Vistas de página en total

martes, 14 de octubre de 2025

A través del tiempo, por Blanca Jiménez García

 (Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)

Aunque no estoy haciendo el Camino de Santiago, tomo la ruta este desde San Bartolo que fue y sigue siendo un humedal; ahora, en sus cercanías, lo que era antes un campo abierto, de abundante vegetación, se ha transformado en un paisaje moteado de chalés unifamiliares y adosados a las afueras del pueblo. Siempre que me acerco a esta zona, escojo la entrada de un camino asfaltado unidireccional por el que transitan los peregrinos. 


Cuando era pequeña llegaba hasta el supuesto límite en el que justamente me hallo ahora; San Bartolo sigue intacto cuando en su pasado manaba agua calladamente y tomaba aliento para seguir siendo reserva protegida en el presente; mis padres me obligaban a no rebasarlo, a no ir más allá; así se creó una especie de ritual misterioso que dio motivo a que creyese que aquel espacio significaba o era una frontera para mí, aunque lo fuera sin guardas ni alambradas; así lo percibía mi innata manera de ser, la cual ha permanecido impetuosa e inalterable.

Me voy alejando de este paraje al que sin duda le guardo un respeto singular, todavía siento la sensación primeriza y también mórbida de estar en un mágico y frondoso humedal en donde parecía que el sol del amanecer salía de sus entrañas y la luna se mecía en la copa de los árboles que lo rodeaban.

Tomo la pendiente que me deja en el barrio de Cimadevilla, barrio obrero y humilde de casitas bajas, muchas de ellas reformadas, aunque sigan conservando su aspecto primero, destinadas al turismo rural en auge. En la infancia esta zona era para mí la más preciada para esconderme cuando jugaba a “tres navíos en el mar y otros tres en busca van”, que era una especie de escondite a lo grande, que podía durar toda una tarde de verano hasta la puesta de sol; en este amplio margen de tiempo vivía  experiencias de todo tipo; a veces escalaba los muros de piedra de un patio o de una huerta trasera de la casa de alguna abuela que llegaba a descubrirme, con lo cual aceptaba gustosa el chantaje de llevarle el San Antonio metido en un santuario de madera transportable.

Recuerdo que aquel santo Antonio iba, por turnos, de una casa a otra para que la gente rezara el rosario después de cenar.  Entonces, era común que las abuelas vistieran de negro porque, cuando se les moría alguien de la familia, guardaban luto muy riguroso y prolongado; muchas de ellas ya no cambiaban el color de su ropa y además siempre las acompañaba un rutinario mandil de faena atado a su cintura; también era muy típico que tuvieran el pelo muy largo con el que se hacían una trenza apretada que, en forma de moño, descansaba en sus nucas. Cuando se daban un respiro, tejían, hacían ganchillo o zurcían mientras escuchaban el consultorio de la tan afamada y sin par Elena Francis que, transcurridos los años, me enteré de que no era una mujer la que contestaba a las cartas, sino que era un grupito de hombres del régimen quien lo hacía. Ahora comprendo que las respuestas, que aparentaban ser convincentes, dejaban a las mujeres en esa deriva viciosa similar a la sensación de estar en la parada de un autobús que nunca pasa porque la línea está cortada.

Al final de este entrañable barrio, está la ermita de San Roque a rebosar de peregrinos, una ermita dedicada, tras las pestes del siglo XVI, al santo en cuestión. En la actualidad se puede ver tal y como la conocí entonces, además se sigue celebrando la fiesta en su honor en el mes de agosto, aunque las orquestas de ahora, al ser tan grandes y sofisticadas, requieren una adaptación al espacio; en otros tiempos se resolvía el problema con una tarima y tres paisanos encima tocando canciones del ámbito folclórico. A ritmo de pasodoble las chicas bailábamos arrimadas, pero cuando nos sacaban los chicos, era diferente, ambos con los brazos tensos y horizontales en los hombros y la cintura marcábamos una distancia prudente; tímidos, nos sonrojábamos y echábamos la mirada al suelo porque nos parecía romántico imitar a los mayores y además nos gustábamos, todos y todas teníamos un favorito o favorita en la pandilla.

Pasada la ermita, me adentro en la calle de Santa María, que atraviesa el centro del pueblo de este a oeste lleno de casonas de piedra, algunas de ellas blasonadas; al llegar a la plaza de abastos, muy cerca en una calle paralela, estaba la ya desaparecida biblioteca instalada en un bajo de una casa deshabitada; escaparse de la siesta, para reunirse con el único ejemplar que había de Las Aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, fue algo insólito, además de un enorme y prodigioso atlas que operó en mí un curioso sobresalto por conocer el mundo y así cruzar la frontera de San Bartolo con autonomía y libertad.

