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lunes, 8 de noviembre de 2021

La catarsis, por Tránsito García Estébanez

 La catarsis

La catarsis, como su propio título indica, hace referencia a la purificación, liberación, transformación interior que sufre la autora a raíz del coronavirus. Un relato cargado de autobiografía que le permite a su creadora mostrarnos sus pensamientos, sus sentimientos, sus sensaciones, sus sueños, que antes son pesadillas, su experiencia en definitiva en un hospital en el que permanece sumida en un estado lleno de confusión e incertidumbre

(Relato del Taller de Escritura que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León)

TRÁNSITO GARCÍA ESTÉBANEZ

De repente me encontré, a los pies de la cama, a alguien a quien identifiqué como Consuelo, mi clienta más antigua, ¿era ella en realidad? La veía menuda, bajita. Y me hablaba con un tono de voz agradable, suave. Recuerdo que me preguntó si me encontraba bien. Me miraba con atención. Sus manos eran frías y suaves, su tono de voz pausado, calmado.  Olía a limpio, a rosa mosqueta. Pero aquella mujer no era Consuelo sino una doctora, la que estaba siguiendo mi cuadro clínico. Qué curioso, y yo sin enterarme.

Confusa, por asegurarme qué estaba ocurriendo en realidad, le pregunté que quién era,  y por segunda vez me dijo que era la doctora que me estaba haciendo el seguimiento; me informó que llevaba tres días ingresada, con fiebre muy alta, tenía más de 39 grados de temperatura. Sentía un intenso dolor de cabeza, como una cinta negra que estrujaba mi cabeza, un dolor que seguía persistiendo a pesar del tiempo. Me indicó que había estado delirando, soñando, gritando, por eso me había quedado sin voz;  estaba siendo medicada a través de una vena, y la aguja se situaba en la cara externa de la mano izquierda, la sensibilidad en esa mano era inexistente, y, sin embargo, después de que ocurriera aquel ingreso, aun hoy,  me sigo acariciando la mano y siento aquel recuerdo, aquel momento sigue grabado para siempre en mi memoria.

Apenas podía  hablar, tampoco podía leer, ni caminar,  y el intenso sonido del oxígeno, que estaba funcionando día y noche, era una gran molestia, por la noche era persistente, machacón, insoportable,  y sin embargo era el oxígeno el que me estaba sujetando a la vida.


Al día siguiente, la doctora volvió a entrar en la habitación, y me saludó amablemente. Por mi parte, había estado reflexionando durante todo el día acerca de aquella visión que había tenido con mi clienta Consuelo, a los pies de la cama, que me parecía, una vez más, que me hubiera estado velando como mi ángel de la guarda. Había pasado todo un día en silencio y en soledad, con cierta sensación de paz. Le pedí disculpas a mi doctora por haberla confundido con mi amiga. La doctora me dijo que eran normales aquellos efectos, tan característicos de  la fiebre, que también era habitual ver o soñar cosas que no tienen mucho sentido, pero que sin embargo están en nuestro subconsciente.

Empecé a recordar lo vivido durante esos tres primeros días, inmovilizada, con fiebre, con un intenso dolor de cabeza. De los mil cuatrocientos cuarenta  minutos que tiene el día, solamente catorce minutos estaba  acompañada por personal, entre ellos un limpiador de habitación, un enfermero, una médica,  un sacerdote, un radiólogo, los cuales acudían a la habitación, enfundados, tanto el rostro como el resto del cuerpo, en dos o tres capas de protección.

Recuerdo un sueño harto sorprendente, que, al igual que la aparición de la doctora a los pies de la cama, me pareció bastante surrealista. En este sueño estaba haciendo una prueba y tenía que acertar sumas de números, primero sencillas  y luego complejas, las sumas eran reales, tres más tres, cinco más doce, y, cada vez que me equivocaba, alguien me lanzaba un cojín o almohadón, yo quería parar, pero no podía, las sumas se agolpaban y las equivocaciones  me golpeaban; entonces, cogí uno o dos cojines y los deshice y empecé a confeccionar un bolso,  mientras seguía respondiendo sumas al tiempo que me equivocaba constantemente. En el instante en que sentí como si las almohadas me ahogaran,  una persona, a la que no logro ponerle rostro,  empezó a tirar de mí por uno de mis brazos hacia un extremo,  y fue en ese momento cuando aparecieron cuatro personas desconocidas que tiraban de mí hacia el  otro lado. Justo en ese preciso momento me vino a la mente una viñeta, y me puse a gritar  hasta que logré despertarme, eso sí,  quedándome sin voz, ¿real o ensoñación?

Nunca había recordado un sueño tan nítido antes de aquel día,  ni nunca  he vuelto a recordar un sueño  tan intensamente como ese,  durante todo este tiempo. Los días siguientes los pasé en soledad, en silencio, ante la imposibilidad de leer  o hablar; no obstante, estuve ejercitando los cinco sentidos, oliendo el hospital, así como la comida que me traían, y la que me enviaban por fotos a través del Wasap de mis hijos, que también estaban confinados en casa, aunque eran asintomáticos; observando la habitación,  la ausencia de adornos y la esencialidad de lo que allí había; tocando mi vía, pinchada en la parte superior de la mano,  la que me medicaba, la que me procuraba alimento y curación; escuchando y buceando sobre todo en mi interior, lo que me permitió desbrozar mis excusas, amar mis logros, aceptar mis fracasos y plantear algún reto, eso sí, si conseguía el alta. Me pesaban las horas en soledad, en silencio, con el único ruido de gorgoteo del oxígeno, y los sonidos de actividad de los sanitarios en los lejanos y alejados pasillos, pues, aunque la distancia entre la habitación en que me hallaba y el pasillo distaba apenas de dos metros, a mí me parecían apartados. La inmensidad  e intensidad de las horas me devoraban, algunos días no podía contener el llanto, si bien las vías respiratorias se atascaban y ni siquiera me permitían llorar como hubiera deseado. Tras mis meditaciones, acerca de mis logros y fracasos vitales, encontré un punto de inflexión, sentí que por momentos abandonaba la vida. Estaba realmente tensa. Y, cuando ya pude hablar un poquito, transmití cariño, alegría  y agradecimiento a quienes se preocupaban por mi situación. Si lograba salir del Hospital, pensaba, me propuse un solo reto, un deseo que siempre había relegado, que era aprender a escribir de un modo creativo, con el objetivo de contar mis experiencias y sentimientos. Sentía la imperiosa necesidad de realizar una catarsis, en la que afloraran mis pensamientos, anhelos, sueños.

Con el transcurso de los días,  comencé a sentir una ligera mejoría, lo que me permitió el poder leer, entonces, tuve la impresión de que era la primera vez que encaraba la lectura. Olía y acariciaba cada página del libro. Y este olor y tacto a páginas me reconfortaba enormemente y me hizo ilusionarme de nuevo con volver a viajar, y sobre todo con relativizar lo que me estaba ocurriendo; “estable pero impredecible”, me decía mi doctora, lo que me daba aliento para poder seguir, para poder comunicarme durante más tiempo con mi familia, con mis amigos. Tuve una sensación extraña, la de perder algo a la vez que también creía ganar algo, el de enfermar por una parte y curar el alma por otra.

Aquella visión en la habitación,  en la que no reconocía a la doctora como tal, me sigue asaltando. Y a veces creo que no sé ni dónde me encuentro.  Con la doctora, eso sí lo recuerdo, tuve conversaciones amenas,  alegres e interesantes, incluso me confesó que, en más ocasiones, le había ocurrido que la confundiesen con otra persona.

Este recuerdo sigue vivo e inalterable, aún hoy, después del paso del tiempo. Pero la vida me ha sonreído hasta ahora, sintiendo la misma paz que me procuró mi doctora a la que confundí con Consuelo, mi ángel amigo, que logró contagiarme su positividad, su optimismo. Entonces, se me ocurrió una frase que se le atribuye a San Agustín: “ama y haz lo que quieras”.  Así que seguiré amando y soñando. 

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