”. Asegura que sus películas comienzan siempre por imágenes, “pues éstas poseen valor por sí mismas”. Por tanto, defiende un cine como experiencia visual, que posibilita ver lo que no vemos. Y a la vez reivindica la palabra en un mundo en que las imágenes han perdido su contenido de verdad.
Wenders utiliza la metáfora del tren como medio que transporta al sujeto hacia nuevos espacios y la percepción de otros tiempos, al igual que hace el cine. El viaje como estructura narrativa y metáfora hacia nuevas formas de comunicación y creación. Su cine es un intento de síntesis y reconciliación de imágenes y palabras (mostrar y narrar) porque las cosas comienzan a cobrar sentido en el momento en que son nombradas. Como vemos en su película En el curso del tiempo, a través de sus personajes: Robert y Bruno.
Robert representa el mundo de la palabra, de lo racional. Es un psicolingüista especializado en problemas en el aprendizaje del lenguaje. Sus útiles son el teléfono, prensa e imprenta. Bruno, por su parte, encarna el mundo de la imagen, de lo instintivo. Repara proyectores de cine, fabrica películas con fragmentos de celuloide. Frente a la palabra abstracta, él representa la presencia lo irracional. Ambos se complementan.
El cine de Wenders está escindido entre la desconfianza hacia la narración, como forma de organizar la significación, y la nostalgia de un relato capaz de expresar el sentido del mundo. Y en este sentido, su mirada aspira a ser “original” o renovada, aunque es consciente (y en eso es moderno) de que no es posible contar una historia sin confrontarse con todo un patrimonio cultural. “Los americanos han colonizado nuestro subconsciente”, dice un personaje de En el curso del tiempo.
Su obsesión es filmar las cosas en su desnudez, a través de una mirada in-mediata (no mediatizada), que recupere la primera mirada sobre el mundo, a través de niños-guía, capaces de asombrarse e instaurar el placer primario de la visión. Como ocurre en El cielo sobre Berlín (Las alas del deseo), que es como una vuelta a los orígenes del cine. En esta película toma como punto de referencia las Elegías de Duino, de Rilke, poeta que cree en la posibilidad de que las cosas hablen por sí mismas. Intenta mostrarnos Berlín como si nadie lo hubiera hecho antes. Y para ello recurre a alguien que haga posible lo imposible: Un ángel que se hace hombre, o mejor, niño. El ángel como metáfora de mirada libre, capaz de atravesar muros, incluso el cine mismo. A través del metacomienzo, en el que vemos una página en blanco, y una mano que escribe lo que recita una voz adulta, se enuncia el acto mismo de la escritura: el relato como sanador y preservador de la inocencia de la infancia. Un ángel nos guía por múltiples historias de desesperanza que pueblan Berlín, mientras los niños aún son capaces de asombrarse mirando al cielo.
Cielo sobre Berlín asume el desafío de “narrar” lo inenarrable, como la poesía pretende nombrar lo innombrable. “Todo es posible –dice Marion- basta alzar la mirada para volver a ver el mundo”. Sin llegar a ser una verdadera narración, es una constante invocación al mundo a transmutarse en relato. De ahí, el continuará..., con el que finaliza.
Frente a un universo audiovisual degradado, tendente a satisfacer automáticamente el ojo del deseo, como enemigo de la mirada pura, Wenders propone un cine comprometido con la vida, capaz de encarnar la mirada inocente y de enunciar las palabras esenciales, la palabra sobre la que fundar el sentido, porque el cine ha sido creado para referirse al mundo, y puede contribuir a recuperar el asombro del espectador ante las hojas de los árboles en movimiento de los Lumière, o la búsqueda de la “imagen esencial”. Camino que han seguido, entre otros, Víctor Erice o Guerín. Véanse El sol del membrillo y El Sur de Erice o En construcción de Guerín.
Robert representa el mundo de la palabra, de lo racional. Es un psicolingüista especializado en problemas en el aprendizaje del lenguaje. Sus útiles son el teléfono, prensa e imprenta. Bruno, por su parte, encarna el mundo de la imagen, de lo instintivo. Repara proyectores de cine, fabrica películas con fragmentos de celuloide. Frente a la palabra abstracta, él representa la presencia lo irracional. Ambos se complementan.
El cine de Wenders está escindido entre la desconfianza hacia la narración, como forma de organizar la significación, y la nostalgia de un relato capaz de expresar el sentido del mundo. Y en este sentido, su mirada aspira a ser “original” o renovada, aunque es consciente (y en eso es moderno) de que no es posible contar una historia sin confrontarse con todo un patrimonio cultural. “Los americanos han colonizado nuestro subconsciente”, dice un personaje de En el curso del tiempo.
Su obsesión es filmar las cosas en su desnudez, a través de una mirada in-mediata (no mediatizada), que recupere la primera mirada sobre el mundo, a través de niños-guía, capaces de asombrarse e instaurar el placer primario de la visión. Como ocurre en El cielo sobre Berlín (Las alas del deseo), que es como una vuelta a los orígenes del cine. En esta película toma como punto de referencia las Elegías de Duino, de Rilke, poeta que cree en la posibilidad de que las cosas hablen por sí mismas. Intenta mostrarnos Berlín como si nadie lo hubiera hecho antes. Y para ello recurre a alguien que haga posible lo imposible: Un ángel que se hace hombre, o mejor, niño. El ángel como metáfora de mirada libre, capaz de atravesar muros, incluso el cine mismo. A través del metacomienzo, en el que vemos una página en blanco, y una mano que escribe lo que recita una voz adulta, se enuncia el acto mismo de la escritura: el relato como sanador y preservador de la inocencia de la infancia. Un ángel nos guía por múltiples historias de desesperanza que pueblan Berlín, mientras los niños aún son capaces de asombrarse mirando al cielo.
Cielo sobre Berlín asume el desafío de “narrar” lo inenarrable, como la poesía pretende nombrar lo innombrable. “Todo es posible –dice Marion- basta alzar la mirada para volver a ver el mundo”. Sin llegar a ser una verdadera narración, es una constante invocación al mundo a transmutarse en relato. De ahí, el continuará..., con el que finaliza.
Frente a un universo audiovisual degradado, tendente a satisfacer automáticamente el ojo del deseo, como enemigo de la mirada pura, Wenders propone un cine comprometido con la vida, capaz de encarnar la mirada inocente y de enunciar las palabras esenciales, la palabra sobre la que fundar el sentido, porque el cine ha sido creado para referirse al mundo, y puede contribuir a recuperar el asombro del espectador ante las hojas de los árboles en movimiento de los Lumière, o la búsqueda de la “imagen esencial”. Camino que han seguido, entre otros, Víctor Erice o Guerín. Véanse El sol del membrillo y El Sur de Erice o En construcción de Guerín.
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