Siempre es incierta la frontera entre un hombre y una mujer en asuntos de cariño, deseo o apego. Nuestra amistad no era nueva. Era fruto de varios años de encuentros de café, algún paseo o simplemente alguna charla telefónica. Éramos solo eso: amigos. Sara era una mujer frágil, un poco infantil, absolutamente inestable emocionalmente y siempre buscaba refugio en los hombres. Esta amistad tomó un nuevo rumbo cuando ella enfermó. Padecía de algún problema estomacal, causante de fiebres puntuales, pero que apenas afectaba a su físico o a su movilidad. Era una mujer con miedo al dolor y visitaba a los médicos con frecuencia. Era hipocondriaca, dependiente, un poco tóxica y obsesiva. Cualquier dolencia le aterraba. Estos eran sus defectos, pero como hombre necesitado de compañía femenina, fueron obviados por mí en favor de una belleza que exaltaba mi lujuria.
Sara tenía facciones de escultura griega. Era una afrodita
infantiloide, cuyo trasero generoso hubiera encajado con gusto cualquier
escultor dentro de la fría textura del mármol. Sus pechos no eran demasiado
prominentes, pero en su torso parecían encajar a la perfección en la mezcla de
su femineidad. Lo mejor era su carita de ángel, sobre todo cuando sonreía y su
boca perfecta sin alientos de tabaco o alcohol quedaba enmarcada
maravillosamente entre sus largos mechones de pelo liso y negro.
La primera vez que me besó fue dentro de mi coche, tras
haberla acompañado a una de sus muchas consultas al especialista. Sucedió de
manera inesperada, acercando sus tentadores labios a los míos, buscando mi
lengua en un baile de músculos salivados y calidez intrauterina. Pero no fue un
beso ardiente. Se trató de un retozo bucal pausado, pues no había intenciones
de ir más allá, y resultó el beso más dulce que jamás había compartido. Fue
pura suavidad y deleite, producto de la ternura o tal vez de la necesidad de
agradecer mi dedicación hacia ella. Aquella fue la primera vez que tuvimos un
contacto verdaderamente carnal. Descubrí entonces que Sara tenía poco de mujer
depredadora que pudiera fácilmente engatusar a los hombres. Tenía más bien el
carácter de un animalito asustadizo, que solo gruñía cuando se sentía amenazada
y siempre andaba en búsqueda de cariño y protección.
Otro día, cuando las peripecias carnales fueron a más, descubrí también que el sexo era para ella a la vez un refugio y una forma de expresar que se sentía protegida. Aquella tarde, Sara regresaba de un viaje a la capital para asuntos de médicos y consultas o para alguna prueba analítica. Venía con prisas, con la urgencia de los desesperados. La necesidad de encontrar consuelo en mí, de buscar mi compañía, o quién sabe por qué ansiedades, adelantaron su vuelta. Su voz al teléfono se escuchaba presurosa. Quería saber cuál era el próximo y más rápido billete para volver lo antes posible. Agitada y presurosa buscó el autobús correspondiente siguiendo mis indicaciones y en apenas una hora ya estaba de regreso en el sur. La recogí con el coche y nos fuimos a mi piso.
Ya en la cama, mucho más cariñosa que de costumbre, se me
arrimó muy coqueta y buscó mis sentidos. Fue más suave y placentero de lo que
yo esperaba. Sara tenía en su entrepierna un paraíso con una tersura
adolescente. Abrazados de frente, nuestros músculos se engarzaron como si fuera
el acople más natural del mundo. La penetré como quien se dispone a descubrir
un tesoro de golosinas en una cueva infantil. Mi verga encontró en aquel hueco
palpitante un escondrijo divino. Todo acto lujurioso era con ella tan fácil
como beber agua de un manantial de montaña. Porque en esa noche cualquier
contacto con ella parecía ser natural, sin esfuerzo, todo fluido, sin
artificios ni poses preparadas.
Se subió encima de mí y me cabalgó dulcemente. Cada subida y cada bajada de Sara convirtió a mi miembro en un émbolo lubricado, movido por un motor que era pura comunión de dos mecanismos humanos. Cuando el intercambio piernas, brazos y rodillas nos llevó a ensayar la postura con la que la inmensa mayoría del reino animal efectúa sus apareamientos, entonces vi el cielo. Aquel culo era pura exuberancia de carne. Esas dos masas gemelas que temblaban al ritmo de un baile delicioso, eran dos plataformas insuperables donde anclar mis manos, justo donde sus nalgas se unían con su marcada cadera. Así seguimos durante muchos minutos, casi sin cansarnos, pues todo aconteció sin prisas. La suavidad de su sexo, su humedad y sosiego invitaban a perpetuar aquella ceremonia de energías lubricadas con empujes y retrocesos, de elevaciones y descensos. Fue a la vez un acto de lujuria, ternura, gratitud y cariño. Resultó un bálsamo para ambos. Para mí, por satisfacer un deseo siempre latente ante una amiga carnalmente apetecible. Para ella como desahogo de la ansiedad por su enfermedad y una forma de recompensarme por mis cuidados.
En los meses siguientes, siguieron más momentos de cama y ternura; de acercamiento, siempre en la frontera entre la amistad y el romance. Ella seguía enferma. Cuando su fiebre daba una tregua, entonces me buscaba dulzona y dedicada. Sara me dio durante aquel año momentos de ternura, pasión suave y maleable. Yo para ella fui su columna en aquellos días de desasosiego, un brebaje natural que daba paz a su espíritu inquieto y angustiado.
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