Vistas de página en total

miércoles, 22 de octubre de 2025

La creación de la madre, por Alicia Riera

 (Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

Me piden que respire, pero soy incapaz de respirar. Solo puedo hacerlo cuando siento que me ahogo, y entonces lo hago a borbotones. Además, tengo entumecida la garganta. He gritado hasta desgarrármela, y ahora parece que he metido mis cuerdas vocales en una brasa que echa chispas. Nunca en la vida he sentido un dolor igual. Siento cómo todo me arde por dentro. Juro que me partiré en dos, o me moriré y me quedaré inerte en esta camilla, antes de sacar a esta niña de dentro. Me vuelven a recordar que he de respirar, y yo pienso que se deben creer que es fácil, o que no lo estoy intentando lo suficiente, cuando ahora mismo lo daría todo por poder respirar profunda y lentamente, y llenarme como un globo, hasta mis topes, hasta casi reventar. 


 Las lágrimas me salen a borbotones y me queman la cara, que me escuece. La garganta también me escuece. Me duele tanto que, si intento gritar, la voz se me queda atrapada dentro, y siento que no podré hablar nunca más. Me he roto las cuerdas vocales, estoy segura. Así que ahogo mis gritos antes de que amenacen con escapar y partirme más, mordiéndome con fuerza los carrillos. Instantáneamente, la boca me sabe a sangre. Dios mío, este dolor me va a matar. Me hará enloquecer, me va a privar de todo pensamiento coherente. Solo puedo concentrarme en este terrible dolor. Y en mi niña. Mi niña, mi niña, mi niña… Si pienso en ti con toda la fuerza que me queda, tal vez no me muera y este dolor se acabe ya.

Y de nuevo, otra contracción, porque cada vez son más seguidas. Un dolor punzante, sangre en mis papilas gustativas y lágrimas corrosivas sobre mi rostro, mi cuello y mi pelo. Me va a matar, mi niña. Este dolor me va a matar. Se me nubla la mirada y los oídos me empiezan a pitar. Si no llegas ya, me vas a matar. ¡Si es que me pasa por tonta! Por tonta, tontísima, que te haces la moderna y no quieres epidural. Pues toma modernidad, ale. ¡Y por haberte dejado embarazar desde un principio, joder!

Alguien me empieza a acariciar el pelo, pero no, no me relaja. Me pone todavía más nerviosa. No quiero caricias, quiero que este dolor se vaya, ¡por favor! Solo quiero que alguien me lo saque de dentro. ¿Por qué nadie me lo saca de dentro? ¿Y si es que no pueden? ¿Y si la niña se ha quedado atascada? Porque ya está tardando mucho, llevo así horas. Una semilla de miedo se instala en mí: ¿y si de verdad no me la pueden sacar? ¿Y si este dolor de verdad me mata? ¿Y si me mata la niña, si nace mal o muerta o algo así, terrible? ¿Y si es este mundo el que me mata? A mí, y a la niña, con su crueldad y su devastación.

No tendría que haberme dejado embarazar, joder. ¿A qué mundo estoy trayendo a mi niña?  Otro pinchazo más. Ardo todavía más. Este dolor es insoportablemente brutal. Es lo más doloroso que he vivido en mi vida. Amenaza con hacerme perder la cordura. Sollozo y gimo. Me voy a morir, lo sé, porque este dolor no se puede soportar. Es imposible. ¿Que se está asomando ya? No sé, no estoy segura, porque no entiendo bien las voces que me rodean. No puedo entender bien a las enfermeras, ni tampoco a mi marido, que me da la mano. Seguramente la tenga destrozada de tanto que estoy apretándola. Busco su mirada y él me mira de vuelta. Por favor, que el dolor se acabe, dame una buena noticia, dime que esto ya se acaba.

 ¡Sí, sí! Me dice que ya asoma la cabecita. Tu cabecita, cariño. Mi niña, la luz de mis ojos. Me voy a morir sin conocerte porque este dolor no es de este mundo, pero tu cabecita ya está aquí. No soy capaz de bajar la cabeza y mirarte, no puedo moverme, solo empujar. Tengo que sacarte de dentro como sea. El dolor se entremezcla con un mundo de fantasía en el que te imagino atemporal, mágica, única. ¿Serás así? ¿Tendrás sus ojos? Oh, Dios, ¡espero que tengas sus ojos! Y espero que el mundo al que te traigo mejore, que mejore por ti, porque eres el sol de mi vida y te estoy trayendo a un mundo de miseria. ¿Me lo podrás perdonar?