Al terminar la calle de Santa María puede verse la iglesia de Nuestra Señora de la Plaza que preside las diferentes alternativas que se pueden escoger para ir a un sitio u otro del pueblo; de sus orígenes románicos se conserva un solo ábside, el resto se reedificó. Ahora ya no está revocada ni pintada de blanco en el interior, su piedra sólida destapada le da un aspecto rústico más acogedor que antes. Aquí recibí mi primera comunión con el labio partido del manotazo que me propinó la catequista en la víspera por no saber el credo completo y que además tuve que rematar el asunto confesando todos los pecados de los que no era consciente. A la entrada ya no está el mármol blanco adosado a la fachada con el recuerdo inscrito de los caídos por la patria; aquí fue en donde me obligaron a cantar el Cara al Sol  en una de esas excursiones que nos regalaban; tuve la suerte de quedar situada de las últimas, con lo que solo tuve que gesticular la boca dejando el brazo sin alzar simulado por la espalda de una compañera; todavía me resentía de las piernas doloridas por la embestida de una regla de madera que medía el ancho de la mesa en donde se sentaba la pelona –que así la llamábamos– con sus cuatro pelos almidonados para compensar las calvas, de ésta tuve que quedarme en casa unos días; pero también fue aquí en donde ensayaba para el coro con Mayita, una de las chicas más guapas del pueblo cuyos padres regentaban una chocolatería. Era de complexión menuda y grácil, sus piernas esbeltas la hacían la mejor candidata para lucir la falda corta que solía ponerse al estilo más puro de Mary Quant acompañada de unas merceditas y un suéter. Verla tocar la guitarra y cantar canciones, que no eran las de la homilía, era un auténtico viaje de placer, a veces ensombrecido por la tenaz presencia de un nuevo cura, que era el más joven de la cuadrilla, el cual estaba recién horneado y quizá fue por eso por lo que sucumbió a las piernas de Mayita y a su melena que le rozaba la comisura de su boca rematada por unos carnosos labios de frambuesa. Era inevitable esquivar la mirada hacia ella aun estando en el reino de Dios con todas las tallas de los santos presentes que creaban aquel ambiente; en aquellos momentos era imposible combinar o equilibrar lo terrenal con lo espiritual. En poco tiempo colgó la sotana, no se casó con Mayita, pero lo hizo con otra de las bellezas del pueblo y se fueron a vivir a Madrid.

Prosigo el camino dirigiéndome al puente y me paro en el museo arqueológico absolutamente transformado con respecto al primero, que abrió sus puertas en 1964. Su  promotor, historiador, librero, encuadernador y restaurador fue, poco a poco, datando y clasificando las piezas de los diferentes periodos de la historia asentada en Bergidum Flavium, antigua villa romana. A unos pasos no más ya se ve la preciosa ribera del río Cúa como un respiro de brisa verde que sale de las choperas antiguamente comunales; en mi pueblo siempre gozamos de una playa fluvial, ahora con una alfombra de césped tan pulido y bien cuidado que podría ser un trozo del famoso Regent´s Park londinense; antes, despejaban el suelo de piedras y echaban arena de obra encima. El maravilloso puente de mi pueblo fue en su origen romano y se volvió a construir en el siglo XVI. La mayor parte del verano sofocante lo pasaba allí; en aquella época empezaron a salir de moda los bikinis y los bañadores cayeron en picado como la bolsa de los mercados, solo las madres se los ponían. Aprendí a nadar, como los demás, tragando mucha agua, a veces acompañada de la travesía que hacían río abajo los animales muertos y basuras que tiraban a la reguera sin canalizar; ahora pienso rotundamente que estábamos inmunizados contra todo lo que nos pudiera pasar. Los chicos de la franja de los ocho a diez años, cuando se ponían bravos, sacaban de las charcas cenagosas culebras que nos echaban a las toallas; con esto, salíamos corriendo hacia la chopera de enormes troncos de ancho y alto que ocultaban a los de la franja de los doce, los cuales no paraban de cascársela. Volvíamos al agua y al atardecer, con la tiritona y los labios morados, nos comíamos el bocadillo esperando el mejor momento del día. Al salir de trabajar venían por el puente el Nano y Ambrosio junior; los que estaban arriba se arremolinaban igual que los que estábamos abajo para ver el espectáculo. Los chavales se empujaban y se peleaban para coger sitio, por momentos, parecía aquello la batalla de Cacabelos entre las tropas francesas e inglesas en la Guerra de la Independencia en donde falleció el general Colbert. El Nano y Ambrosio junior rondaban ya los dieciocho años; tenían pectorales y brazos de culturista; practicaban con un maestro de nueva generación que tenía un gimnasio en el bajo de su casa. Se desnudaban lentamente y colgaban la ropa de la barandilla del puente para luego hacer una exhibición de estiramientos; parecían el yin y el yang, uno delgado, rubio y lampiño como un sueco, y el otro todo lo contrario, robusto, moreno intenso y exótico como un beréber. Cuando estaban listos se subían para saltar juntos o por separado, sus cuerpos lucían escultóricos como el Discóbolo; los segundos, mientras duraba el salto, eran un elogio a la valentía y libertad; aquel era el momento de todos nosotros, únicamente nuestro.

Al final del puente llego a la salida que nos lleva a Villafranca. A la izquierda, a la altura de Pieros está el magnífico Castroventosa, desde el que se ve un impresionante mar de viñedos y, por otro lado, tenemos la última iglesia llamada la de La Quinta Angustia del siglo XVIII, aquí hay un albergue de peregrinos anejo. Mi madre, a veces, me llevaba con ella a las novenas; se arreglaba y se ponía un traje clásico al estilo Lauren Bacall y ahora me la imagino, como también le hubiera gustado a ella, con ese aire misterioso de independencia capaz de conducir un coche y fumarse un cigarrillo a la puerta antes de entrar. Cuando entrábamos en la iglesia se ponía un velo de encaje negro y metíamos los dedos en la pila del agua bendita para santiguarnos. Solo había mujeres que rezaban repitiendo al unísono las oraciones. Algunas sentadas y otras de rodillas daban la impresión de estar sacrificadas; yo las observaba, pero fácilmente desviaba la vista hacia mi retablo   favorito en el que había un relieve poco usual del niño Jesús jugando a las cartas con San Antonio de Padua. Me preguntaba si, cuando fuera mayor, haría lo mismo que ellas, y de repente me acordaba de la intención de cruzar la frontera de San Bartolo, al que vuelvo lentamente de regreso por la parte oeste del pueblo más bulliciosa y comercial, bajo los soportales de las casas en los que nos resguardábamos de la lluvia sin dejar de saltar a la comba.

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario