Estimado doctor:
Le escribo desde mi noche de insomnio, con esperanza de encontrar en estas letras algo de claridad en mis pensamientos. No sé muy bien si es una confesión, una advertencia o un intento más de protegerme de mí mismo.
Siempre me ha dicho que no guarde nada dentro y, pese a que las sesiones que hemos compartido me han volcado en la reflexión, no he encontrado el coraje para expresar el desasosiego que me habita. Le debo cierto alivio, lo admito, pero hay cosas que no se pueden decir en voz alta.
Como le he contado alguna vez, durante la guerra nunca estuve en el frente —allí se mataban entre vecinos sin mirarse a la cara—; tampoco sabía nada de política ni me presenté voluntario, pero el avance del conflicto demandó reclutamientos forzosos y el ejército se presentó en mi pueblo. Sin apenas darme cuenta, comencé a formar parte del bando nacional, al igual que los demás muchachos.
Luego de enseñarnos a manejar con torpeza un fusil, pasamos a integrar patrullas de batidas, que recorrían los pueblos en busca de rojos, a los que se llamaba así sin importar si eran simples simpatizantes, militantes o desertores. Los mandos elegían las casas a registrar aplicando el miedo a las gentes, cosa que resultaba útil para forzar acusaciones.
Un día, en un pueblo cualquiera, el chivatazo de un vecino nos llevó a una casa situada en una finca alejada del pueblo, cerca de la montaña. Entramos en grupo por el patio trasero y allí el sargento nos arengó con firmeza:
—Se entra todos juntos y cada uno a un cuarto; se revisa todo, desde el suelo hasta el techo; los armarios, los muebles, debajo de la cama. Hay que buscar al interfecto y también si hay alguna documentación que lo incrimine o pudiera ser de interés. Y luego se le mata.
Dio la orden con la misma naturalidad con la que ordenaba limpiar un fusil o cargar sacos a un carro. Hombre tosco, formado para el mal, justificaba la crueldad de sus actos con el pretexto de la seguridad, la nación, la causa o cualquiera de esas palabras vacías que se pronuncian para que la buena gente no se detenga a pensar.
Adoptó una posición firme, avanzó unos pasos y golpeó la puerta de la casa con el fusil. La abrió una mujer con el cabello deshecho por el trabajo y el mandil atado a la cintura. Al vernos, el color se le fue del rostro. El sargento le dijo que si entregaba a su hijo no le pasaría nada y ella contestó, mirando al suelo, que no sabía nada de él desde hacía meses. El militar la echó a un lado de un manotazo y ordenó entrar al grupo. Ella se quedó apoyada en la pared del zaguán, con un poso de rabia y angustia atorado en su garganta.
Me tocó revisar la última habitación del corredor. Empujé la puerta de una patada y me asomé desde fuera para prevenir un posible ataque. Mi mayor miedo era encontrarme con otro hombre. Al igual que yo estaba allí sin ningún motivo, del mismo modo podía haber otro como yo en el lado opuesto, esperando a ser apresado por un enemigo incierto. Todos sabíamos cómo funcionaba aquello; la mayoría estábamos en el bando que llegó antes a reclutar.
Entré en la habitación y, procurando hacer mucho ruido, levanté el colchón y abrí los armarios para revisar su interior. Bajo la cama vi una rendija en el suelo, apenas perceptible entre los tablones carcomidos. Me incliné, curioso y, al fijar la vista, creí distinguir un leve movimiento. Podía ser una sombra provocada por un cambio de luz. Me acerqué un poco más y, con las rodillas en el suelo, me incliné e intenté levantar el tablón, metiendo los dedos en la rendija. Al empujar hacia arriba, comprobé que había un hueco en el tablado y dentro, dos ojos inmóviles brillaban. Dejé caer el tablón y me eché hacia atrás, como si ese gesto pudiera borrar lo que acababa de descubrir. Después, con un esfuerzo fingido, arrastré varios muebles para distraer a los que desde fuera pudieran estar escuchando, mientras miraba de reojo hacia la rendija. Y allí estaban otra vez los ojos, quietos. Me atreví a levantar de nuevo el tablón con los dedos y, al desplazarlo hacia un lado, encontré el terror delineado en las marcas del rostro de un hombre que me miraba sin parpadear. Estaba sepultado en un espacio mínimo, boca arriba, con las manos sobre el pecho. No pudo hablar.
El aire se volvió sólido y sentí miedo. Miedo por mí y miedo por el otro. Si lo delataba, tendría que fusilarlo; si ocultaba el hallazgo y lo encontraban, nos matarían a los dos. Mis manos comenzaron a temblar.
Dejé caer el tablón y lo encajé de nuevo con el pie, como si nunca hubiese sido movido. Me separé unos pasos hacia atrás y, en unos segundos, tomé la decisión. Tiré la ropa de la cama sobre la rendija, coloqué un pequeño mueble encima, revolví todo lo que pude los armarios y salí hacia el pasillo.
El sargento estaba fuera, esperando respuestas. Yo negué con la cabeza. Antes de que le diera tiempo a preguntarme detalles sobre la revisión, uno de los soldados gritó desde fuera:
—Aquí hay algo, el rojo está cerca.
El sargento salió corriendo; yo solté el aire contenido y salí detrás de él.
El soldado había encontrado unas huellas de barro fresco en el suelo del establo y, siguiéndolas, llegó hasta una trampilla que daba a un pequeño sótano. Nos colocamos con las armas apuntando hacia adentro y un recluta la abrió de un tirón. Era un minúsculo escondite vacío, en el que cabría apenas un hombre encogido. Olía a orín. Alguien dijo que el desgraciado se habría tirado al monte y nos fuimos a buscarlo entre los árboles.
El sargento nunca supo que, por un momento, estuvimos los dos muertos, el rojo y yo.
Después de ese día, mi vida fue mejor que la suya. Hasta me condecoraron con la medalla de la herida por haber perdido un ojo —por accidente— al cargar un fusil. Nunca presumí de esa medalla. Usted no sabe lo de mi ojo porque lo he ocultado toda mi vida tras unas gafas tintadas y nunca se lo cuento a nadie; no lo saben ni mis nietos. Forma parte de las cosas que quiero olvidar.
Poco antes de que terminara la guerra, en una noche de retén que se hacía eterna, lo vi aparecer, caminando con torpeza bajo una lluvia espesa. Supe que era él porque reconocí en su rostro las marcas del horror, las mismas que vi aquel día. Era un poco más viejo que cuando lo salvé. En su pecho sobresalían las heridas de tres balazos y lo cubría una desgastada bandera republicana. Permaneció toda la noche sentado a mi lado, sin decir nada.
Desde entonces viene a verme cada noche. Hasta hace poco no me hablaba. Ni siquiera entraba en mi cuarto; solo se quedaba parado en la puerta, para que reconociera su reflejo de sombra húmeda.
De un tiempo a esta parte, ha cambiado su proceder. Cada semana viene un día distinto y se sienta en el borde de mi cama para contarme que lo mataron cuando intentaba huir a Francia por los Pirineos. Lo dejaron tirado en una zanja, hasta que unos brigadistas encontraron su cadáver y lo enterraron, envuelto en la tricolor, en un improvisado funeral clandestino.
Si llueve, viene de seguido. Me dice que murió solo, apoyado contra un árbol. Logró sobrevivir más de un año. Fue capturado en dos ocasiones y en las dos lo torturaron hasta delatar a desconocidos. Le arrancaron las uñas, los dientes y hasta el alma. Nunca más pudo dormir sin llorar. Deseó mil veces haber muerto aquel día, bajo los tablones y me acusa de su desgracia. Yo lo condené. Debí matarlo, habría sido más humano. Le robé su muerte.
Siente hacia mí un odio frío y me odia con una calma que cuaja. «Debiste matarme», repite con serenidad. Sus palabras regresan idénticas, persistentes, hasta convencerme de que mi gesto no fue noble, porque convertí su sufrimiento en el precio de mi conciencia limpia.
Y quizá tenga razón, doctor. Quizá no fue valor ni compasión, sino miedo. Miedo a tener que matarlo. Miedo a pensar en lo que me convertiría si lo delataba. Un miedo egoísta.
Me he cansado de pedirle perdón. Su odio está ya en mi sangre y me habla desde dentro. Y yo lo comprendo y lo justifico.
Me despierto a diario con el deseo de hacer lo que no hice y ahora ya no sé si es para reparar el mal que provoqué o solo para silenciar su voz.
Dígame, doctor, ¿cómo se sobrevive al reproche de un muerto que uno mismo condenó a vivir? ¿Qué se hace con un muerto que vive en uno?
Me parece que ya no queda más que un acto posible. Uno solo. Pero no aún. Antes tengo que hacer un par de cosas que me ha encargado. Hoy no podré asistir a su consulta.
Anexo clínico-Dr. López (Psiquiatra)
Archivo confidencial
Asunto: recepción de carta no solicitada que remite paciente bajo anonimato.
A primera hora de la mañana he encontrado bajo la puerta de mi consulta un sobre sin remitente. La caligrafía y algunos datos que incluye permiten identificar al paciente Benito García, en tratamiento desde hace dos años por sintomatología compatible con trastorno de estrés postraumátrico severo, con componentes disociativos y episodios alucinatorios.
El contenido de la carta confirma una intensificación de los síntomas ya registrados: figura alucinatoria de interlocutor nocturno, ideas de culpa asociadas a decisiones tomadas durante el conflicto bélico en el que participó y una progresiva idealización suicida.
A pesar del tono clínico que la carta contiene, confieso una inquietud persistente tras su lectura. Lo más significativo es la introducción de una idea suicida indirecta, sostenida por una lógica interna que el paciente articula con una coherencia perturbadora: la necesidad de hacer lo que no se hizo como acto de restitución ética. Esto constituye, a mi modo de ver, una forma particularmente peligrosa de racionalización del suicidio.
Hay algo en la convicción con la que da voz al espectro que resulta difícil de clasificar médicamente. Uno siente que se trata de un hombre que ha convivido demasiado tiempo con el silencio o, más bien, con lo que el silencio arrastra consigo.
Me siento obligado al envío de una alerta preventiva a los servicios de emergencia mental para proceder al internamiento inmediato del paciente. Considero que no le queda valor para vencerse a sí mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario