Vistas de página en total

lunes, 31 de octubre de 2022

Orquídea salvaje en La Sobarriba, Tránsito García Estébanez

 

La autora de este relato nos propone un fascinante viaje a La Sobarriba leonesa, esa tierra en la que aún podemos, como viajeros, seguir acariciando el barro, pues es zona de mucho barro y poca piedra, como se nos cuenta en el mismo. Un viaje al fondo de la memoria ancestral.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)


Mi abuela era la mujer del maestro de una comarca formada por veinte pueblos, agrupados en un Ayuntamiento denominado Valdefresno de la Sobarriba, donde, según ella, había «mucho barro y poca piedra». Mi abuela cocinaba los domingos tarareando los Titos de Corbillos son duros de cocer. Su cocina era potente, de supervivencia, transferida entre mujeres, durante generaciones: sopas de ajo picantes, sopas de pan con ajo frito que, según ella «son de vieja y saben bien», y sobre todo bordaba el cocido, con sus exquisitos garbanzos y una sopa tan contundente que casi se podía cortar, sin olvidar la panceta, el espinazo, la morcilla, chorizo, morro y oreja, todo ello espumado antes de hervir y cocinado a fuego lento. En este festival de sabores a mí lo que me fascinaba era el relleno, que era una especie de albóndiga gigante hecha con huevo batido, ajo picado, perejil y molledo de pan, todo ello cocido con calma de abuela esperando a su nieta. Una auténtica delicia con olor a felicidad de infancia y libertad. Sabores y recuerdos que se me agolparon cuando decidí recorrer con mi amiga Lourdes La Sobarriba, que proviene de Supra Ripa: lugar sobre la ribera de los ríos PormaTorío Bernesga, que se ha ganado el sobrenombre de la costa del adobe por su paleta de ocres, sus paisajes secos y austeros, sus muros de adobe, barro y tapial que evidencian la huella de su resistencia y antigüedad.
Empezamos el recorrido en Villafeliz, pueblo con casas bien conservadas y restauradas al estilo tradicional. Avanzamos atravesando campos de cebada acariciados por el viento y moteados de amapolas incipientes.

Caminamos en silencio hasta Carbajosa por caminos de concentración, entre balsas, paleras y chopos, subidas y bajadas que nos llevaron a Santovenia del Monte entre impresionantes contrastes, que iban desde la vegetación verde aceituna, el marrón dorado de los caminos, amarillentos y escasos campos de colza, aroma de tomillo constante y espino blanco que bordeaban el camino.

En Villaboñe pasamos bajo la torre de origen romano y bebemos agua en su fuente, conocida como la quinta puerta de la fortificación legionense, y desde allí a Solanilla, donde tienen un lavadero restaurado con esmero, nos dejaron visitar su escuela y volví a sentarme en el pupitre de mi infancia de madera, en aquel asiento unido a la mesa y con tintero. 


Otra de las rutas de paseo partió desde Valdefresno, donde vimos una casa en lamentable estado de conservación. Mi amiga me indicó que allí había vivido una buena mujer llamada María, que había alimentado a un gran número de hijos además de a los arrieros que por allí paraban, un lugar abierto, con alma de hospedería, sin coste, célebre por el sabor de su guiso de conejo, rehogado con ajo, cebolla y pan tostado, machacado con nueces, tomillo y todo ello regado con vino o vinagre al hervir. Aún hoy se desconoce el secreto de las proporciones y si la carne era de gato o conejo, ya que nunca aparecieron en el guiso las cabezas. Comentando potajes y con el apetito afilado llegamos a Corbillos, desde donde divisamos las montañas que circundan León, campos recién arados, trigales verdes, eriales plagados de tomillos que nos invadieron de perfumes únicos, circulares, intensos, cargados de la energía de lo básico. Recorrimos ValdelafuenteArcahueja San Felismo en dirección opuesta al camino de Santiago, cruzándonos con peregrinos agotados pero sonrientes, conscientes de que apenas seis kilómetros los separaban de León.

Cuando nos adentramos nuevamente en La Sobarriba, rumbo a Paradilla, el horizonte nos regaló un paisaje de pacas de paja redondas que bien podrían pertenecer a un cuadro de Van Gogh, pinceladas ocres, marrones y áureas, trazos de esfuerzo y tesón con olor a la lluvia y sudor que empapó a personas y tierras. Hacia Villaseca la cuesta se pronuncia y requiere doble bastón y tres pasos. Al coronar la cuestina y mirar atrás, el camino nos mostró «la huella que un día se ha de volver a pisar». Un tapiz de tierras labradas, sembradas o en barbecho, que nos relajaron los ojos y al alma. Llegamos al fin de la ruta saciadas de contrastes, fragancias y colores que parecían no caber en tan sólo ocho kilómetros de paz, barro y andadura.

Hacía frío el día en que salimos de la poza de Tendal, lugar de agua fina, lavadero que recuerda la canción de «en el lavadero te he visto lavar, con los ojos que tiene la niña como ruedas de molino». La escarcha cubría el paisaje de forma hermosa e inesperada para un día de marzo y ya se intuía la ciudad de León tras las curvas cerradas y heladas del Portillín. Nos acercamos a Villavente, lugar donde pasó su infancia Doña Manolita, la famosa lotera madrileña, cuya familia buscó en la capital las oportunidades que esta tierra no brindaba, y de la que se dice que conservaba un trocito de adobe para recordar sus orígenes. El paisaje se nos mostraba blanco, gélido y hermoso; las pestañas se nos helaban, al mismo tiempo que el corazón se nos caldeaba. La capital nos saludó desde abajo, y las lomas, cual atalaya romana, nos mostraron hacia el oeste la propia ciudad de León y, hacia el este, la Sobarriba en su amplitud, desde el lindero natural. Desde las Lomas nos dirigimos a Golpejar, que nos sobrecogió por su impresionante paisaje y silencio. Terminamos la ruta con intención de repetirla en todas las estaciones del año para disfrutar de la belleza de la misma tierra con distintas temperaturas, olores y colores.

Con tiempo de lluvias y olores a tierra mojada recorrimos Villacete, un lugar elevado, aquí el paisaje se revelaba diferente a lo que había contemplado, se veía y hasta se escuchaba el regadío en el valle, las verdes tierras con sembrados ya incipientes, el único tono marrón, que era el de los caminos. Nos dirigimos a la zona conocida como los ajos, donde la musicalidad del agua nos acarició los sentidos, aquí mi amiga Lourdes me dio la receta de las flores de carnaval, postre crujiente hecho de harina, leche huevos y azúcar, eso sí, fue necesario tener el molde que se ha ido transmitiendo entre generaciones.

Eso ocurrió en el camino a Santibáñez del Porma, localidad que aún conserva un edificio construido por los Jesuitas y que hoy, en forma de fundación, deleita a los que acuden con jornadas de pintura, escritura, música, en definitiva arte en estado esencial.

Caminamos en silencio hasta Santa Olaja, donde el paisaje se mostró verde, cuidado, sembrado, con el murmullo del agua que acompasaba el caminar a bastón cruzado; en la subida hacia Navafría, a ambos lados, se abrían ante mí campos de colza. Creo que si volviera en el mes de julio, los campos de girasoles serían todo un regalo sensorial para quien deseara poner marco al paisaje. Navafría, con su arquitectura de barro y madera, bien cuidada y conservada, me encantó.

En estas cuatro etapas por la zona y en diferentes momentos del año, he potenciado la salud al caminar y la paz interior, acompasando mis pasos al latido de la tierra, aquí he encontrado una orquídea salvaje, que salpica estos campos en mayo, junto con las lavandas.

Este es un homenaje a La Sobarriba, a la tierra que perdura, que no cambia de color, ni de olor, que conserva sus sabores tradicionales, un lugar en el que puedes seguir acariciando el barro, que, mezclado con agua y paja, te traslada a situaciones sensorialmente intensas. Barro somos.

 

martes, 25 de octubre de 2022

Más allá de la piel, por Manuela R. Gallego


La poeta ourensana Manuela Rodríguez Gallego, que publicara en 2019 su ópera prima Mujeres: Luces y sombras, nos obsequia ahora con este poemario tocado por el Eros como pulsión de vida y el Tánatos como pulsión de muerte, fuerzas o instintos contrapuestos, cara y cruz, en el fondo, de una misma moneda, los grandes temas universales, en definitiva.
Me alegra haber podido contribuir con las palabras del prólogo a tu libro Más allá de la piel, que sin duda es un título sugerente, que invita a leerlo, a adentrarse en sus páginas.
Un placer, como digo. Allí estaré este jueves 27 para arropar el acto.
Y disfrutar de la presentación, que a buen seguro quedará muy chula porque tú, con tus dotes no sólo de poeta sino de actriz, lograrás meterte al público asistente en el bolsillo.
Enhorabuena
amiga Manuela. Mucho éxito.

Like a Rolling Stone, Áurea G. Masid

 

La lectura de este singular y en cierto modo original relato nos hace reflexionar acerca de la enfermedad y la muerte. Y nos muestra la tensión a la que una persona se somete cuando está a punto de que le den unos resultados médicos. La autora, Áurea G. Masid, estructura su relato en función de las diferentes fases que ideara la psiquiatra suiza Kübler-Ross. Y nos sorprende con su cinematográfico fundido a negro.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)

 

How does it feel?
How does it feel to be on your own
With no direction home
Like a complete unknown
Like a rolling Stone

(Bob Dylan, Like a rolling Stone)

 

Ángeles Suárez Peña. Nº de petición–7412589. Fecha de petición 22/05/2022. Solicitud: Diagnóstico y tratamiento. Prioridad: Preferente. Informe de interconsulta: CIRUGIA GENERALMotivo de interconsulta: Bultoma en mama izquierda. Se palpa nódulo de 1cm aproximadamente, por debajo del pezón. No adenopatías axilares. Pendiente de resultado de anatomía patológica y escáner. 

Primera fase–negación

Llega a la sala de espera tranquila y segura. Es moderna, delgada. El maquillaje tapa la palidez de su cara. Resuelta. Es enfermera. No se fija en las personas que están sentadas en la sala. No es como ellas. En la mano lleva el informe de interconsulta. Detrás de ella va Mario, un poco agachado. Se sientan en la sala de espera. 

Ella recorre el espacio con la mirada, la sala de espera compartida con las consultas de traumatología y ginecología, separadas apenas por unos paneles bajos. Es como si fuera la primera vez que está allí. Sacude la cabeza. Ha trabajado más de cinco años en el pasillo de al lado, pero nada es igual, ni la luz, ni los sonidos. Es una extraña. Y a la vez es consciente por primera vez de las personas que esperan. Dos parejas y dos mujeres solas comparten espacio en la parte de cirugía de mama. Ella se da cuenta de que la observan. Sus ojos por encima de las mascarillas. Baja la vista.

Saca el móvil, mira la hora, lo desbloquea, y abre Twitter:

Inicio: ¿Qué está pasando?

Mostrar 86 tweets

@anaisbernal Alerta por intentos de tráfico de mujeres en las fronteras con Ucrania https://lavanguardia.com/internacional/20220314/8121958/alerta-intentos-trafico-mujeres-fronteras-ucrania.html Ya lo advertimos.

