(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones.
Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)
El tren se iba vaciando una vez pasados los arrozales de los municipios que estaban entre la gran ciudad y la ciudad ducal. Quedábamos un puñado de turistas del interior de España, cuatro o cinco estudiantes con sus mochilas, esas que actualmente llevan pocos libros y muchos bites, una familia que había ido a la capital de provincia de compras y yo, un friki curioso que se disponía a seguir los pasos de una mujer que era toda una leyenda: la delicà de Gandía. “Eres más delicado que la delicà de Gandía, que le cayó un pétalo de jazmín en la cabeza y se murió”, rezaba un dicho popular de la provincia valenciana. La leyenda era inverosímil, pero el personaje era tan real como el pétalo asesino de la aromática flor.
Mientras dejaba atrás la penúltima estación del recorrido en cercanías, mi imaginación volaba al año 1498, cuando Inés de Catani, de origen lombardo, aún no era la delicà. En aquellos tiempos una doncella debía tener una vida aburrida, sin amores, pues el desdén de una dama era el símbolo de la honra mejor llevada. Pero ese no fue el caso de doña Inés, ya que, tras su muerte, las damas que la amortajaron descubrieron que llevaba puesto un cinturón de castidad con un escudo heráldico grabado de un toro pastando, es decir, el escudo de los Borgia, los duques de Gandía, por lo que sabemos que la vida de esa mujer estuvo tan llena de misterios como su muerte.
Inés no quería ir a palacio. No quería ver a la duquesa. A Inés no le gustaban las situaciones incómodas. Tampoco le apetecía ver al duque. Allí no. En otro lugar tampoco, pero ella no era dueña de su vida. A él sí que parecía divertirle ese juego. Si hubiera podido elegir no lo habría conocido. Pero ya era tarde para intentar no ser dominada por el hombre más importante de la ciudad, así que se puso un vestido granate de falda ancha, para que disimulara lo que tenía que disimular, se adecentó la gorguera y se dirigió a palacio para cumplir con su obligación social tragando saliva y orgullo.
“Final del trayecto”, indicó una voz femenina a través de la megafonía. Entonces, abandoné el tren y subí las escaleras mecánicas, pasé los tornos y salí a un exterior que abrasaba. El agosto mediterráneo conlleva la asfixia por humedad.
En la parada de La Marina, donde se coge el autobús que llevaba a la playa gandiense, se amontonaban veraneantes recién llegados que estaban sedientos de sol y playa. Por fortuna, no tenía la intención de coger ese autobús, pues, solo de pensar en el olor a sudor y humanidad que se iba a concentrar dentro de ese vehículo atestado de gente, me pareció más atractivo el abrasador asfalto de la desconocida ciudad que las refrescantes olas del Mediterráneo. Caminé directamente hacia el palacio ducal. Compré una entrada y me impregné de sus lujosas salas, de sus dorados, de su cerámica de Manises… ¿Cómo sería la vida en el hogar más importante del ducado? ¿Cómo vestirían las gentes? ¿Qué olor desprenderían los perfumeros que se escondían en la decoración de las puertas de la sala de baile? Pero sobre todo unas preguntas invadían mi mente: ¿Estuvo allí alguna vez la delicà? ¿Tuvo el coraje de mirar a los ojos a la mujer de su amante, anfitriona de esa casa? Quizás de delicada solo tenía el sobrenombre, pues cuanto más me adentraba en el contexto de mi obsesión legendaria, más se me representaba Inés como la barragana del duque Juan. Salí al patio y pude observar que las ventanas estaban protegidas superiormente por unas tejas azules, tan características de esa tierra, para que el agua de la lluvia descendiera por ellas. Casi parecía ver a la delicà, el mito del municipio, refugiando su sensible cuerpo de la gota fría valenciana, esperando a que el amo de su sexualidad la requiriera.
Inés de Catani fue presentada en el salón dorado, el cual podía aumentar el doble de su tamaño abatiendo unas puertas. El servicio abanicaba los perfumeros adheridos a las puertas abatibles y el olor a azahar impregnaba toda la estancia. Allí se iba a celebrar el baile. Ella y su vestido granate se abrían paso entre personas con vestimentas claras. Si lo hubiera podido decidir se habría vestido de otro color, pero ni siquiera eso podía elegir. El duque Juan no le quitaba ojo de encima. La duquesa María, vestida de blanco, parecía querer ignorarla, pero la miraba de reojo. El corazón de Inés latía con fuerza. Quería huir. Quería vivir. Quería que los ojos de esa sala no le gritaran “puta”. Quería quitarse el cinturón que le oprimía el sexo, el cuerpo y el espíritu. Quería enamorarse de un hombre que no la golpeara si se negaba a hacer algo. Quería decir y decidir. Quería querer. No quería obedecer al duque esa noche. Ni ninguna noche. No quería ir a la habitación que le había indicado cuando la orquesta acabara la tercera canción. No quería obedecerle y menos con el palacio lleno de almas que le insultaban silenciosamente.
Cuando abandoné el palacio, empecé a callejear por las calles del centro histórico. Parecía que la delicà era un icono de la ciudad. En el rótulo de un restaurante se podía leer “La delicà”. También encontré panaderías en las que un bollo había sido bautizado con su nombre. Una calle estaba también dedicada a ella. Esa mujer, cuya historia resultaba inverosímil, era un icono en la ciudad envuelto en un misterio que estaba dispuesto a descubrir.
Salió del palacio después de que el duque la forzara a pecar. Los polvos rojos que se había echado para dar color a las mejillas se habían disuelto entre el sudor y las lágrimas, otorgándole al rostro la belleza que produce el llanto. A pesar de que no había podido elegir su destino, ella sentía la suciedad de su cuerpo y de su alma más viva que nunca. Más para estar bien consigo misma que para lograr el perdón divino, anduvo unos metros hasta la Colegiata de Santa María. El cuerpo tardaría cierto tiempo en limpiarse, el alma una eternidad.
Llegué a la colegiata, el
centro litúrgico por excelencia de la ciudad, y pude observar las filigranas en
piedra que había dejado allí el gótico valenciano: sus gárgolas, sus
contrafuertes, sus estatuas anexas a la fachada… Al ver el espectacular rosetón
de piedra tallada asemejando flores de jazmín que regalaba gran luz al interior
del templo, comprendí qué significaba el dicho local que dice “Eres como la delicà,
que le cayó un pétalo de jazmín y se murió”. ¡Qué muerte más ridícula! ¡Morir
porque te toque una flor! ¡Pobre delicà!
En la Colegiata
de Santa María estaba Inés sola, aunque se creía juzgada por la mirada
inquisidora de las tallas de madera. No paraba de rezar, pero no sabía si Dios
la escuchaba o no quería hacerlo por pecadora. Quería morirse allí mismo y que
con su vida pagara por todos sus pecados. “¡Qué difícil es ser mujer en estos
tiempos! Cargas con tus propios pecados y con los del hombre que te elige para
soportar los de él”, pensaba Inés aun siendo Inés. No quería vivir más. Estaba
cansada de no poder chistar al macho, de tener que evitar situaciones incómodas,
de no elegir, de ser tratada como un trapo. Quería desaparecer una vez
abandonara el templo. No quería enfrentarse más a una sociedad que parecía
conocer su historia, sus faltas. Salió de la Iglesia cansada y con el rostro
demacrado. Fue en el momento en el que atravesó el dintel del portón cuando de
repente, quizás por intervención divina, se desprendió uno de los grandes
pétalos de piedra del rosetón, el pétalo de jazmín que la convirtió en la
delicà de Gandía y que destruyó a Inés para siempre.
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