(Manuel Cuenya. Composición de relatos y microficciones. Nivel Intermedio. UNED de Ponferrada)
El sol irrumpió al amanecer. El verano hacía su aparición, y la luz se colaba por las rendijas de la persiana. Una brisa matutina flotaba en el ambiente.
Al abrir la ventana, se percibía el sonido del mar, las olas acariciando bruscamente las rocas. Siempre busqué la libertad y la había encontrado en un pueblecito costero.
Me gustaba pasear por la playa al atardecer. Valoraba enormemente el contacto de mis pies desnudos caminando por la arena, dejando huellas, que solo durarían hasta que la marea las quisiese borrar. Los largos paseos nocturnos me hacían reflexionar.
La vida nos da reveses, y la única solución es aceptarlos. Si los negamos, la frustración nos invade. El pasado es un viaje sin retorno, y el futuro es algo incierto y difícil de programar, por lo tanto, lo único de lo que disponemos es el presente, y yo estaba decidida a vivirlo intensamente.
No sé si es por casualidad o por “causalidad,” en uno de mis paseos nocturnos mis huellas se cruzaron con otras huellas, unas de persona y otras de animal, presentí que eran de un perrito.
Fue un juego absurdo el que nos llevó a cruzar nuestras vidas.
Cuando puse cara a esos pasos, fue una sensación increíble, porque aquel hombre de tez morena y ojos castaños, labios prominentes y dulzura extrema, me había removido sentimientos agradables.
De aspecto corpulento, con excesivo vello, demasiado para mi gusto y, a la vez con esa esbeltez de cuerpo, digno de una figura tallada en mármol, que evocaba la época de los romanos. Sentí hacia él una pasión irresistible, intensos sentimientos, y una atracción física muy fuerte. El proceso de seducción estaba servido. Y como consecuencia el placer.
Nuestro primer encuentro programado fue una cena romántica a la luz de las velas. Una excusa para intentar conocernos más a fondo. Hablamos de nuestras respectivas vidas, experiencias, desengaños, problemas, e ilusiones concebidas para poner en práctica un futuro mejor.
Nuestra segunda cita fue en su apartamento, él vivía allí desde hace años, yo acababa de instalarme en una pequeña casa alquilada.
Cuando llamé a su puerta la emoción me desbordaba, me sentía como una adolescente cuando da sus primeros pasos hacia esa vida adulta tan deseada.
La primera forma de relajarnos surgió realizando un programa de higiene personal, consistente en lavarse los dientes, perfumar el aliento, bañarnos, y añadir al agua del baño aceite de romero y perfume a una temperatura similar a la de la sauna. Un masaje en los pies consiguió que sensaciones placenteras se transmitieran por todo el cuerpo. Reconocer nuestros cuerpos bajo la espuma y unas cuantas gotas de esencia contribuyó al relax. No hubo palabras, sólo una búsqueda del deseo entre el agua.
Después del baño, unos albornoces de rizo nos envolvieron, anhelando un merecido descanso. En el lecho, sábanas de seda resplandecían ante mi mirada que apreciaba el buen gusto. Un espejo enorme ubicado en un lateral de la habitación reflejaba nuestros cuerpos, ahora desnudos, intentando de una vez por todas admirarse.
No sentí pudor, me sentía realmente cómoda al ver que la vergüenza no me reconocía. Él sonrió y sin mediar palabra nos acostamos. Un escalofrío recorrió mi piel al rozar la suya, una suavidad como la de un bebé con perfume a Nenuco. Retazos de la infancia vinieron a mi mente.
Entrelazamos nuestros cuerpos como si de una espiga se tratase. Practicamos el abrazo de los muslos, presionar con uno o los dos muslos de uno contra los del otro Mis pechos menudos se erizaban al contacto con sus pezones. Los intensos besos sortearon mi cuerpo hasta aterrizar en la boca, allí un beso más profundo consiguió que su lengua rozara mi garganta, las endorfinas consiguieron salir a pasear. Mis nalgas fueron objeto de suaves palmadas, besos y pequeños mordiscos.
El sudor comenzó a deslizarse por ambos cuerpos, y decidimos tomarnos un refrigerio, el frigorífico sería la meta. Él se sirvió un whisky escocés cargado de hielo, y yo me tomé un ron. Advertí la presencia de un envase de nata en el frigorífico, y como prueba de un juego decidí adornar mis pezones con ella, para que él pudiese de alguna manera volver al acto de succionar, como si de un alimento de lactante se tratase. Fue divertido experimentar con la citada crema.
Su lengua acarició con profundidad mis pabellones auditivos hasta sentir un cosquilleo difícil de describir, y surgió la consabida carcajada por mi parte. Yo estaba extendida boca abajo, y unos cubitos de hielo se deslizaban por mi espalda cual tobogán digno del mejor parque de atracciones, al unísono, mi piel se erizaba como la de un gato cuando lo acaricias.
Literalmente me devoró a besos, yo le había pedido que se pusiese carmín en los labios para dejar huellas visibles en mi piel, tantas como pudiese. El mapa físico del cuerpo humano había sido examinado, de norte a sur y de este a oeste. Kilómetros de buenas intenciones habían sido recorridos en minutos.
El olor a jazmín inundaba la estancia. Vinieron a mi memoria los recuerdos de un patio, donde el jazmín blanco se encaramaba por una escalera de caracol que le servía de soporte, y era una delicia el perfume que desprendía durante las noches de verano.
Ese día fue el principio de una intensa aventura que, desde mi punto de vista, se convirtió en terapia. Una relación entre terapeuta y paciente un tanto peligrosa.
El siguiente encuentro se forjó en el mismo escenario. Un capricho del “terapeuta” fue que me disfrazara de asistenta, y allí en una silla se encontraban una serie de accesorios. Una cofia blanca de blonda, un delantal de encaje apto para las transparencias y unas excitantes y optativas bragas negras. Eso era todo. El delantal cubría parcialmente las zonas erógenas del cuerpo. Mi papel era el de una criada, él era el señorito.
La siguiente experiencia fue, por acuerdo de ambos, acariciar nuestros cuerpos con los ojos vendados, cuando este sentido falta, se intensifican los demás. Es una sensación indescriptible, es complicado explicarlo con palabras, hay que vivirlo. Él acarició mi cuerpo y, al llegar a las nalgas, un azote cariñoso en ellas me reconfortó. Leves mordiscos en los pezones hicieron que estos se estimularan y cambiaran su forma y aspecto, lucían distintos. El monte de Venus vibraba cual cuerda de una guitarra a cada caricia, y mi boca jadeaba al ritmo de la música improvisada. En esta ocasión, el olor a sándalo nos produjo una intensa relajación y calma. El ambiente estaba impregnado de este aroma dulce con un toque sensual y ligeramente animal. Una sensación de tranquilidad inundó la habitación. En breves momentos el sueño se apoderó de nosotros.
El otoño hizo su presencia, cambiamos de escenario, y los encuentros habituales se distanciaron y se produjeron en mi casa. Un amanecer, cuando estaba profundamente dormida después de un excéntrico encuentro, una nota estaba en mi mesilla de noche.
“Me he enamorado, no sé si tu sientes lo mismo. He decidido abrir un paréntesis y creo que te corresponde a ti cerrarlo. Te deseo”.
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