Aire caliente. Eso notó en cuanto acabó de bajar aquellas empinadas escaleras. La gente se dirigía veloz hacia las puertas acristaladas. Una caterva de hombres encorbatados, mujeres apresuradas, encapuchados adolescentes imberbes, estaban todos arremolinados en torno a las compuertas de metacrilato que soltaban su corriente de personas hacia las entrañas de aquel monstruo rugiente.
https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/instantes_180033_102.html
El metro por las mañanas era una
danza desorganizada. Mareas que alcanzaban la orilla de los andenes y se
introducían en esos gusanos metálicos, que —tras un periodo de oscuridad y a una
velocidad endiablada— vomitaban de nuevo su carga de corazones tristes,
sonrisas apagadas y ansia de café… en otra playa.
Aquel aire sofocante le golpeó la
cara como un puñetazo. El frío de la mañana, que le había desperezado camino de
la estación de metro, se transformaba en un bochorno que, para la mayoría de la
gente, al atravesar esas puertas en las mañanas, era como adentrarse en el
mismísimo infierno. Pero no para él, que se había acostumbrado a fluir despacio
entre aquella corriente de enloquecidas criaturas. Le sobraba el tiempo, y las
prisas no iban con su carácter. Le gustaba ver la vida lentamente, como en una
película, y para eso había aprendido a no estar pendiente de relojes que ataban
los pies como cadenas. Se despertaba con energía, se tomaba su tiempo para
prepararse y salía a la calle camino de su lucha diaria, como quien sale a
pasear por el parque.
Un día más, pasó el umbral del
averno y se introdujo en las tripas del leviatán que, enloquecido, cruzaba la
ciudad en lo más profundo del subsuelo. Su costumbre era subirse por la tercera
puerta del convoy, sabiendo que era la zona menos concurrida del tren, y casi
siempre hallaba allí un sitio donde apoyarse; incluso algunos días podía
sentarse. Su entretenimiento favorito en esos viajes diarios —además de
escuchar su música— era observar a la gente que le acompañaba en aquella odisea
cotidiana. Estaban los que leían, ausentes, libros de todo tipo. Otros veían el
último capítulo de la serie a la que estaban enganchados. También aquellos que,
apoyados de forma inverosímil en cualquier parte, dormitaban los postreros
minutos de la madrugada, aprovechando al máximo el último baile en la fiesta de
Morfeo. A veces los monstruos se cruzaban, y otros infelices que viajaban en
sentido contrario mezclaban sus miradas y vidas con él y el resto de los
pasajeros.
Un día, mientras llevaba la mejilla
apoyada en la fría ventanilla, llamó su atención una mancha amarilla entre la
gris masa de monotonía. Era una joven, con su negro cabello y sus ojos negros semiocultos
tras unas gafas. Unos ojos que lo miraban chispeantes, en contraste con los
que, legañosos, mostraban sus compañeros de viaje. Estaba cubierta con un
impermeable de un amarillo tan brillante que destacaba como un destello en una
noche sin luna de monótonos abrigos oscuros. El ojo humano, como el de casi
todos los depredadores, se fija en el movimiento o en los colores llamativos. Y
eso hizo su primario instinto cazador. El color amarillo captó toda su atención
durante el fugaz momento en que se cruzaron en aquella estación.
El agua caliente de la ducha la
reconfortó. Sabía que un poco de agua fría le vendría mejor para despertar,
pero no creía que su cuerpo pudiera soportarla en ese momento. Se vistió a toda
prisa, pues ya iba con retraso (como casi todos los días). Todas las noches se
proponía madrugar lo suficiente como para tomarse la mañana con calma, pero
pocas veces lo conseguía. Prescindió de su café para ganar tiempo y corrió al
armario. Entre otros, allí estaba su impermeable amarillo. Llovía aquella
mañana, así que decidió que sería lo más adecuado para resguardarse de las
gotas traicioneras. Corrió por el andén y, casi tropezando, subió en el último
momento al vagón, justo cuando las puertas —convertidas por un instante en
guillotinas— se cerraban a su espalda. Se acomodó al lado de la ventanilla y se
dispuso a contemplar el paisaje monótono de oscuridad del túnel, donde, como
una alimaña en su cubil, se colaba aquel torbellino de ruido y vibración que
era la máquina que la transportaba cada día a su lugar de trabajo. De repente,
la luz llenó de nuevo la ventanilla y llegaron a una estación. Otro convoy
entró al mismo tiempo y —como en una metáfora de caminos paralelos pero
opuestos—, las vidas de quienes viajaban en esos trenes se cruzaron un
instante. Marrones. Aquellos ojos eran marrones, sus miradas se encontraron y
conectaron en ese momento donde todo se detiene. Pupilas que se encuentran y,
sin más, se quedan congeladas en una efímera eternidad. Durante unos minutos,
mientras el tren volvía a su oscuridad, pensó si aquellos ojos color Coca-Cola
la habrían visto también o simplemente eran unos ojos de esos que a veces miran
sin ver, con la pupila fija en un punto en el infinito mientras el cerebro,
desconectado de ellas, viaja en su propio mundo interior.
En los días sucesivos, buscó sin
éxito un oasis de color entre la monotonía de rutinas en blanco y negro. Era
evidente que aquella chica fue como un rayo de luz entre la niebla. Se preguntó
si sería capaz de reconocerla si volviese a verla. Lo dudaba. Habría miles,
quizá decenas de miles, de muchachas con el pelo negro en una ciudad de
millones de habitantes. Le sacaron de su ensoñación unas adolescentes gritonas
que se habían situado a su lado y comentaban el último éxito del cantante de
moda, que obviamente no le interesaba en absoluto. Ella se inventó, durante
unos días, un nuevo juego que hizo su viaje más ameno. Mirando por aquella
ventanilla, jugó a buscar esos ojos que la miraron desde el otro lado de la
estación durante unos segundos eternos. Imposible —miles de ojos se cruzaban en
su camino cada día—. ¿Sería capaz de reconocerlos? Claro que sí, pero en el
fondo sabía que era una tarea condenada al fracaso.
Él subía mirándose los pies en aquella escalera mecánica, atento al traicionero movimiento de cizalla de aquellos escalones metálicos. En un instante, a mitad de camino, alzó la vista para mirar a su alrededor, cuando, tras unas gafas, unos ojos negros le resultaron familiares. Otra vez el mundo pareció detenerse y, durante un tiempo que no sabría medir, todo giró alrededor de ellos. La joven, mirando al frente mientras bajaba arrastrada por la metálica escalera en movimiento, sintió la magnética atracción de una cabeza que se irguió de repente en la escalera de sentido contrario. Esos ojos de nuevo, y volvió a sentir la conexión que había detenido el mundo en el cruce de trenes tiempo atrás. Ambos tardaron unos segundos en reaccionar, mientras la vida y los engranajes de la escalera mecánica seguían su natural movimiento. Era ella, sin duda. No vestía aquel llamativo impermeable amarillo, pero los ojos —esos ojos negros como una noche en el bosque— eran los mismos que habían destacado en un océano de apagadas pupilas. El primario impulso de correr escaleras abajo para perseguirla y verla otra vez se frenó en su mente. Pensó que era una locura. Y siguió su camino, como cualquier otra mañana. Por supuesto que era él. Su mirada se había quedado tan grabada en su retina que, al verla otra vez, el deseo de salir corriendo tras aquellos ojos fue inmediato. Aunque, al llegar abajo, descartó la idea y continuó sus pasos. Y así, una vez más, el encuentro fugaz de dos miradas se quedó en el limbo de almas cruzándose por caminos paralelos, en diferentes sentidos. Como trenes en la oscuridad del túnel del metro. Como corazones que, asíncronos, laten desacompasadamente al mismo ritmo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario