Desde que te has ido, me admira que vuelva a salir ese sol que ignora la noche eterna hacia la que viraste. En la oscuridad así engendrada se gestó la improbabilidad de una despedida cuando tu vida todavía alentaba un porvenir.
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Los muertos ya no dais problemas. Sin embargo, tu memoria es vasta e incorpórea como tu conciencia. Suscita en mí recuerdos perturbadores sobre tu fragilidad y tu orgullo que no lo habrían sido de haber previsto tu cercanía a la muerte. Ahora eres un ser de luz que tamiza el desasosiego en que me dejaste. Atisbo tu inédita existencia en partículas que se mueven en todas las direcciones a través de la materia oscura y, por momentos, te condensas en una mancha de luz que se contrae y se dilata como los movimientos de un corazón que es conciencia pura, un estado superior desde el que oteas a esa mujer, al pie de tu tumba en el cementerio. Necesito creer que posees una entidad más plena y recompensada y no sé si desde ahí puedes comunicarte conmigo. No lo sé. Espero y deseo que tu muerte no sea un punto y final.
Ahora eres un gorrión en la palma de mi mano, que otea el horizonte en la inmensidad del universo.
He intentado asomarme a tu abismo, a tu desamparo, a tu ira, a tu paz, a tu desconsuelo. Solo pensar en tu tránsito hacia el no ser, se me encoge el corazón. Fuimos islas, caminábamos por raíles paralelos. Tu destino fue morir solo, en medio de un universo frío, indiferente, tomado por la intemperie. Sin embargo, me atrevo a tomar el testigo y evoco tu memoria en esta suerte de diálogos imprevistos, de reconciliaciones improbables. Tú y yo ya solo somos pasado, y el pasado solo nos incumbe a ti y a mí.
Tu conciencia se aloja en mi conciencia como alguien que vivió y dejó su impronta en esta tierra.
Tu herida sangra en mi herida y duele tanto. Pero, sin duda, ha llegado la hora del perdón. Como ser de luz que eres, sabrás perdonar mi descuido a causa de un sino sobrevenido; a pesar de tu enfado con el mundo y con la sociedad, tu corazón no estaba manchado por el mal. En el fondo de ti, había aquiescencia. No echabas la culpa a nadie de tu destino de paria. Eras noble y generoso y pereciste abocado a una desaparición temprana.
Todo es apariencia, ilusión, nada, en comparación con la rotundidad de la muerte. Tu adiós es el principio de una incógnita tan difícil de despejar. Ea, déjame seguirte en tu pálida huella hacia el más allá. No, no quiero morir, quiero vivir, pero no olvidar tu tacto memoroso en la inmensidad donde te hallas.
No acepto tu muerte. Deberías estar vivo. No acepto la muerte, ni la tuya ni la mía, planear en el seno mismo de la propia vida. Por eso, a veces, sin querer, me vienen ideas, como la de marcar tu número de teléfono y esperar. Lo tengo agendado, todavía aparece en la pantalla. Un día estuve a punto, lo intenté. Antes de terminar de marcarlo, no sé si en mi imaginación o en la realidad, noté cómo una inmensa oquedad se abría en la extremidad del mundo y un viento arrollador plegaba el universo en un vórtice de color violeta. Un miedo sobrenatural se apoderó de mí. Quedé paralizada, noté cómo mis labios se secaban y un sudor frío recorría todos los rincones de mi cuerpo. El corazón se me aceleró aunándose los latidos en un solo pálpito en el que creí que me anegaba. Barruntaba tu presencia, pero no tuve el valor de esperar. Colgué. Comprendí, entonces, como si de un deja vu se tratara, tu suicidio diferido en sucesivos suicidios que eran moneda tan gastada que apenas supe ver que decaías, que finalmente esta vez fue la definitiva. No he vuelto a intentarlo. No sé si estoy volviéndome loca, pero es que al cabo del mundo siempre estás tú y no he sabido, no sé, encontrar la manera de despedirme de ti.
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