Me abrasa la garganta, la voz me sale ronca, pero ya no puedo contenerme: chillo y chillo sin parar. ¿Cuánto tiempo se puede chillar sin ahogarse? ¿Dónde van a morir los sonidos? No lo sé, pero yo siento que chillo eternamente hasta que, de repente, mi voz ya no es la única que resuena en esta sala fría y esterilizada. Las voces de las matronas, la carcajada pletórica de mi marido, y un sollozo potentísimo que no es mío. ¿Ya estás aquí? ¿Eres tú? Oh, Dios, ¡mi niña está aquí! Quiero tocarla, quiero sostenerla entre mis brazos, pero el agotamiento es tal, que no consigo siquiera mover la cabeza en su dirección. Mi marido empieza entonces también a llorar, bajito, bajito. Las matronas nos felicitan, me felicitan y yo no entiendo bien por qué. Estoy exhausta, estoy desorientada y la niña no para de llorar. La habitación da vueltas a mi alrededor, y tengo ganas de vomitar, porque mis fosas nasales están impregnadas de un olor a charcutería y a sangre horrible. Solo quiero descansar, y coger a la niña para que descanse conmigo.

  Pero, de repente, el pánico se apodera de mi cuerpo destrozado y partido en dos. No, no, no, que el mundo se pare. Mi respiración vuelve a acelerarse y comienzo a hiperventilar. Que me la vuelvan a meter, que esto no puede estar pasando. No estoy preparada, el mundo no está preparado, ¡joder! Que lo vamos a hacer fatal, terriblemente mal, ¡lo sé! Sé que lo haremos mal, aunque la amemos. Porque no estamos preparados, joder. ¿Cómo me he dejado embarazar? Las lágrimas vuelven a llenarme los ojos, y los cierro con fuerza. Tal vez cuando los abra nada de esto habrá pasado, y me despertaré hace nueve meses, sin niña, sin dolor y sin miedo.

 Del pánico al vacío hay tan solo la intención de retroceder en el tiempo. Me dejo caer hacia atrás, y me lo repito como un mantra, como si fuera una epifanía: “del pánico al vacío hay tan solo la intención de retroceder en el tiempo”. Cierro los ojos con intención, los oídos me pitan, y me siento a años luz del mundo que me rodea. Mientras las palabras resuenan en mi interior una y otra vez, casi consigo sentir el tiempo retroceder. Pero luego está el olor, ese olor a hierro que me ata a la realidad. Que me ata a ti. Mis ojos vuelven a inundarse en lágrimas. Son lágrimas de agotamiento, de pánico, de dolor.

 Pero también de… ¿Ilusión? Te oigo gorgojear como un pajarillo recién salido del cascarón. Sí, me atas a este mundo, como me ata el olor a sangre y a día de matanza. A tu alrededor, voces, gritos de júbilo y celebración. Llantos, también. Pero la niña está bien, seguro que está bien. Mi niña está bien. Algo de paz, al fin. Entonces, alguien me besa, me besa una y otra vez, y me regala palabras de amor y de orgullo. Esas felicitaciones de nuevo. Lo he hecho muy bien, pero, ¿qué he hecho? Sacar a la niña de dentro era una necesidad, un instinto ancestral de supervivencia. Solo me he tendido, y he gritado y sufrido, y la he sacado porque, si no lo hacía, me iba a morir.

  Me duele todo, pero los besos son suaves y me reconfortan. Se van llevando el miedo, capa por capa. Con cada beso, la sensación de muerte inminente se va yendo de mí. Con cada caricia, el pánico me abandona. Mi marido me anima a que abra los ojos, a que te vea, a que vea a mi niña, que está apoyadita sobre sus brazos. Y yo lo hago. En cuanto mis ojos se fijan en ti—una bolita rosa, feíta y muy, muy pequeña—, todos los restos de dolor, miedo, y arrepentimiento se esfuman de golpe. Puf. Como si nunca hubieran existido.

Mi cuerpo, hasta ahora vacío, se llena de golpe. Es amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario