Con la inspiración del
relato titulado El tren a Burdeos, de Marguerite Duras, Alicia Riera nos
obsequia con esta bella narración sobre la juventud, los sueños y el despertar
al mundo de los sentidos. Escrita con una prosa que rezuma lirismo por todos
sus poros, también con sensorialidad, la joven y talentosa autora nos adentra
en un tórrido verano bajo la sombra de un sauce llorón, consiguiendo que nos
identifiquemos con sus personajes, con sus vivencias.
(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)
https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/sauce-centenario_178934_102.html
A Marguerite Duras
Recuerdo aquella tarde con la lucidez de quien la acaba de vivir, aunque sucedió hace años. Era verano, y los días transcurrían largos y perezosos bajo aquel sauce llorón centenario que coronaba el prado del pueblo en el que estaba mi antigua casa en la costa. Los grillos no paraban de cantar sus cansinas melodías, y mis hermanas y yo éramos como las cigarras de aquella vieja historieta de abuelas. Nos gustaba tumbarnos bajo la larga melena del árbol y dormitar. La tarde caía,
pero el calor no remitía. Se pegaba al cuerpo y a los vestidos claros y ligeros
que entonces eran la última moda. Nuestros cabellos, fuertes y rebeldes como
crines, se enredaban entre sí y se entremezclaban con los tallos verdes y
frescos de vida, y los animalitos invertebrados jugaban con nuestras pieles.
Mientras tanto, nosotras jugábamos a ser mujeres. Yo saqué la barra de labios
rojo pasión de mamá, y por turnos, nos pintábamos unas a otras. Después
comenzamos a soñar despiertas imaginando todo lo que ahora estaría haciendo y
aprendiendo Alma, nuestra hermana mayor, después de su boda hacía tan solo unas
semanas. Recuerdo desear haberme casado yo, y no ella, y ser ya, rápido y
oficialmente, una mujer. Recuerdo la fresca impaciencia de la juventud, que fue
el perfume que bañó aquellos años en los que nada parecía llegar ni sucederse.
La tórrida tarde, teñida ya de ámbar, y
las voces parlanchinas de mis hermanas me adormitaron. Recuerdo a mi hermana
pequeña preguntar que cómo se sabía cuándo una se quería casar, que quién
decidía si el bebé era niño o niña, que cuándo podía una llevar oficialmente
zapatos altos, y luego la de siempre: que cuándo se hacía una mujer. Era una
verborrea de preguntas que lanzaba sin verdaderamente esperar una respuesta. Su
aguda voz infantil me mecía con ternura, y yo me deslizaba hacia el mundo de
los sueños.
Algo me despertó:
eran voces. Abrí los ojos y miré. Eran los muchachos del pueblo. Los
conocíamos, claro. En aquel pedazo de mundo todos nos conocíamos. Eran altos y
bajos. Guapos y feos. Algunos eran más mayores, como Alma, y también había
alguno que, pese a su ceño forzado y su mirada chulesca, seguía llevando
pantalones cortos. Yo me fijé, como siempre hacía, en El Ruso. No era ruso,
pero en nuestras mentes tiernas, su tez pálida, sus ojos claros y su pelo
albino no podían ser de aquí. Al mirarlo, recordé otras tardes muy semejantes a
esa.
Se nos acercaron. Empezaron a
incordiar, en un claro intento por llamar nuestra atención.
Pero El Ruso poco decía. Siempre era lo mismo: intercambiábamos miradas, pero
pocas palabras. Alguien propuso jugar al escondite. Fue uno de los muchachos
que ya lucía pantalón largo. Aceptamos. Yo no tenía interés en jugar, pero sí
en volver a quedarme a solas con él.
Uno de los muchachos se puso a contar,
y los demás corrimos a escondernos. El Ruso y yo lo hicimos cerca,
sin tocarnos pero sintiéndonos uno al lado del otro. El vello de mis brazos se
erizó, y sentí una corriente eléctrica recorriendo punto por punto toda mi
espina dorsal. Al llegar al borde del claro, que gobernaba el sauce llorón, me
dio la mano. Sus dedos, lo recuerdo con certeza, eran largos, delicados, con
uñas largas y blandas. Eran las manos de un niño. Pero, al levantar la vista
hacia sus ojos, el fuego que en ellos encontré ya no era pueril.
Atardecía
ya, y solo los grillos y unos últimos rayos desesperados fueron testigos de lo
que entonces sucedió. Sin soltar su mano, acaricié su mentón con la otra. Él se
acercó a mí y juntó nuestros rostros. Sabía a sudor estival y a pasión juvenil.
Pronto su mano sobrante recorría las llanuras de mi rosa carne, invadiendo
espacios prohibidos, hasta entonces cubiertos por blancos tejidos. Mi
respiración se aceleró y mis oídos pitaban. Su mano se volvió más frenética, y
su boca irrumpía con más y más pasión. Me sentí mujer, y recuerdo pensar en mi
hermanita pequeña y en su apremiante duda, y en que ahora yo tenía esa
respuesta que ella tanto ansiaba. Su mano siguió bajando. Bajó y bajó hasta
llegar al manantial del deseo. Recuerdo sentir que, en ese instante, mi mundo
empezaba y acababa en esos labios rosados, en esa mano infantil, y en ese olor
a sudor y a clorofila achicharrada por el sol.
La noche cayó
en el preciso instante en que un ruido suave pero cercano nos sacó del trance
en el que estábamos sumergidos. Cerca, tras los arbustos que nos cubrían y
aislaban de la realidad, mis dos hermanas y uno de los chicos se movían y,
entre risitas, trataban de ocultarse del muchacho al que le había tocado
buscarnos.
Al cabo de un tiempo el juego terminó,
y poco a poco todos se fueron marchando. Pero, al agarrar a mis hermanas para
recogernos, El Ruso me llamó. Dijo que había perdido algo mientras nos
escondíamos, que le ayudase a encontrarlo. Les dije a mis hermanas que se
fueran a casa, que yo iría enseguida.
Solos, él
y yo, y el sauce centenario. Una luna casi llena, tan luminosa como el sol
abrasador. El aire, ahora sí, fresco, clorofílico y con un leve toque salado.
Dos corazones palpitantes, excitados. Y un último beso intenso, visceral,
animal, al cobijo de un árbol centenario. Después, dos siluetas descansando
sobre el verde.
Me desperté
envuelta por los mechones del sauce. La luna seguía brillando ferozmente entre
las ramas. La noche seguía oliendo a verano, a naturaleza y a mar. Pero el Ruso
ya no estaba.
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