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martes, 21 de octubre de 2025

El Portalón, por Gary Ferrero

(Manuel Cuenya, Taller de Relatos y microficciones de la Universidad de León)

https://www.lanuevacronica.com/lnc-culturas/portalon_181475_102.html

Aquellas portonas viejas —cuarteadas por el sol, la lluvia y los vientos que con aliento ácido y frío solían frecuentar la llanura; descolgadas y casi ya salidas de quicio— escondían tras ellas los restos del antiguo portalón, abandonado a la sombra de su nórdica orientación. Olvidado. Como tantos otros vecinos de Celalba, Afrosia y Eufemiano pasaban ante ellas con indiferencia absoluta. Estaban allí y su aspecto era llamativo para cualquier transeúnte ajeno a la comunidad. Pero los lugareños, a fuerza de costumbre, a fuerza de verlas ahí sujetando aquellas tapias y aquel tejado a punto de caer, no reparaban en la magnitud de su penoso aspecto. Nada que ver con los remotos esplendores furtivos de aquel portalón paramés. 


Aquel día, sin embargo, Eufemiano notó un escalofrío que recorrió todo su cuerpo y le hizo temblar como la culebra de un herpes zoster. Una reminiscencia trajo a su mente el frescor del portalón que debía seguir tras esas puertas. Allí había vivido con su abuela hasta que tenía cinco o seis años. Sus recuerdos eran vagos pero suficientes para traer a la memoria los primeros juegos, los primeros amigos en aquella calle oscura, la más poblada y animada de la aldea, embarrada en invierno, pero fresquina en verano —incluso en las tardes tórridas de julio— que serpenteaba justo a la altura de la casa de su abuela. En los días claros de primavera, cuando, de soslayo, Alipia abría una de las puertas para dar paso a algún cliente, los rayos de sol entraban limpios y frescos desde el sur iluminando las gráciles motitas de polvo suspendidas en el aire y dejando sombras andantes sobre el suelo de tierra. Un albañal surcaba la estancia aliviando de lodos y barros pestilentes el desvencijado corral. En él unas pocas gallinas, cortejadas por un pollo presumido y brillante, escarbaban y picoteaban garbosas entre gallada y gallada. En el lado derecho del portalón, una tiva acarojada y con la reja lamida por los morrillos de las tierras, una jofaina con palangana de loza saltada a motas, y colgados de una punta clavada en una columna de madera una peinera y un espejo pequeño y casi caleidoscopio por quebrado. A su lado un cuartón oscuro se hacía presente tras la puerta de chopo sin pintar con similar aspecto al de la tiva. A la calle daba una ventana con dos cristales rotos que permitían el paso a la única luz que a duras penas traslucía la estancia. El resto de huecos de la ventana estaban ocluidos por cartones de cajas de zapatillas Tejisa o de tabaco. El ambiente dentro era cargado y espeso, mezcla de levaduras propias de los fermentos de sudores y fluidos varios. Un olor rancio presente también en las sábanas —hechas de retazos de lienzo raído de viejos vestidos y camisones— que descansaban sobre un jergón mugriento mullido con hojas de maíz. Dos cobertores del Val de San Lorenzo amarilleados por el tiempo y el uso intensivo permanecían plegados a los pies de dos camastros que casi ocupaban la estancia por completo. Sobre ambos escenarios ejercían, muchas veces al unísono, Alipia y su hija Vitalina el noble oficio del amor comprado y que, entre aquellas cuatro tapias desnudas de cualquier ornato, se convertía en verdadero arte. Conocida en todos los alrededores era la pericia amatoria de la madre. Y se decía que la hija tenía bien a quien salir; que no le iba a la zaga a la matriarca, vamos. No obstante, la gran mayoría de usuarios de sus servicios provenían de la propia aldea y, a menudo, de la misma calle en que se ubicaba el doméstico lupanar. La luz de un cirio —no dejaría de ser donación de algún agradecido tonsurado no remoto ni en tiempo ni en espacio— titilaba sobre la mesita de noche, cuando era necesario, iluminando las elegantes anatomías de ambas féminas. Nada parecido a lo que se podía imaginar bajo las sallas, pañuelos y mantones enlutados con las que solían salir a la calle. La vieja mantenía unas tersuras en sus pechos y sus carnes que no decían la edad que acumulaba ni por asomo. A sus más de cuarenta años presentaba un aspecto realmente envidiable. Un verdadero lujo al que no estaban acostumbrados aquellos haraganes que acudían al establecimiento, las más de las veces con un aseo de gato y el olor a boñiga de vaca aún presente en sus ropajes. Y qué decir de la hija. Con dieciocho añitos recién cumplidos era una criatura virginal, con una piel nívea, casi transparente y unos ojos color de miel de un brillo anacardo inmensamente sugerentes y misteriosos; una ambrosía al alcance solo de selectos bolsillos, que su madre reservaba a curas, médicos y a potentados de la capital. En aquel escenario amatorio se materializaban las mayores fantasías jamás imaginadas por aquellos verdaderos matracanes sexuales acostumbrados al metesaca habitual con autosatisfacción garantizada, más por el acto de dominación que suponía, que por el propio placer carnal. A casi todos, Alipia se esforzaba en educarles en la muestra de ternura, delicadeza y afecto. Usaba sus manos delicadas y finas como si fueran plumeros de las más exóticas aves orientales recorriendo con mimo aquellos cuerpos abruptos y toscos en los que despertaba sensaciones inauditas. Les susurraba palabras de amor al oído y, aunque la rudeza de aquellos fulanos era patente, muchos acababan sucumbiendo a la ternura como si fueran bebés. Y se dice que luego, de parte de ese conocimiento adquirido en colegio de pago, también se beneficiaban las consortes domiciliarias de los paisanos; víctimas propiciatorias del integrísimo oficial reinante. Tal vez, en parte, por ello la actividad, furtiva en principio, parecía ser tolerada con total naturalidad, como otra más de las múltiples que se desarrollaban en aquel pequeño microcosmos del subdesarrollo que configuraba el poblado paramés. Muy raro era que las mujeres se mostrasen desnudas en su integridad ante el marido; el amor —por así decirlo— se hacía sin quitar los ropajes, los besos en la boca no existían y nadie escuchó nunca salir un te quiero de ninguna de sus bocas. No era raro tampoco que la madama les enseñase a besar usando sus labios con sensualidad libidinosa e introduciendo luego su legua en la boca del sujeto para dejarlos sin verbo y sin predicado, sobre todo si se trataba de un prelado o un vicario. El éxtasis llegaba si la autoconfianza y la entrega de Alipia se venían arriba y se animaba a practicarle la felatio al gachó en cuestión. Estas dos prácticas las reservaba para sus mejores clientes y, sobre todo, para Paulino el paisano que vivía justo en frente y por el que sentía especial devoción. Tal vez, el más generoso porque, aunque no pagaba en dinero, siempre estaba dispuesto a cubrir la falta de alimento que aquella familia peculiar, compuesta por dos madres solteras y sendas criaturas. Pan, verdura, fruta o leche nunca faltaron en la mesa gracias a Paulino. Las viejas puertas, el viejo portalón, resquicios de un apagado fulgor, fueron en su día, con toda su humildad y pobreza, una puerta abierta a otro mundo, un pasaje que conducía a otra dimensión. Cruzar su quicio no era salirse de él sino entrar en un mundo prohibido lleno de placeres y sensaciones inimaginables. Un mundo evanescente, casi irreal, que duraba poco tiempo y que quizá por ello era apreciado como una joya. Todo lo pecaminoso y lo prohibido se revelaba ante aquellos agrestes seres, no exentos de sentimientos, pero que para que aflorasen había que hurgar en los cajones más profundos de su ser. Toda la magia que allí explotaba tenía algunas traducciones carnales en la vida de la comunidad. Aquellas efervescencias testosterónicas y las conjunciones amatorias subsiguientes las cargaba el mismo demonio y traían sus consecuencias en forma de extravíos genéticos, voluntarios o involuntarios, provocando curiosas consanguinidades y cargándose de un plumazo, árboles genealógicos oficialmente documentados en los legajos de los archivos diocesanos. Numerosos eran los ecos que dimanaban de los antiguos esplendores de aquel viejo portalón a pesar de los años de olvido. Muchas personas de aquella aldea, sobre todo de una edad para arriba, eran conocedoras de los secretos que, durante décadas, tuvieron lugar en aquel templo escondido del placer. Aún hoy, cuando pasan ante el portalón, Afrodisia y Eufemiano no se explican por qué tuvo que ser a ellos a los que les tocara engendrar dos criaturas a las que adoran pero que son dos verdaderos monstruos a las que apenas pueden sacar de casa. Ya se sabe cómo se tratan estas cosas en los pueblos. Tampoco Eufemiano sabe que Paulino, además de ser su suegro, es también su abuelo. Y ni se imagina que la respuesta la tiene muy cerca, justo tras esas portonas viejas, descolgadas y casi ya salidas de quicio, que esconden los restos del antiguo portalón abandonado a la sombra de su nórdica orientación. Olvidado.

 

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