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miércoles, 3 de noviembre de 2021

Amalia y la soledad, por Luz Carrera Merayo

 Amalia y la soledad

La autora nos adentra en el mundo de Amalia, una mujer ausente, con su soledad y una mirada hipnótica, que rememora el pasado, el naufragio de su vida, con una gran nostalgia. El final de este relato resulta sorprendente

(Relato del Taller de Escritura que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León)

Mª LUZ CARRERA MERAYO

Amalia está sentada, como ausente, entre los restos del naufragio de su vida, con una caja de cerillas en las manos. Le ha costado mucho encender la chimenea, por tanto tiempo en desuso. A su lado reposan un par de cajas de cartón con fotos y ropa de abrigo pasada de moda. Ha cambiado su coche por una vieja autocaravana que le espera fuera. Sentada en el suelo, con mirada hipnótica, contempla la hoguera. Las llamas azules y anaranjadas se entrecruzan en una danza de fuego que ilumina su rostro de rasgos dulces y mirada antigua. La leña chisporrotea, esparciendo el olor a pino que la ha acompañado durante los últimos treinta años.

Se levanta y asciende la estrecha escalera que la lleva al desván; allí observa las literas, en las que no hace mucho tiempo dormían sus hijos y acaricia las rayas que aún marcan la estatura de cada uno, seguidas de las fechas de sus cumpleaños. Ese trozo de pared, que aún conserva el añil del primer invierno, le resulta entrañable. La ventana le permite ver los chozos vecinos, el riachuelo de Valdeprado, la carretera que va a Asturias y, al otro lado, la ladera que se extiende hasta El pico del Miro.

Ella solamente subió una vez hasta la cumbre; renunció con gusto a hacerlo aquella primavera en que el hijo más pequeño le dijo, sujetando su dedo con fuerza: "Yo contigo, mami". A partir de ahí ambos se quedaban antes de cruzar el arroyo y juntos buscaban ranas y recogían piñas y fósiles de helechos. Los demás repetían aquella excursión todos los años. Al regreso los chiquillos, quitándose la palabra, le contaban lo fría que estaba el agua del lago o que habían visto la silueta del oso y las huellas del corzo o la raposa.

Fue muy feliz durante el tiempo en que la familia estaba unida y realizaban aquellas escapadas de domingo sin importarles que helara, lloviera o nevara. Nunca se quedaban en la ciudad, ni siquiera aquella vez que la tormenta arrastró el puente de madera y tuvieron que cruzar saltando de piedra en piedra o aquella otra en que, para poder entrar, tuvieron que palear la nieve que había taponado totalmente la entrada a la cabaña.

Ahora, asomada a la buhardilla y mirando a través de los carámbanos, le parece verlos subir por la ladera y hasta percibe el olor a lumbre y a churrasco, aunque todo el entorno está desierto. Entre tantos recuerdos ha olvidado el paso del tiempo hasta que la sensación de frío la trae a la realidad. Poco a poco desciende y contempla la estancia donde tantas veces comió con los amigos. La tarde va cayendo en la Braña de Susañe y del fuego sólo quedan los rescoldos. Se mira en el desgastado espejo del aseo y casi no reconoce su cara surcada de incipientes arrugas, el pelo canoso y los labios, que hace años no se pinta y permanecen vacíos de besos. Se sienta de nuevo en el escaño centenario, sola entre las paredes de piedra que fueron levantadas para servir de cobijo a los pastores. Aquí no hay nada más que hacer, solamente le falta descolgar el calendario y quemarlo. Las llamas reviven un momento e iluminan la estancia en penumbras.  Mira a su alrededor, ¡está todo tan vacío y a la vez tan lleno de recuerdos...! Lía un cigarrillo y se sirve una copa de vino brindando por su nueva libertad. Espera que se apague completamente el fuego y abandona la cabaña sin llanto, con esa tristeza silenciosa y algo amarga de las madres que han aprendido, con el transcurso del tiempo, a amar su nido vacío. Echa la llave a la cerradura de su pasado y sale a la noche estrellada, decidida a retomar su vida, libre de las cadenas del pasado.  Antes de entrar en el coche, respira hondo para llenarse  de oxígeno y escucha el canto de la coruja de la ermita y el aullido de un lobo cercano. Tiene la sensación de que la están despidiendo. A lo lejos, muy a lo lejos, brillan las luces del pueblo enclavado en el fondo del valle.

"Tengo que devolver la llave a Pepe, pero antes pararé en el hostal para despedirme de Trini. Si me preguntan dónde voy con la caravana les diré que me la han prestado para recoger las cosas. Pero la verdad es que viajaré con ella. Para la estación más fría buscaré una casita vieja en un pueblo del Camino de Santiago. Desde allí contemplaré los atardeceres sentada en mi silla de enea, con el perro al lado y un gato en el regazo y charlaré con los peregrinos que caminen por allí. Seguramente pasaré las primaveras en Manjarín, al lado del refugio donde vive Tomás, el último Templario. Durante los veranos iré al mar a pisar la arena y a cubrirme de espuma, de yodo y de sal. Y cuando ya no pueda conducir, me quedaré todo el año en mi pueblo, con la gente que llevo en el corazón y en la memoria, y contaré cuentos a los nietos... Ahora estoy rendida y tengo sueño... la carretera, que discurre entre las peñas y la vía del tren de Villablino, cada vez me parece más brumosa y estrecha...".

Al día siguiente, los mineros del primer turno encontraron la autocaravana de Amalia fuera de la carretera, apoyada mansamente en un poste del tendido eléctrico que acompaña a las vías del tren. Su dueña parecía estar dormida, feliz y hermosa en su madurez. Un hilillo de sangre tenía la comisura de sus labios que sonreían plácidamente, besados por el rocío de la mañana. 

 

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