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lunes, 22 de septiembre de 2025

Al corazón de Bélgica, por Ana Rosa Gutiérrez


 A partir de hoy, durante los próximos días, iré publicando en este blog los relatos que han ido apareciendo a lo largo de este verano en el diario La Nueva Crónica de mis alumnos/as de escritura, tanto del curso de la Universidad de León como de la UNED de Ponferrada. Comenzamos con este de León perteneciente a la alumna Ana Rosa Gutiérrez titulado Al corazón de Bélgica, con esta entradilla, que al final no salió publicada.  


Con una prosa ágil, Ana Rosa Gutiérrez construye este relato que nos mete de lleno en el corazón de Bélgica. Y lo hace a través de un viaje singular por las ciudades de Bruselas y Gante. Por medio de su narración, podemos conocer más y mejor estos lugares de Europa. Incluso nos invita a que los visitemos si nunca antes hemos estado allí, dándonos, eso sí, su particular percepción y sensaciones. 

(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/corazon-belgica_178258_102.html

Gracias al director de La Nueva Crónica, David Rubio, por dar cancha a estos relatos. Y por supuesto al alumnado, a la UNED y a la Universidad de León. 


Mi hija tenía unos días de descanso y, ante su tentativa de viajar sola a la ciudad de Bruselas, decidí acompañarla. Entonces comenzó una aventura “de chicas”. Ella se ocupó de sacar los billetes de ida y vuelta de autocar y de avión por Internet.

Acordamos que no nos alojaríamos en ningún albergue, ni que pasaríamos el día comiendo bocadillos, como hacen muchos jóvenes en la actualidad, así que la solución fue alquilar un apartamento para cocinar al menos el desayuno y la cena.

Un autocar nos trasladó hasta Madrid desde nuestra ciudad. Puedo asegurar que yo no pegué ojo, mientras mi hija dormía plácidamente hasta la llegada a nuestro destino. Pasado un breve periodo de tiempo nos embarcamos rumbo a la ciudad elegida. Dos horas y veinte minutos en avión nos separaban de la misma.

Cuando llegamos a la zona norte, pudimos caminar hasta el apartamento, que estaba relativamente cerca de la estación. El apartamento era espacioso y disponía de una amplia cocina, una sala de estar con un gran televisor y la zona de descanso. Tenía gran luminosidad.

Cuando comenzamos a callejear por esta ciudad, donde se halla el Manneken Pis -una pequeña estatuilla de bronce de unos 65,5 centímetros, que transmite naturalidad, rebeldía y humor-, para localizar un lugar donde tomar alguna comida típica, algo me llamó tremendamente la atención porque las bolsas de basura se apilaban por doquier. ¿Era esa la ciudad en la que se encontraba la sede principal de la Unión Europea? ¿O bien era la ciudad de “el pequeño hombre que mea”? No daba crédito a lo que veía, lo primero fue un barrio turco, con multitud de tiendas que se concentraban en pocos metros cuadrados con sus típicos olores y diversidad de colores. Textiles, cerámica, lámparas de alegres colores, prendas de cuero, calzado, especias y perfumes, entre otros.

El área norte es el distrito financiero de esta ciudad, donde existe una concentración de rascacielos destinados a oficinas, lo que contrasta con la pobreza de las calles a unos pocos metros, donde varias culturas conviven dentro de una marginalidad que se hace visible, y la gente joven se desplaza para vivir allí, porque los alquileres son más baratos. Los hoteles de lujo a veces coinciden en la misma calle, en un escenario un tanto particular.

Después de unos días en Bruselas, decidimos viajar hasta Gante. Solo por contemplar su estación ya merecería la pena visitar esta ciudad portuaria, que se encuentra al noroeste de Bélgica, en la confluencia de los ríos Lys y Escalda. Actualmente es una ciudad universitaria, una potencia cultural. El centro de Gante es famoso por sus monumentos medievales, como el castillo de los Condes de Flandes, del siglo XIII, y la calle Graslei, que se muestra con una hilera de casas gremiales junto al puerto del río Lys. Destaca por su belleza arquitectónica y por ser una de las ciudades mejor iluminadas de Europa. Por casualidad, tuvimos la suerte de disfrutar de su iluminación. Pero, cuando regresamos nuestro apartamento después de nuestro callejeo por la ciudad, no sería más tarde de las diez de la noche, advertimos a nuestro alrededor una sensación de inseguridad profunda. La nocturnidad en la zona me dio la impresión de que era peligrosa. Manadas de hombres de color deambulaban a la salida de la estación, era fácil percatarse del deplorable ambiente del entorno. La delincuencia de posibles bandas organizadas parecía reinar durante la noche.

 Era algo habitual, que te ofreciesen algún tipo de sustancia nociva. Definitivamente, la ciudad se sentía como sucia, y no era segura. La calle estaba llena de grafitis, que no añadían una pizca de originalidad, sino que ensuciaban la zona, dejando un rastro desagradable y grotesco. Se percibía un hedor en las calles, una mezcla de olor a hierba, porros, alcohol y orines. Percibimos que ciertas calles estaban iluminadas con luces de neón en colores rojo y fucsia, abundaban los escaparates de prostitutas,  venidas  probablemente de los países del este, lucían con un aire un tanto sofisticado a la hora de vestir, con sus poses sensuales y atractivas como reclamos para los clientes, quizá ocultando algún tipo de vacío o tristeza que llevasen en su interior. En otra calle estaban las mujeres que provenían del norte de África, que exponían sus cuerpos de un modo chabacano, vestidas en ocasiones con medias de rejilla o similar, con carreras y enormes agujeros, mostrando sus partes más íntimas de forma vulgar, sus pechos, de grandes dimensiones, en la mayoría de los casos, ocupaban parte del escaparate, y sino lo hacían enseñando sus nalgas, o sus muslos, de una manera similar. Sus pies se alojaban en unos tacones de aguja, y en la mayoría de los casos llevaban una ropa de tipo fetiche con los típicos colores negro y rojo.

 La discriminación racial también se intuía en las trabajadoras del sexo. En una zona estaban las de raza blanca y en otras las de color. Nos advirtieron que, si intentábamos sacar alguna foto con la cámara, eso podría acarrearnos la confiscación de la cámara. Estaba totalmente prohibido.

Recuerdo que mi hija trató de intimidar de algún modo a las personas que nos rodeaban a la salida de la estación, incluso a veces intentando hacerse pasar por una de ellas. Hacía mucho frío. Entonces, cubrimos nuestras cabezas con las capuchas de los anoraks para no ser identificadas de ningún modo, porque sentíamos pánico. Nuestros corazones latían a más revoluciones por minuto de las normales. Caminábamos deprisa, o nos cruzábamos de acera cuando teníamos algún mal presentimiento, el aliento no daba para más, y nos ahogaba en cierto sentido la garganta. Cuando llegamos al apartamento sentimos una especie de liberación.

Cuando amaneció todo volvió a la relativa normalidad, la luz puso una nota de alegría y color. Era la otra cara, la más amable. Percibimos centros de salud, guarderías, iglesias, en realidad yo lo consideraba un disfraz del barrio, visto con los ojos de unas turistas despistadas como nosotras. Al no entender el grado de inseguridad en una ciudad como esta, empezamos a investigar, pero ya era demasiado tarde, nos habíamos alojado en el barrio rojo, sin tener conocimiento de ello.

         Salir de allí, sin tener un altercado, fue una cuestión de suerte.

         


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