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miércoles, 1 de octubre de 2025

Ya no huele a cafés, por Ana López Sobredo; y Libido y lívido, por Joaquín González Sancho

 En esta ocasión, se han publicado dos relatos de mi alumnado de escritura de la UNED en La Nueva Crónica. Vayan aquí. 

Ya no huele a cafés, por Ana López Sobredo

Villa Gloria ya no huele a cafés. Ya no huele a nada, solo al aire que limpio desciende desde el monte Pajariel, como un suspiro y enredándose en las esquinas, en los muros descascarillados, en las ventanas cerradas. A veces el barrio aún respira, pero muy despacio, con la delicadeza de quien no quiere molestar a los que ya partieron.


 Camino por la Avenida de La Martina pisando un sueño que se desvanece. Mis pasos resuenan demasiado, como si el pavimento hubiera olvidado otras pisadas. Antes, las voces eran muchas. Las puertas se hallaban abiertas y la vida asomaba por las ventanas, cual flores en primavera. Hoy, en cambio, todo parece recogido. Las casas, con sus tejados de pizarra aún brillantes, parecen encogerse con el paso del tiempo, como si el invierno se hubiera quedado dentro.

 Me encuentro con la señora Carmen envuelta en su abrigo gris, un tanto raído, es el de siempre. Nos miramos y no decimos nada. No hace falta. Ella también lo sabe. También recuerda. La tienda del barrio cerró. El bar Conde apenas abre. Y el banco del parque, aquel donde se sentaban los mayores charlando hasta más allá del atardecer, está vacío, solo, abandonado. No porque ya no quieran venir, es que ahora no pueden.

 La presa de La Martina no se ve. Está enterrada bajo el asfalto. A pesar de ello, hay tardes en las que la oigo latir, muy hondo, cual tambor antiguo que aún conserva el ritmo de lo que fue.

 Alicia falleció hace tres años. Sus rosales siguen ahí, pero ahora crecen salvajes, nadie los poda, nadie les habla. Me detengo frente a su verja y la brisa me trae su voz “¿Cómo va todo, niña?”. Quiero contestarle y la garganta se me llena de pétalos.

 Arribo a la que fue mi casa y el olor de los bizcochos de mi madre me golpea con ternura. No está; sin embargo, el recuerdo del candor de sus manos lo llena todo. Un sabor dulce se instala en mi boca, como si la infancia permaneciese escondida en algún rincón de la cocina.

 El barrio se va quedando solo. Se va quedando dentro de mí.

 Yo vuelvo. Siempre vuelvo. Porque aquí aprendí que el amor en ocasiones no se queda, pero siempre deja huella. Aprendí a querer lo que se va, a custodiar en el corazón aquello que ya no se puede tocar. Cada calle vacía, cada puerta cerrada, cada escaparate polvoriento, guarda un susurro, una risa, un nombre que ya no se pronuncia.

 Villa Gloria no es el lugar donde todo ocurre, sino el lugar donde todo ocurrió. El pasado a veces posee más fuerza que el presente. Hoy ya no huele a cafés. Huele a ausencias. Y, aun así, sigo amando este barrio como se ama a un fantasma querido.

Libido y lívido, por Joaquín González Sancho  

Esa noche saldrían a cenar un bocadillo de calamares. En Madrid era lo típico. La habitación rezumaba un denso aroma a sexo. Los cristales de la ventana casi traslúcida goteaban rocío, obra del vaho emanado por sus bocas. El abrazo resultaba de una humedad tibia tan reconfortante, que les costó desprenderse de la sábana epidérmica que conformaban juntos. El yugo pasional les había apresado durante varios días, aunque aquel sudor tan placentero ayudó a lubricar su liberación. En cuanto consiguieron desenredarse y despegarse del jergón, se dirigieron a la tasca que había frente a la pensión. “¡Viva el vino y el sexo!”, exaltaron mientras degustaban aquel grueso rebozado con salsa brava y mayonesa. Un tuya mía de convites, entre sonrisas y miradas, devino en un festín de deseos y anhelos, arribando en el baño del tugurio con un boca a boca de necesidad vital. Esnifaban los milímetros cuadrados de sus cuerpos, extasiados a cada instante, atorados e inmersos dentro de un placer antes desconocido, quizás alentado por medio de una lujuria espontánea inspirada por aquel claustrofóbico e infesto escenario. Libido y lívido, se enzarzaron en concursos de lascivia sin vencedor claro, pero con premios gordos: escaladas de caricias y pellizcos incesantes; emboques bizarros entre dientes, labios y lenguas… Esa vorágine brutal dio lugar a un aluvión de lametones que calmaban los daños ocasionados por los mordiscos del ardor, el ímpetu efusivo de los arañazos, y la fogosidad de fornicar sin acuerdo de ritmo pautado. Poco después, fue coronado un orgasmo sincrónico: ella estalló en una lúbrica carcajada, como si no hubiera reído jamás; él eyaculó un aullido, propio de un licántropo en celo.


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