@mentxuwiki [Artículo completo] En defensa de las bibliotecas municipales de Vitoria.@vitoriagasteiz anuncia que reducirá horarios. Y debería ser justo lo contrario. Por@IbanZ

@fneirad Antes de que se acabe el mundo, ¿qué tal si vemos por última vez a Sus Satánicas Majestades? Miércoles 1 de junio de 2022. The Rolling Stones en el Wanda. Saquen el rotulador rojo para anotar la fecha en la agenda #THEROLLINGSTONES

Joder, podíamos ir…

@SaludISCIII El viernes, 11 de marzo, se cumplieron dos años de pandemia #COVID19. El #ISCIII ha publicado un informe que repasa su labor desde inicios de 2020 https://bit.ly/3hTPJ6S Documento completo en https://bit.ly/3hShBZf 

Entonces, bloquea el móvil y lo guarda en el bolso.

Segunda fase–ira

Vuelve asacar el móvil. Busca en Google: Mi vida sin mí, película de Isabel Coixet. Cierra el móvil. “Está rodada en Canadá… Recuerdo que la protagonista es Sara Polley, que dirigió Take this waltz, una comedia romántica con Michelle Williams que acaba mal… Pues Filmaffinity le pone un 7.6… A ver que dice Boyero: “Coixet seduce y hace llorar (…) palabras e imágenes se complementan fraternalmente, te meten dentro, te solidarizan con el hermoso ritual de una despedida tan realista como poética, tan lúcida como emotiva”… “¡Vaya! Le gustó. No me lo puedo creer”.

Cierra el móvil y lo guarda. Lo vuelve a sacar. Mira la hora. Lo guarda. Se le cae el bolso. Agacha la cabeza, se la agarra con las dos manos y baja la mirada. Se empieza a marear. Su marido Mario coge su mano fría y la aprieta con dulzura. Ella lo mira, lo suelta. Se enfada, “¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué no tú? Muérete tú. En caso de duda, yo la viuda”. Y sonríe.

Tercera fase–negociación

Se levanta. Camina con lentitud hacia la ventana. El mundo sigue, sí. El mundo sigue ajeno a ella. El mundo exterior. La gente corre, los coches corren. Los niños corren. Vaga melancolía. Decir, callar, hacer, dejar de hacer. La calima. La guerra.  “Mierda. Me tengo que cuidar más. Que tonta soy. Que tonta soy. Tenía que haberme hecho la mamografía hace tres años”.  Resopla sin querer. “Si salgo de esta tengo que hacerme las revisiones, ir al ginecólogo, y los análisis de sangre oculta en heces, y las citologías, joder. Y el ejercicio, joder. Ir al gimnasio, a pilates. Soy un puto desastre. Otra oportunidad, una solo, por favor, una oportunidad…”.

Cuarta fase–depresión

“Cuánto tardan. Cuánto tardan. Cuánto tardan”. Las demás ya se han ido. Pero ella no ha sido consciente de ello. “Cuánto tardan”. Hace más de media hora que no hay nadie en la consulta. “Están viendo mi escáner”. En ese preciso instante, cierra los ojos. Respira profundamente, se deja caer en el hombro de Mario, y aprieta con fuerza su mano. La enfermera abre la puerta: “Pasad”.

Fundido a negro.

 *Elisabeth Kübler Ross (Zúrich, 1926–Arizona, 2004) fue la psiquiatra que introdujo los cuidados paliativos. Y en su primer libro, Sobre la muerte y los moribundos, de 1969, identificó las etapas del duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Estas fases, que afrontan los enfermos terminales, se pueden aplicar a situaciones de la vida como de la muerte de un familiar, un divorcio, la separación de un amigo, un cambio de residencia o al perder el trabajo. Su duración es variable, incluso se pueden dar en un solo día. El proceso es distinto en cada persona, no se pasa necesariamente por todas ellas, ni se hace de una forma lineal, rígida o sucesiva.

 

domingo, 23 de octubre de 2022

Intenciones, Miranda


La jovencísima Miranda construye un relato existencialista en el que se nos muestran las dudas y angustias de su protagonista, la cual nos cuenta en primera persona, a través de un ejercicio introspectivo, lo que realmente desea. Se trata de una narración con una estructura circular, que comienza y acaba de igual modo. 

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)

 

Despierto y me siento en el borde de la cama, mientras miro, concentrada, la pared. Suspiro agotada; odio este color amarillo espantoso; me muero de ganas de pintar, pero sé que acabaré retrasándolo, como hago siempre, hasta que la intención se quede solo en eso, en intención, y la pared se quede en amarillo.

Me levanto y, con horror, veo los libros esparcidos por la mesa; veo las fotos en la pared, yo abrazada con un chico en el sofá de su casa, ambos dándonos un beso en el parque del barrio mientras paseábamos al perro de él que, por cierto, en esta foto, es el más favorecido de todos.

Sigo la ronda a la que estoy sometiendo a la habitación con la mirada y veo las partituras de piano; y, al final, descubro mi propio reflejo.

Suspiro de nuevo: “Algún día dejaré el piano y me cortaré el pelo, estoy harta de melena”,  digo en voz alta. Aunque no logro, ni siquiera, convencerme a mí misma. Sé que mi pelo, el piano, los libros y el chico de las fotos están en el mismo saco que la pared; son solo intenciones con delirios de grandeza que no acabarán de llegar a buen puerto.

Respiro hondo y me visto, recojo los libros de matemáticas, física, química y, entre ellos, medio oculta, una edición vieja de poesía de Bécquer y un tratado de Salvador Gutiérrez sobre los principios de la sintaxis funcional. Los meto en la mochila en automático y salgo de casa.

 Mis clases son monótonas, como siempre, y, salvando algunos problemas protagonizados por la profesora de Dibujo Técnico, el día transcurre sin sobresaltos. Voy a tomar café y saludo con un beso al chico de las fotos, mientras mi mente empieza a gritar una duda que es rápidamente silenciada y enterrada en los pliegues de un saco cada vez más lleno en el rótulo de intenciones en letras mayúsculas.

 Las clases terminan y camino a casa. Como algo breve antes de salir rápidamente hacia el piano. Allí, aporreo las teclas con dedos de piedra para evitar esa curva tan fea que se forma al pulsar una u otra nota con demasiada fuerza. Tras el ensayo, con las manos doloridas y agarrotadas, me dirijo con ganas, por primera vez en el día, a algún sitio. Esta tarde hay teatro, voy sola, por supuesto, tengo unos amigos demasiado científicos como para interesarse por los monólogos intimistas de las obras de Delibes.

Cuando llego, busco mi asiento, más atrás de lo que me gustaría, por culpa, otra vez, de las malditas dudas, que, como siempre, me han hecho sacar las entradas demasiado tarde, y, por tanto, han provocado mi exilio a la última fila de butacas. Desde mi posición la veo entrar, está preciosa y lleva en la mano una edición de la obra para poder ir consultando el texto a lo largo de la representación; que, por cierto, aunque algo histriónica, me termina encantando.

Salimos ambas de la sala, y lo que para ella es el final de un día pleno, para mí es una duda nueva, una nueva intención inconformista que se plantea si no aspiro a nada más. 


 Vuelvo a casa y, al llegar, me tumbo en la cama, saco mis libros y esquivo deliberadamente la química para enfrascarme, en su lugar, en la apasionante aventura de la transposición sintáctica, que me cautiva y me entretiene hasta tarde, robándome el sueño, pero dándome vida. Efecto contrario del que hubieran tenido en mí la física o las matemáticas, que habrían hecho las veces de somnífero, pero también habrían conseguido acelerar la caída de la arena de mi reloj vital.

 Cierro los ojos, me duermo, y, soñando, veo pasar los días. Horrorizada descubro que son idénticos, clones precisos, aplastantes, monótonos y agotadores que, poco a poco, me conducen hacia el agujero gris que yo misma cabo a mí medida. Despierto sudando, con la sensación de ser el verdugo de mi propia esencia, y, al día siguiente, corro al baño y con las tijeras de la cocina me corto el pelo de cuajo.

Al mirarme al espejo veo un brillo raro en mis ojos. Y, tras esta acción desencadenante, que, aun pudiendo parecer pequeña, ha tenido el efecto de una chispa en un bidón de gasolina, renuncio a la carrera amargante a la que me había consagrado y tramito la solicitud para empezar a estudiar filología. Mientras, escribo al chico de las fotos y a mi profesor de piano. Para ambos la misma intención, aunque frases diferentes. Gracias por estos años, pero hemos terminado. Un mensaje más, pero, esta vez, para la chica del teatro. Llevo años enamorada de ti.

Sonrío, ya está, por fin, bolsa de intenciones vacía. Dudas despejadas.

Despierto y me siento en el borde de la cama, mientras miro,  concentrada, la pared; ¿lista?, preguntó en alto. La chica del teatro sonríe a mi lado y me ayuda a colocar las partituras de piano protegiendo el suelo, tantos años de papeles son al fin útiles.

Abro la pintura y juntas convertimos la intención en hecho y el amarillo en blanco.

 

sábado, 22 de octubre de 2022

La bondad del género… humano, Jose Fernández

 

Jose Fernández nos cuenta una historia que, tras su apariencia surrealista, delirante, nos invita a la reflexión acerca del mundo falsario en que vivimos. La grandeza de este relato radica asimismo en la forma en que nos muestra, escrita con mucho humor, con una maravillosa retranca.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)

 

Llamadme iluso, pero yo sigo creyendo en la bondad del género… humano.

Tras estos meses, en que nuestra vida ha cambiado de manera sorprendente y que la pandemia nos ha obligado a modificar nuestras rutinas y nuestros hábitos, hemos escuchado a sociólogos, incluso a un montón de tertulianos televisivos y radiofónicos, las bondades de la sociedad ante la adversidad, afirmando que esta pandemia nos cambiaría, nos haría más solidarios con los demás. De hecho, salimos a ventanas y balcones a apoyar a todos aquellos colectivos que estuvieron en primera fila a la hora de combatir el virus: Yo, como muchos otros, pensé y sigo pensando que el hombre como especie no es capaz de hacerle daño a su propia especie, porque, como dice el dicho: “perro no come carne de perro”.

Y si no os lo creéis, decidme que opináis de lo que me ocurrió el pasado sábado.

Estando yo en mi casa y, tras preparar una romántica cena para una invitada especial, mi compañera de oficina Encarni, me lancé y la invité a cenar.

Últimamente tenemos una relación muy peculiar ya que ambos somos muy deportistas y hemos descubierto que tenemos gustos similares, como practicar equitación, escalada, espeleología, esgrima, esquí y hasta equilibrismo.  Había preparado el entorno perfecto, con flores, velas, música suave, y, para no defraudarla, había pedido la cena a un restaurante japonés a través de globo.

Cuando ya eran casi las nueve de la noche, sonó el timbre, y me predispuse a abrir la puerta, previamente me atusé el pelo y me coloqué perfectamente los cuellos de la camisa, quería dar una buena impresión, pero, al abrir la puerta, vi desconcertado la figura de alguien conocido, que no era Encarni, aunque su estampa era sorprendente. Me saludó.

-Hola Fernández, te has quedado de piedra -me dijo.

-Tú eres José Alfredo, José Alfredo Gutiérrez.

