Mercedes
del Pozo compone este relato sobre un verano tórrido al borde de las olas
marinas empleando dos tipos de narradores, en tercera persona y también en
primera, para adentrarnos en un mundo peculiar, a la vez que universal, donde
podemos observar, también como lectores, una interesante clasificación de la
tipología humana.
(Manuel Cuenya,
Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)
https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/canicula_178573_102.html
Sube la marea un día más hacia el mediodía y el olor que difunden los chiringuitos, calamares, pimientos, chorizo criollo, mejillones, anima al personal a recoger las toallas. La gente se mueve con galbana a pesar de la llamada de su estómago. Este año tampoco han puesto tablas sobre las que caminar para salvar la duna que los temporales se comen y no solo los bañistas. ¿Los recortes económicos? ¿O será por la misma razón por la que quitaron las duchas? El consumo de agua lavándose con champú era una ofensa para los oriundos que pagan los impuestos. Muchas sombrillas se han quedado plantadas, con las sillas apoyadas haciéndose compañía hasta que vuelvan sus amos.
Caminar
al borde de las olas es un hábito que algunos acometen con fruición. Dicen que
el contacto de los pies con la arena es sano. En un programa de radio advertían
de que no deben hacerse largas caminatas.
Hay
un hombre que todos los días durante una hora recorre de un extremo a otro el
territorio playero con paso marcial y decidido. Su cuerpo es fibroso, casi
atlético, bronceado, pero algo pellejudo por la edad. Se le oye decir que no
puede pasar sin ello. Hace años que hace este recorrido. ¿Habrá escuchado las
recomendaciones del programa radiofónico? Mens
sana in corpore sano. De tanto caminar por la orilla muchas veces las
fanecas clavan los pinchos en los indefensos pies de los niños que lloran y
lanzan aullidos aterradores, adultos que avanzan cojos hasta el puesto del
socorrista. Es un clásico contra el que luchan los cautos que llevan las
chanclas al acercarse al borde, y la voz de las madres que advierten: ¡Ojo, que
la marea está baja!
Luego
el socorrista mete el pie en el cubo de agua caliente, ve el lugar del pie
donde está la picada, saja, echa amoniaco y te dice que camines, pero el dolor
no se pasa tan fácilmente.
Lo
más habitual es ver a dos personas jugando con las palas. “O a palas”, dicen
algunos. Los hay entrenados desde chiquitos, los aficionados que dejan caer la
pelota, los que compiten con un estilo de tenis muy depurado, giro de muñeca,
golpe con la izquierda, con el cuerpo doblado para recoger la bola. Lo que está
de moda es el paddle surf. Es
relajante ver la efigie que componen de pie, sobre tablas hinchables paleando a
un lado y a otro, o de rodillas si son chavales llevando a otros sentados, siempre cuando
el mar está en calma. Parecen viajeros venidos de un cercano futuro de alisios
y buenos augurios.
Un
avezado sociólogo realizaría una clasificación de la tipología humana con menos
de una mañana de observación. En mi caso me limito a enumerar vientres
abultados, planos, tabletitas, tetas caídas o enhiestas, pezones en punta,
aplastados, senos incipientes, ¿siliconados? Culos grandes, duros, redondeados,
sin-culo, slips ajustados, pantalones largos, piernas velludas, brazos
pendulantes, hombros caídos, cuellos esbeltos, tersos, pelos encrespados,
lacios, recogidos, rizados, calvos. Me canso, es infinito. Mucha tribu
familiar, parejas, algunos amigos, pocos adolescentes, ¿dónde están? Cuando
llegan en pandilla molesta porque portan gigantescos altavoces con música
enlatada. “Don't disturbs”, les
recomienda un guiri de dos metros, rubio como la cerveza y con tatuajes de
serpientes en los bíceps.
Cada
verano observamos una nueva construcción. Durante los años de la burbuja y el
ladrillo se recortaba un skyline de
grúas que ha ido engullendo el verde de
hortas, las cañas fueron desapareciendo, colgando de las parras lánguidos
sarmientos.
El
vértigo de no reconocer los lugares queridos impulsa a abandonarlos, pero la
querencia por el aroma de salitre cuando hay mareas vivas o al rumor de las
hojas de cañas provoca la necesidad de volver a transitar las callejuelas de
este núcleo marinero. La metamorfosis durante más de veinticinco años no ha
sido espantosa, pero sí brutal, como la ausencia.
Quizá
alquilando una pedaleta, como estas familias que salen bulliciosas entre las
boyas media hora o una hora, que han alquilado por veinte euros, se pudiera
esquivar el tiempo como quien huye por la línea del horizonte en la secuencia
final de un dibujo animado. A lo mejor la pedaleta rosa, que tiene el unicornio
con un tobogán de doble tirabuzón, permitiera al deslizarse un baño mar
adentro, no solo sanador y catártico en las aguas frías.
Es
la tercera o la cuarta ola de calor. El sol cae inmisericorde como en un buen wéstern. Duelo al sol. “Es preferible
permanecer, habitar este tiempo, convivir con estos años, perseguir largamente
imágenes esquivas y repasarlas con cuidado”, dice un personaje de Alejandro
Zambra y este subrayado en su novela parece el eslogan de este verano más que
tórrido, abrasador, irrespirable. Se desean las lluvias.
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