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miércoles, 15 de octubre de 2025

Ascensión Martínez, Charo Moral y Susana Campos


(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada) 

La viejecita

Ascensión Martínez


El día era limpio y soleado. Los trenes circulaban con normalidad. En los márgenes de las vías crecían pequeñas margaritas silvestres, que animaban el verde de la hierba.

 La viejecita se dirigía a la ciudad cercana, que conocía muy bien y, tranquila, esperaba el tren en la estación del pueblo, en el que vivía desde que nació.    

   Cuando llegó a la ciudad, amparada por el anonimato que esta le brindaba, entró en un bar y tomó su primer whisky del día. A éste le siguieron otros muchos.

   Cuando el día se recogía y la luz difuminaba y desdibujaba colores y formas, la viejecita volvió al pueblo.

   El canto de un grillo la acompañó desde la estación hasta su casa. Una vez allí, se tumbó sobre la cama y se quedó dormida.

  Tiempo atrás, la viejecita había leído, en acreditados estudios científicos, que dormir bien alargaba la vida. Y también, ya hacia algún tiempo, que, utilizando el método científico de prueba y error,  había encontrado el antídoto infalible contra su insomnio. 


 

Los segundos

Ascensión Martínez

 

 Por la mañana, Pedro salió de casa para ir a tomar un café a su cafetería habitual. Pedro era un hombre de rutinas. Las había establecido con precisión y esmero.

    A mitad de camino miró su reloj, y una inquietud y desasosiego imparables se apoderaron de él. El segundero del reloj le indicaba que llevaba un segundo de retraso en su rigurosa rutina. Fuera de sí no vio que cruzaba la calle con el semáforo en rojo, ni tampoco oyó el frenazo del coche que de forma inevitable y mortal lo atropelló.

    Juan, el conductor del coche, también era un hombre de rutinas. Aquel día había salido de su casa, y había cogido el coche para hacer la compra semanal. A mitad de camino miró su reloj. El segundero le mostraba que llevaba un segundo de anticipación en su estricta rutina. Este hecho le provocó un incipiente estado de relajación y ensoñación que le impidió ver al peatón que había invadido la calzada, cruzando con el semáforo en rojo.

     Y por cosas del destino, aquel día, los dos segundos que tanto tiempo se habían estado buscando, uno atrasado y el otro adelantado, se fundieron en un abrazo amoroso.

                        Polvo en el viento

                        Charo Moral

    Sobre la cinta transportadora del aeropuerto viaja una maleta cerrada, que, a su paso por un túnel oscuro, no llama la atención del vigilante que está mirando a la pantalla. La dueña de la maleta es una mujer, que está temblando. Su mirada se desvía del monitor cuando alguien le pregunta algo. No se encienden ni los botones rojos ni suenan las alarmas. La mujer nota el sudor en su rostro, y los latidos de su corazón golpean en su pecho con fuerza. "Ahora, mamá, iniciarás tu último viaje, descansa tranquila sobre mis camisas planchadas", piensa la mujer.

    La mirada de la mujer se desvía del monitor, mientras alguien le (atención al laísmo) pregunta algo. No hay botones rojos ni suenan alarmas. La maleta sale del túnel oscuro.

    Noto el sudor en mi rostro, y los latidos de mi corazón, que golpean mi pecho.

    "Ahora, mamá, iniciarás tu último viaje, descansa tranquila sobre mis camisas planchadas", piensa la mujer.

                El olor del mar

            Susana Campos

    Me gusta el olor a sal cuando me acerco al mar, ese regusto en los labios que me los reseca, pero es agradable a la vez incómodo. Me gusta esa sensación de conexión con el mar, la naturaleza, la sal que da vida y da muerte. Pero no me gusta nada cuando tengo una herida y la sal del mar se empeña en curarme haciéndome que me salten las lágrimas por el picor y escozor.

    Me gusta el atardecer porque sus colores me relajan y sé que mi mente y cuerpo van a descansar durante un tiempo. Me gusta el atardecer en la orilla del mar y también el atardecer en mi casa, bueno en la casa de mis padres, viendo cómo el cielo cambia de colores y se esconde en la montaña de enfrente. Pero no me gusta nada el atardecer conduciendo cuando te molesta en los ojos y me hace estornudar. Tampoco me gusta el atardecer de hace ya veinte años en casa de mis padres, desde que nos invadieron los mosquitos tigres porque no me relajo y lo tengo que ver desde la ventana.

    Me gusta leer lo que quiero y cuando quiero y donde quiero. Me gusta leer para entretenerme, para aprender, para llorar, para reír, para evadirme, para encontrarme, me gusta leer sola y libre. Me gustan las pequeñas editoriales. No me gusta leer para coordinar un club de lectura, no me gusta leer betsellers ni premios famosos ni sus editoriales monstruosas.

    Me gustan muchas cosas y no me gustan muchas otras, pero lo que sí  me gusta es poder elegir con la edad y la madurez o la nueva juventud… No me gusta tener que dar explicaciones. Tampoco me gusta hacer lo que toca por edad ni por modas. No me gusta dar explicaciones y ya menos justificar mis elecciones.

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