-Sí, soy Guti, te sorprenderá que esté aquí, pero he venido a traerte el negocio de tu vida, lo podía haber vendido a cualquier otro, pero te lo he traído a ti porque eres mi mejor amigo.

La verdad es que hacía un montón de años que no lo veía, la última vez le había comprado un jarrón de porcelana, que me dijo que era de la dinastía Ming. Por no ser maleducado lo invité a pasar. Ciertamente, traía una estampa envidiable, iba vestido con un traje hecho a medida con cuadritos de esos que llaman de pata de gallo o de príncipe de Gales y una camisa de color salmón con cuello italiano, perfectamente planchada, y una precisa corbata con tonos pastel y con un elegante nudo Windsor.


Pero, antes de decirle nada, cogió un paquete que traía. Tendría aproximadamente un metro de largo por sesenta centímetros de ancho y unos diez centímetros de grosor, y empezó a contarme.

-Te traigo el mayor chollo que nunca hayas visto, te lo he traído a ti porque eres uno de mis mejores amigos, mi compañero del alma.

-¿Amigos? Bueno, fuimos juntos al colegio de los Padres Palotinos y compañeros de pupitre en 3º y en 4º, pero desde entonces nos hemos visto en contadas ocasiones –le respondí.

José Alfredo, que así se llama ya desde chaval,  era un tipo con mucho carisma y siempre demostró sus dotes de mando, un auténtico líder. En el colegio, cuando jugábamos a guardias y ladrones, él siempre era el capitán y, cuando jugábamos al fútbol, él hacía los equipos; “Ricardo el rata, tú de delantero centro, Carlitos el chopo de defensa central que tú las pillas todas por alto.  Javi el Correcaminos de lateral izquierdo y tú Gordopilo de portero que, aunque no te tiras al suelo, tapas perfectamente toda la portería”, recuerdo que decía José Alfredo, Guti.

-Siempre te he tenido mucho cariño, chavalín, por eso te traigo –reiteró- este cuadro del mismísimo Francisco José de Goya y Lucientes y para demostrarlo aquí tienes el certificado de autenticidad firmado por un experto de la mismísima galería de subastas londinense Chistie’s.

De un sobre que ponía en letras mayúsculas GALERIA DE ARTE sacó un folio plegado y me lo entregó, yo lo cogí delicadamente y leí:

“Galería Chistie’s, Londres 28 de diciembre de 2021.

Yo, como experto en arte, certifico que este cuadro fue pintado por Francisco de Goya, alias Paquito el Zaragozano.

Firmado, el experto en arte, acompañado de un clásico garabato”.

Ciertamente, me pareció muy raro que el experto de una de las más afamadas galerías de subastas de arte londinense hubiera escrito la carta con un vulgar lenguaje y en perfecto castellano, a lo que José Alfredo alegó que era muy amigo suyo y que hablaba perfectamente castellano porque veraneaba en Andalucía y era muy amigo del ex alcalde de Marbella y de los miembros de su pandilla.

Ante tal aclaración, que me pareció lógica, me entregó el paquete y, con delicadeza extrema, le quité el envoltorio. Un papel de estraza de color marrón que me recordó al que utilizaba la señora Tomasa, la dependienta del colmado de mi pueblo para hacer unos cucuruchos en los que envasaba las lentejas, las cuales mi madre siempre decía que las podían utilizar perfectamente los peones camineros para rellenar los baches de la carretera por lo duras que eran y por la cantidad de piedras que tenían.

Al despojar al cuadro del papel y alzarlo entre mis manos, me quedé absorto al ver el óleo, por la temática demostraba que Goya debió de ser un visionario, similar a lo que demostró Julio Verne en sus novelas, además me sorprendió la técnica utilizada para su realización, la rectitud de sus líneas, la proporcionalidad existente, la profundidad que había descrito el artista, la luminosidad plasmada en la escena. La magnífica mezcla de pigmentos ofrecía una amplísima gama cromática, que, sin duda alguna, hoy sería la envidia de la paleta de colores de cualquier pintor contemporáneo.

Al ver mi cara de sorpresa, me comentó que me dejaba el cuadro por solo ciento cincuenta mil euros, diciéndome que, si en estos momentos no tenía suficiente liquidez, me podía hacer una rebaja del cincuenta por ciento.

No podía entender cómo aquel magnífico cuadro no se lo había ofrecido previamente a algún gran museo que seguramente le hubiera pagado una cantidad astronómica por semejante obra de arte. Por lo que le pregunté si se lo había ofrecido por ejemplo al Hermitage de San Petersburgo. A lo que, cual senador romano saludando a su César, extendió su brazo, formando un ángulo ligeramente hacia arriba, con la palma de la mano hacia abajo. Y grito:

-A esos comunistas ni agua.

-¿Y al Louvre, por qué no se lo ofreciste al Louvre de París?

Enojado y con el ceño fruncido me contestó:

-Con los gabachos tengo muy malas experiencias, no quiero negocios con ellos.

No me extrañó su reticencia a relacionarse con los galos, porque habéis de saber que una de sus antiguas novias, Geraldine -que según decían las malas lenguas era hija de un mafioso marsellés- cuando lo abandonó, le saqueó su apartamento, se llevó todo, absolutamente todo; me contó que, por no dejarle, no le dejó ni el vaso medidor de la minipimer

 -¿Y al Prado, se lo has ofrecido?

-Bueno, se lo sugerí al director de la pinacoteca, pero me comentó que, de Goya, con la maja vestida, la otra en pelotas y los retratos de las familias de los borbones estaban ya hasta los… almacenes llenos.

Continué observando el cuadro y me percaté de un pequeño detalle en el soberbio marco con el correspondiente passepartout y con ostentosos relieves bruñidos perfectamente con pan de oro –apreciaciones que me reiteró varias veces José Alfredo, es pan de oro, es pan de oro, me dijo-, un detalle que pasaba inadvertido como os decía y era una pequeña pegatina con el clásico logotipo del Corte Inglés y la cantidad impresa de 58,95€.

Arrepentido estoy al haber pensado que mi amigo intentaba engañarme porque, al preguntarle por semejante situación tan engorrosa, me comento pausadamente que, como el cuadro había permanecido olvidado en un desván familiar, la carcoma había devorado el marco y, para evitar que también se comieran el bastidor del lienzo, había decidido a su pesar remplazarlo por éste que era de una factura inmejorable y lo más parecido al original.

Aclarada la duda, estaba decidido a adquirir el magnífico cuadro pero, al darle la vuelta y observar el reverso, pude ver claramente el título del cuadro que estaba escrito, con lo que me pareció que era tinta de bolígrafo y decía:

Título de la pintura: Boeing 747 saliendo del hangar.

¿Pensáis que José Alfredo quería engañarme?

Aún no me había repuesto de la visita sorpresa de José Alfredo, Guti, que acababa de irse, cuando apareció Encarni, toda sofocada, pidiendo perdón por su considerable retraso. Pero que llegara mi querida Encarni me pareció toda una bendición, después de mi altercado con el susodicho. 

No bien abrí la puerta, con la duda todavía de si José Alfredo se habría dejado el cuadro en mi casa, la abracé con todo mi cariño y le di un beso de esos que hacen historia. 

Pero esta es otra historia.

 

 

viernes, 21 de octubre de 2022

Nieve sin fin, Ruth Marea


Escrito desde el punto de vista de un niño, con una extraordinaria sensibilidad, él mismo nos narra la aventura de un viaje desde Madrid a un destino, cuyo nombre no se nos dice, a través de un paisaje cubierto de nieve. En realidad, se trata de un viaje iniciático, de autoconocimiento, en el que su protagonista descubre y nos revela quiénes son sus papás, su hermana y por supuesto él mismo.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)

Cómo me gusta esta casa, aunque pequeña, oscura y con olor a viejo, estamos juntos los cuatro. Y eso es muy importante para mí. Me encanta Madrid, sobre todo en Navidad y en Semana Santa, incluso en verano, cuando algunos pajaritos caen al suelo, muertos de sed. Me gusta mucho mi ciudad. Mis amigos dicen que a ellos también les gusta mucho.

Es el día de Reyes, ¡por fin mi equipamiento completo del Atleti!... Qué bien, desayunaremos roscón, me chifla, además a mí siempre me toca la sorpresa, mamá dice que tengo mucha suerte y yo creo que tiene razón.

La tele está encendida, en casa de papá siempre está encendida. Así es mi papá. Echan un programa de adiestramiento de perros, pero ahora interrumpen la conexión: ¡alerta por nieve en la sierra!... ¡Podríamos sacar las tablas en un descanso del camino!, le digo a mamá, pero una mirada incisiva me deja mudo. Veo la cara de mis padres, mi padre relajado y mi madre desencajada. Mi madre no siempre está así, a ella los viajes le encantan. Nos vamos ya... Nada de comer con papá, mejor no hablar. Así es mi papá: alto, fuerte y serio; hoy habla poco, sonríe y mira mucho la tele, eso creo que ya lo había dicho. A veces me repito, eso me dicen. Uf… creo que mi madre necesita ayuda. 

Hacemos las maletas y en menos de una hora estamos en el coche de mamá, sin cadenas ni neumáticos de invierno, pero no faltan las cocacolas ni el chocolate, ni un par de almohadas por si nos entra el sueño. Todas las cosas de mamá están viejas o estropeadas, bueno, vividas, como dice ella.

Escucho en la tele que las temperaturas van a bajar de forma bestial y le pido a papá que nos lleve él a casa, por si las cosas se complican. Un silencio por respuesta y un codazo de mi hermana, que es muy lista, además de superguapa, me hacen enmudecer. Mi hermana sí que habla poco, pero cuando habla lo peta… y también se ríe mucho, aunque bajito… y no hace ruido al caminar, camina como los fantasmas. Me despido de papá con un abrazo sin beso... Se cree que ya soy mayor. Nos cuesta salir del aparcamiento... Papá ya se ha ido. Papá se va sin mirar hacia atrás.

Salimos de la ciudad a la velocidad del rayo; en festivos las anchas calles de Madrid están vacías, es como si fuéramos a despegar... Nos vamos por una ruta que no conozco, espero que mamá sepa lo que hace. Parece una mañana estupenda, pero en el horizonte veo una masa gris, creo que mejor sería que dijera que es oscura, o plomiza, como dice mamá, y en menos de un cuarto de hora empieza a nevar. Ya noto un fresquito por los pies y me los subo al asiento.

Nos acercamos a las montañas por una carretera nueva, hay muchísimos coches, me da que es la única salida de Madrid que no está cortada. ¡Vaya lío en mitad del campo! Algunos coches son de policía porque llevan una luz azul y los de arreglar carreteras llevan las luces naranjas.

Paramos en una gasolinera a comprar cadenas para el coche, están agotadas, qué chungo. Mi madre no habla y tampoco pone música, creo que está muy asustada. Yo estoy más que asustado; por la ventanilla solo veo un blanco sin fin; prefiero mirar hacia adelante, por si veo algo que mamá no pueda ver. Además no hablo, creo que es la mejor forma de ayudar.

El tiempo se congeló dentro de la furgoneta. Vaya lata. Derrapamos y vamos a veinte, creo que el freno no se debe de pisar... No lo pisa, menos mal. Yo estoy pendiente por si mamá se despista.

Parece que mi madre se ha empeñado en llegar a casa pero no sé cómo lo vamos a hacer. Mi hermana me coge de la mano cuando la sangre se me sube a la cabeza, esto es como una peli de un director, un tal Kubrick, ese mismo... Sé que se llama así porque lo he visto escrito. Y además me gusta mucho el cine; ‘El resplandor’, que así se titula, la he visto varias veces, aunque mi madre no sabe que la he visto. Bueno, quizá sí lo sabe. Pero hace como que no lo sabe. Así es mi mamá.

Estamos en un puerto en caravana, volvemos a derrapar y rozamos el quitamiedos. Está claro que vamos a morir... Yo creo que vamos a morir. Y eso no me hace ninguna gracia. Mi hermana me lee el pensamiento y me aprieta la mano, no entiendo qué hace mi madre conduciendo... Es muy despistada y se salta constantemente las normas de circulación, esto no es normal.

Mi hermana, que es más pequeña que yo, me dice que me ponga los cascos y que me relaje, creo que es buena idea, bueno, creo que es la única idea... Subo el volumen y cierro los ojos, lo sigo viendo todo blanco. No sé cuánto tiempo llevo escuchando música y me duele la cabeza. Abro los ojos y el blanco ahora es radiante y cálido. Creo que alguien ha hecho magia mientras dormía, ¡que rabia! ¡Siempre me pierdo lo mejor!... Pero bueno, da igual, estamos bien. El cielo ya es azul y las montañas blancas parecen muy grandes. Los bordes de la carretera brillan como si hubiera polvo de cristal en el suelo… ¡Acabo de darme cuenta!, es el día de Reyes y los Magos no nos han dejado tirados. El sol me calienta la cara a través del cristal de la ventana. Ya me encuentro mejor.

Mi hermana está dormida y mi mamá conduce relajada, está sonriendo. Separa su mano derecha del volante y la vuelve hacia atrás buscando la mía. Yo se la cojo y la beso. Estamos a salvo… Continuamos un rato más por una carretera ancha, con muchas cuestas de esas que, cuando las pasas deprisa, te dan vértigo en la barriga… Ya estamos llegando a casa. Mi hermana aún sigue durmiendo y mi mamá dice que no la despierte.

Cuando entramos en casa, mi madre nos abraza muy largo y calentito. Somos un gran equipo. 

jueves, 20 de octubre de 2022

Oporto, sueño fluvial y marino

 El Douro, el Duero es un río de vino, de vino dulce y antiguo. De vino y de oro. Un río grande que mira al océano Atlántico con su pupila dorada. Que nos devuelve una mirada de morriña, de saudade, bajo la bruma de un mundo añorado y el atractivo del Puente Don Luis I, la torre Eiffel portuguesa, porque Oporto es saudade, acaso embotellada con aroma a cepas viejas. Y es que esta vieja ciudad sabe y huele a vino y también a café y a mar. 

Jueves 13 de octubre

Mirando al Douro, con su fluir sereno, poco antes de desembocar en el mar Atlántico.

Viernes 14 de octubre

Las ciudades, como las personas, se van transformando a lo largo del tiempo, aunque sustancialmente no tanto, quizá sólo en apariencia. Vaya atrevimiento el mío.
Esta ciudad, Porto/Oporto, ha cambiado no obstante (al menos en apariencia) desde que la visitara por primera vez hace ya muchos años, más de veinticinco, creo.
Sea como fuere, he estado en diversas ocasiones aquí.
Ahora se nota más aseadita, muchísimo más turística que otrora, donde uno no tiene conciencia de que estuviera tan atestada de gente por doquier. Como si se hubiera puesto de moda.
Ahora, después de la pandemia, me dice una señora, parece que todo el mundo quisiera salir de casa, viajar, y Porto está llena de turistas. Pues sí, parece que nos hubiéramos vuelto todos majaretas perdidos.
Todo está petado, como se dice en el lenguaje callejero. Y los precios disparados y disparatados.

Este hotel cuesta hoy 300 euros, los precios varían cada día, pero si vienes en noviembre la habitación podría costar unos 60 euros, me espeta el recepcionista de un hotel céntrico, que por otro lado me parece normalito. Normalito el hotel, claro, el tipo de marras me late que es un sobrao del copón bendito.
Joder, pues sí que cambian los precios. ¿Quién hablaba de inflación? ¿No os parece que vivimos en un mundo de tarados?
Ese Portugal barato ya no existe ni por el forro..., al menos en lo referente a esta capital del Duero. Sobre esto escribiré en otro momento. Llegará el tiempo, creo que no tardando, de quedarse en casa a verlas venir porque resultara imposible o cuasi imposible viajar, salvo los ricos, qué siempre viven y sospecho que vivirán a sus anchas incluso en épocas de vacas flojas para la mayoría.
Vaya rollo acabo de soltaros.
Oporto, sobre todo si luce el sol, lo que embellece todo, sigue cautivando con su aspecto decadente, como de otro tiempo, con las ropas tendidas a los vientos, con su río Douro, sus casas azulejadas, su colorido, sus cabinas con hechuras inglesas, sus cafés y sus vinos, su gastronomía: deliciosas se me antojan las francesinhas o el bacalhau à brás.

Porto se ha puesto de moda y todo el mundo está ansioso por recorrer sus calles y hacer colas interminables para visitar el mítico café Majestic, situado en la comercial Rúa Santa Catarina, o bien las colas para entrar, pagando, por supuesto, en la librería Lello, esa que le dicen del Harry Potter, cerca de la emblemática Torre de los Clérigos. Por fortuna, uno visitaba esa bella librería en otro tiempo. Tanta cola nos encoleriza. ¿Acaso somos masocas?

Continuaré descubriendo y aún redescubriendo esta ciudad que mira al océano Atlántico con luminosidad y acaso con olas amorosas.

El Duero cruza esta ciudad, donde he estado en diversas ocasiones -la penúltima justo antes de la pandemia, en el carnaval de 2020-, que vaya carnaval que se nos avecinó, aunque esto aún no lo sabíamos. 

Oporto es familiar y al tiempo exótica, como de otra época, con su colorido y su aire de melancolía, con su decadencia y su olor a moho. Con sus estampas de ropa tendida por doquier y sus asadores de castañas. Con sus casas azulejadas y sus callejuelas empinadas. 

Oporto/Porto es un sueño fluvial y marino, bajo ese moderno y monumental puente de Arrábida, que te deja boquiabierto, hipnotizado.

La ilusión viaja en tranvía por las calles de la vieja ciudad del vino. Hacia el océano.

Sigo imaginándome subido a un tranvía como un rapacín que disfrutara girando en un tiovivo. Uno de esos tranvías que te lleva desde la vieja ciudad hasta la ciudad moderna, donde desemboca el Duero.

Oporto, como Lisboa, es una ciudad mirador. Son tantos y tan espectaculares sus miradores, como el de los jardines del Palacio de Cristal, el jardín das virtudes, el de la Victoria, desde la plaza donde se sitúa la catedral Sé o desde lo alto de la torre de los clérigos (hay que subir 200 escalones hasta la cima), situada en el cerro de los aforcados, que uno acaba sintiendo que se vuelve mirador. 

Oporto es una ciudad que sigue atrayendo a los visitantes, cada vez más numerosos a tenor de lo visto y vivido recientemente, el pasado fin de semana. 

Sábado 15 de octubre

La vieja ciudad de Oporto, con su Ribeira patrimonial, ahora invadida por los turistas, y también con las fachadas de sus casas con aroma de otro tiempo y sus callejas empinadas y un tanto sombrías en ocasiones, contrasta con ese otro Oporto que mira al océano Atlántico, esa ciudad luminosa de paseos, como el Alegre (distrito de Foz) y grandes avenidas como Boavista, y aun con sus playas, como la de los ingleses o la de la luz, entre otras, además de sus fortalezas.
Oporto es una ciudad llena de miradores, como el Horto das Virtudes, al que hice alusión ayer, o el de la Victoria, que he visitado hoy.
Torre de los Clérigos
Desde la otra orilla del río Douro, Vila Nova de Gaia, donde están las bodegas del preciado vino de Porto, las panorámicas también son sorprendentes.

Hasta podría asegurar que esta capital está atestada de turistas. No hay más que acercarse a la mítica, neogótica y Art Nouveau Lello, con su peculiar escalera sinuosa de color carmín, una de las librerías más hermosas del mundo, eso dicen, situada en la rúa das Carmelitas, donde se forman colas cuasi interminables para poder entrar a esa bella librería, en la que otrora, tampoco hace tantos años, se entraba con facilidad y por supuesto sin pagar nada por la entrada. O bien las colas que se hacen para entrar en el legendario y patrimonial café Majestic, con sus espejos y su modernismo de estilo parisino, situado en la comercial y animada calle de Santa Catarina. 

Majestic

Oporto, con el transcurso del tiempo, ha ido trocando su imagen de ciudad decadente, adonde casi no iban turistas (esa es al menos mi impresión), en una ciudad cuidada. Véase lo que era otrora la rúa das Flores y lo que es ahora, por ejemplo. Y así tantos otros sitios como el mercado de Bolhao. 

El Duero, como decía, surca la ciudad de Oporto para ofrecernos esa otra orilla de bodegas conocida como Vila Novoa de Gaia, desde donde también contemplamos el mundo, los barcos rabelo que navegan el río. Incluso uno puede darse un voltión en teleférico.

Recuerdo que Isabel, poeta portuguesa que vive en Oporto, me mostró ese mirador que es el hotel Yeatman. Inolvidable. Y también el palacio do Freixo. Con ella compartí momentos estupendos en Póvoa de Varzim, en el festival de Literatura conocido como Correntes d'Escritas. 

Sao Bento

La verdad sea dicha, me encanta regresar a aquellos sitios en los que experimento una sensación de cercanía. Y eso ocurre con Oporto, donde tengo la impresión de estar en Galicia, tal vez por su habla, aunque al tiempo sea tan diferente en tantas cosas. Esa Oporto incluso leonesa de la que hablara y escribiera en otro momento, como queda reflejado en ese espectacular mural de azulejos de la estación ferroviaria de Sao Bento donde se funden el Reino de León y el Reino de Portugal.

https://www.lanuevacronica.com/oporto-leonesa

En este viaje, que aún resuena como un latido amoroso en mi mente, me sentí realmente a gusto. Y disfruté de los paseos tanto por el casco histórico como por la ciudad moderna que se abre al mar, con sus playas y sus fortalezas como Sao Joao Baptista de Foz o el castillo do Queijo (Sao Francisco Xavier), que se alza en el extremo sur de la playa de Matosinhos.


Y me gustó degustar sus tripas, que son algo así como nuestros callos, en ese restaurante chiquito situado en el barrio de Miragaia, en una placita, en el número 127, creo recordar. Un sitio realmente estupendo para comer, ya que además dispone de terraza, y está retirado del bullicio. Un lugar al que espero volver. 

Sábado 15 de octubre

oscurecida o a punto de oscurecerse. Desde el animado Horto das Virtudes, el huerto de las delicias, donde se trepa la juventud para tomarse unas birras y fumarse algunos canutos. Qué todo sea por la belleza que irradia esta ciudad fluvial y marítima.