(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)
No
sé bien cómo describirte la ilusión con la que construimos la vida que acaban
de demoler. Los pequeños logros celebrados como grandes batallas ganadas. Me
pregunto cómo narrarte mi vida a ti, desconocida, que me encuentras cada mañana
sentada en esta parada de autobús.
¿Ves la parcela, al otro lado de la carretera, frente a esta marquesina? Esos restos de suelo sucio y roto que ves, casi oculto por charcos de barro, un día fue mi gran orgullo. Este terrazo, que ahora te parece anticuado, no hace tanto fue una novedad traída por un famoso arquitecto. O eso decían.
Pepe
quería poner suelo de madera, como tenían casi todas las casas del pueblo. Pero
yo había visto ese suelo en una tienda, al ir a comprar la tela de mi vestido
de novia. Las placas de mármol blanco que relucían como conchas de nácar en la
arena me enamoraron casi tanto como mi Pepe. La discusión por el terrazo la
gané yo. Tantas estrecheces, tanto ahorro… me pregunto si mereció la pena.
Quizá sí, sólo por el placer que sentía al admirar sus destellos tras pulirlo
cada mañana, de rodillas, con la dedicación de un penitente. ¿Me creerás si te
digo que jamás sufrió la pisada de un zapato? Sólo la caricia de unas bayetas
en los pies, recorriéndolo ligera, como una patinadora que se desliza sobre el
hielo.
Por
lo demás, la casa era modesta pero coqueta, y menuda, como yo. Comenzamos a
construirla al casarnos, y enterramos nuestros primeros años de juventud entre
cemento y ladrillos. Recuerdo el esfuerzo, pero la ilusión nos daba vida. Cada
noche planeábamos los trabajos del día siguiente sabiendo que nos acercarían al
momento de dejar la casa de padre por nuestro propio hogar. Los planes a veces
se cumplían y a veces no, como cuando haces una labor, y te confundes, y te
toca deshacer puntadas para bordarlo de nuevo.
Era
un edificio rectangular, de planta baja, con tejado a dos aguas, de una negra
pizarra que destacaba entre las desvaídas tejas de su alrededor. El salón y dos
habitaciones daban a la carretera. La cocina, junto con el baño, asomaban a la
pequeña huerta trasera, que vallamos con un murete y una preciosa verja.
Plantamos un huerto y unas pocas flores que con el tiempo fueron creciendo
hasta ocultar con sus colores la sobriedad de la fachada blanca. La puerta de
entrada la situamos en aquel lateral que ves a la izquierda y se abría a un
pasillo que recorría la casa de lado a lado, como la espina de un pez, y donde
mi suelo tornasolado relumbraba, siempre inmaculado, bajo la luz de las
bombillas.
El
primer día que nos quedamos a dormir, Pepe llegó a casa con unos azulejos
azules y amarillos con letras, en los que ponía “Villa Joaquina”. Los colocó en
la fachada encalada y yo, cuando los vi, lloré mucho, y todavía lo quise un
poquito más.
La
casa fue suficiente, y casi grande, para nosotros porque la habitación de los
niños nunca se estrenó. A falta de otras ilusiones, mi vida la dediqué a
mantener la vivienda limpia y arreglada, y a cuidar del huerto y del jardín.
Hacía mermelada de frambuesa, salsa de tomate, embotaba pimientos y, con el
tiempo, en la esquina del jardín plantamos una higuera que endulzaba con su
aroma nuestras tardes de verano.
Aquella
calle, que se abrió al costado de la casa, la fueron llamando “Calle Villa
Joaquina”, y así le colocaron la placa. Hoy, de mi “Villa Joaquina” sólo queda
el nombre de la calle, y pronto, quizá, ni eso.
A
Pepe la vida se le pasó igual que a mí, dedicado a su trabajo y a disfrutar de
este pequeño vergel que construimos juntos. Pero él se fue ya hace unos años.
¡Maldito, el cigarrillo que nunca quitó de los labios!
La
casa envejeció conmigo. El tiempo movió algunas losas y aparecieron pequeñas
goteras, a la par que mis pequeños achaques. Las hierbas del jardín empezaron a
crecer sin manos fuertes que las arrancaran, la fachada era cada vez menos
blanca y los colores fueron desapareciendo. El deterioro llegó deprisa, como
llegan las cosas que no quieres que lleguen.
Sé
que hace años que debería de haberme ido, que Pepe me está esperando, pero esta
casa ha sido mi mundo, y yo no me quería marchar. Pero ahora ya no me queda
nada. No puedo seguir eternamente aquí sentada, charlando contigo y sabiendo
que no me oyes, en esta parada de autobús, contemplando de frente un solar
vacío ahora que los nuevos dueños lo han derribado todo. Los he observado, pero
ellos no me han visto a mí. Son una pareja joven. Al recorrer las habitaciones
brillaba en sus ojos la determinación que nosotros tuvimos. No les han acobardado
las leyendas de ruidos y luces que se encienden en la noche. Creo que sabían
que mi alma se escondía en cada esquina de esta casa y la han derruido para
ayudarme a marchar. Ahora puedo irme. A ella también le ha gustado mi suelo.
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