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miércoles, 24 de septiembre de 2025

Canícula, por Mercedes del Pozo Diez


Mercedes del Pozo compone este relato sobre un verano tórrido al borde de las olas marinas empleando dos tipos de narradores, en tercera persona y también en primera, para adentrarnos en un mundo peculiar, a la vez que universal, donde podemos observar, también como lectores, una interesante clasificación de la tipología humana.

(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/canicula_178573_102.html

 

 

Sube la marea un día más hacia el mediodía y el olor que difunden los chiringuitos, calamares, pimientos, chorizo criollo, mejillones, anima al personal a recoger las toallas. La gente se mueve con galbana a pesar de la llamada de su estómago. Este año tampoco han puesto tablas sobre las que caminar para salvar la duna que los temporales se comen y no solo los bañistas. ¿Los recortes económicos? ¿O será por la misma razón por la que quitaron las duchas? El consumo de agua lavándose con champú era una ofensa para los oriundos que pagan los impuestos. Muchas sombrillas se han quedado plantadas, con las sillas apoyadas haciéndose compañía hasta que vuelvan sus amos. 

Caminar al borde de las olas es un hábito que algunos acometen con fruición. Dicen que el contacto de los pies con la arena es sano. En un programa de radio advertían de que no deben hacerse largas caminatas.

Hay un hombre que todos los días durante una hora recorre de un extremo a otro el territorio playero con paso marcial y decidido. Su cuerpo es fibroso, casi atlético, bronceado, pero algo pellejudo por la edad. Se le oye decir que no puede pasar sin ello. Hace años que hace este recorrido. ¿Habrá escuchado las recomendaciones del programa radiofónico? Mens sana in corpore sano. De tanto caminar por la orilla muchas veces las fanecas clavan los pinchos en los indefensos pies de los niños que lloran y lanzan aullidos aterradores, adultos que avanzan cojos hasta el puesto del socorrista. Es un clásico contra el que luchan los cautos que llevan las chanclas al acercarse al borde, y la voz de las madres que advierten: ¡Ojo, que la marea está baja!

Luego el socorrista mete el pie en el cubo de agua caliente, ve el lugar del pie donde está la picada, saja, echa amoniaco y te dice que camines, pero el dolor no se pasa tan fácilmente. 

Lo más habitual es ver a dos personas jugando con las palas. “O a palas”, dicen algunos. Los hay entrenados desde chiquitos, los aficionados que dejan caer la pelota, los que compiten con un estilo de tenis muy depurado, giro de muñeca, golpe con la izquierda, con el cuerpo doblado para recoger la bola. Lo que está de moda es el paddle surf. Es relajante ver la efigie que componen de pie, sobre tablas hinchables paleando a un lado y a otro, o de rodillas si son chavales llevando a otros sentados, siempre cuando el mar está en calma. Parecen viajeros venidos de un cercano futuro de alisios y buenos augurios. 

Un avezado sociólogo realizaría una clasificación de la tipología humana con menos de una mañana de observación. En mi caso me limito a enumerar vientres abultados, planos, tabletitas, tetas caídas o enhiestas, pezones en punta, aplastados, senos incipientes, ¿siliconados? Culos grandes, duros, redondeados, sin-culo, slips ajustados, pantalones largos, piernas velludas, brazos pendulantes, hombros caídos, cuellos esbeltos, tersos, pelos encrespados, lacios, recogidos, rizados, calvos. Me canso, es infinito. Mucha tribu familiar, parejas, algunos amigos, pocos adolescentes, ¿dónde están? Cuando llegan en pandilla molesta porque portan gigantescos altavoces con música enlatada. “Don't disturbs”, les recomienda un guiri de dos metros, rubio como la cerveza y con tatuajes de serpientes en los bíceps. 

Cada verano observamos una nueva construcción. Durante los años de la burbuja y el ladrillo se recortaba un skyline de grúas que ha ido engullendo el verde de hortas, las cañas fueron desapareciendo, colgando de las parras lánguidos sarmientos.

El vértigo de no reconocer los lugares queridos impulsa a abandonarlos, pero la querencia por el aroma de salitre cuando hay mareas vivas o al rumor de las hojas de cañas provoca la necesidad de volver a transitar las callejuelas de este núcleo marinero. La metamorfosis durante más de veinticinco años no ha sido espantosa, pero sí brutal, como la ausencia. 

Quizá alquilando una pedaleta, como estas familias que salen bulliciosas entre las boyas media hora o una hora, que han alquilado por veinte euros, se pudiera esquivar el tiempo como quien huye por la línea del horizonte en la secuencia final de un dibujo animado. A lo mejor la pedaleta rosa, que tiene el unicornio con un tobogán de doble tirabuzón, permitiera al deslizarse un baño mar adentro, no solo sanador y catártico en las aguas frías.

Es la tercera o la cuarta ola de calor. El sol cae inmisericorde como en un buen wéstern. Duelo al sol. “Es preferible permanecer, habitar este tiempo, convivir con estos años, perseguir largamente imágenes esquivas y repasarlas con cuidado”, dice un personaje de Alejandro Zambra y este subrayado en su novela parece el eslogan de este verano más que tórrido, abrasador, irrespirable. Se desean las lluvias.

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