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jueves, 2 de octubre de 2025

Instantes, por José González Ríos

 

Aire caliente. Eso notó en cuanto acabó de bajar aquellas empinadas escaleras. La gente se dirigía veloz hacia las puertas acristaladas. Una caterva de hombres encorbatados, mujeres apresuradas, encapuchados adolescentes imberbes, estaban todos arremolinados en torno a las compuertas de metacrilato que soltaban su corriente de personas hacia las entrañas de aquel monstruo rugiente. 

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El metro por las mañanas era una danza desorganizada. Mareas que alcanzaban la orilla de los andenes y se introducían en esos gusanos metálicos, que —tras un periodo de oscuridad y a una velocidad endiablada— vomitaban de nuevo su carga de corazones tristes, sonrisas apagadas y ansia de café… en otra playa.

Aquel aire sofocante le golpeó la cara como un puñetazo. El frío de la mañana, que le había desperezado camino de la estación de metro, se transformaba en un bochorno que, para la mayoría de la gente, al atravesar esas puertas en las mañanas, era como adentrarse en el mismísimo infierno. Pero no para él, que se había acostumbrado a fluir despacio entre aquella corriente de enloquecidas criaturas. Le sobraba el tiempo, y las prisas no iban con su carácter. Le gustaba ver la vida lentamente, como en una película, y para eso había aprendido a no estar pendiente de relojes que ataban los pies como cadenas. Se despertaba con energía, se tomaba su tiempo para prepararse y salía a la calle camino de su lucha diaria, como quien sale a pasear por el parque.

Un día más, pasó el umbral del averno y se introdujo en las tripas del leviatán que, enloquecido, cruzaba la ciudad en lo más profundo del subsuelo. Su costumbre era subirse por la tercera puerta del convoy, sabiendo que era la zona menos concurrida del tren, y casi siempre hallaba allí un sitio donde apoyarse; incluso algunos días podía sentarse. Su entretenimiento favorito en esos viajes diarios —además de escuchar su música— era observar a la gente que le acompañaba en aquella odisea cotidiana. Estaban los que leían, ausentes, libros de todo tipo. Otros veían el último capítulo de la serie a la que estaban enganchados. También aquellos que, apoyados de forma inverosímil en cualquier parte, dormitaban los postreros minutos de la madrugada, aprovechando al máximo el último baile en la fiesta de Morfeo. A veces los monstruos se cruzaban, y otros infelices que viajaban en sentido contrario mezclaban sus miradas y vidas con él y el resto de los pasajeros.

Un día, mientras llevaba la mejilla apoyada en la fría ventanilla, llamó su atención una mancha amarilla entre la gris masa de monotonía. Era una joven, con su negro cabello y sus ojos negros semiocultos tras unas gafas. Unos ojos que lo miraban chispeantes, en contraste con los que, legañosos, mostraban sus compañeros de viaje. Estaba cubierta con un impermeable de un amarillo tan brillante que destacaba como un destello en una noche sin luna de monótonos abrigos oscuros. El ojo humano, como el de casi todos los depredadores, se fija en el movimiento o en los colores llamativos. Y eso hizo su primario instinto cazador. El color amarillo captó toda su atención durante el fugaz momento en que se cruzaron en aquella estación.

El agua caliente de la ducha la reconfortó. Sabía que un poco de agua fría le vendría mejor para despertar, pero no creía que su cuerpo pudiera soportarla en ese momento. Se vistió a toda prisa, pues ya iba con retraso (como casi todos los días). Todas las noches se proponía madrugar lo suficiente como para tomarse la mañana con calma, pero pocas veces lo conseguía. Prescindió de su café para ganar tiempo y corrió al armario. Entre otros, allí estaba su impermeable amarillo. Llovía aquella mañana, así que decidió que sería lo más adecuado para resguardarse de las gotas traicioneras. Corrió por el andén y, casi tropezando, subió en el último momento al vagón, justo cuando las puertas —convertidas por un instante en guillotinas— se cerraban a su espalda. Se acomodó al lado de la ventanilla y se dispuso a contemplar el paisaje monótono de oscuridad del túnel, donde, como una alimaña en su cubil, se colaba aquel torbellino de ruido y vibración que era la máquina que la transportaba cada día a su lugar de trabajo. De repente, la luz llenó de nuevo la ventanilla y llegaron a una estación. Otro convoy entró al mismo tiempo y —como en una metáfora de caminos paralelos pero opuestos—, las vidas de quienes viajaban en esos trenes se cruzaron un instante. Marrones. Aquellos ojos eran marrones, sus miradas se encontraron y conectaron en ese momento donde todo se detiene. Pupilas que se encuentran y, sin más, se quedan congeladas en una efímera eternidad. Durante unos minutos, mientras el tren volvía a su oscuridad, pensó si aquellos ojos color Coca-Cola la habrían visto también o simplemente eran unos ojos de esos que a veces miran sin ver, con la pupila fija en un punto en el infinito mientras el cerebro, desconectado de ellas, viaja en su propio mundo interior.

En los días sucesivos, buscó sin éxito un oasis de color entre la monotonía de rutinas en blanco y negro. Era evidente que aquella chica fue como un rayo de luz entre la niebla. Se preguntó si sería capaz de reconocerla si volviese a verla. Lo dudaba. Habría miles, quizá decenas de miles, de muchachas con el pelo negro en una ciudad de millones de habitantes. Le sacaron de su ensoñación unas adolescentes gritonas que se habían situado a su lado y comentaban el último éxito del cantante de moda, que obviamente no le interesaba en absoluto. Ella se inventó, durante unos días, un nuevo juego que hizo su viaje más ameno. Mirando por aquella ventanilla, jugó a buscar esos ojos que la miraron desde el otro lado de la estación durante unos segundos eternos. Imposible —miles de ojos se cruzaban en su camino cada día—. ¿Sería capaz de reconocerlos? Claro que sí, pero en el fondo sabía que era una tarea condenada al fracaso.

Él subía mirándose los pies en aquella escalera mecánica, atento al traicionero movimiento de cizalla de aquellos escalones metálicos. En un instante, a mitad de camino, alzó la vista para mirar a su alrededor, cuando, tras unas gafas, unos ojos negros le resultaron familiares. Otra vez el mundo pareció detenerse y, durante un tiempo que no sabría medir, todo giró alrededor de ellos. La joven, mirando al frente mientras bajaba arrastrada por la metálica escalera en movimiento, sintió la magnética atracción de una cabeza que se irguió de repente en la escalera de sentido contrario. Esos ojos de nuevo, y volvió a sentir la conexión que había detenido el mundo en el cruce de trenes tiempo atrás. Ambos tardaron unos segundos en reaccionar, mientras la vida y los engranajes de la escalera mecánica seguían su natural movimiento. Era ella, sin duda. No vestía aquel llamativo impermeable amarillo, pero los ojos —esos ojos negros como una noche en el bosque— eran los mismos que habían destacado en un océano de apagadas pupilas. El primario impulso de correr escaleras abajo para perseguirla y verla otra vez se frenó en su mente. Pensó que era una locura. Y siguió su camino, como cualquier otra mañana. Por supuesto que era él. Su mirada se había quedado tan grabada en su retina que, al verla otra vez, el deseo de salir corriendo tras aquellos ojos fue inmediato. Aunque, al llegar abajo, descartó la idea y continuó sus pasos. Y así, una vez más, el encuentro fugaz de dos miradas se quedó en el limbo de almas cruzándose por caminos paralelos, en diferentes sentidos. Como trenes en la oscuridad del túnel del metro. Como corazones que, asíncronos, laten desacompasadamente al mismo ritmo.

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