Mi patria es la memoria, no el olvido
que adormece en sus brazos
y me impulsa
lejos de las palabras con que nombra
y vierte sobre ayer su luz velada.
Pilar Blanco, La luz herida
Bierzo-ninfa-ondina, sirenita en el lago que pudo haber sido Noceda del Bierzo.
Bierzo-comarca, tierra con sabor medieval, paraíso perdido, vergel misterioso, jardín de las delicias, huerto de memoria y amistad bajo el manzano de la gravitación universal, en las Llamas del Valle, qué verde era mi valle, en las huertas del Gonzalo, Bierzo valle galés, película emocionante, cuando los mineros se entregaban a los abismos de las tinieblas, en las minas de Balín y Murias y Rey, en el río de Arlanza, que en realidad es el río Noceda a su paso por esta localidad, en los montes de Labaniego y Losada, mina La Sierra, cuando los mineros tiznaban con su sudor, a veces con sus lágrimas, cielos entibados y galerías sin espejo ni fondo.
El Bierzo como centro de un infinito poético, cuya química, rica y misteriosa, contigua y remota, nos sitúa más allá de León, más acá de Galicia, al lado de las Asturias, que chiflan alto y poderoso en su hermanamiento con nuestros mineros, Bierzo situado en un metafísico lugar, para ser soñado y cantado, orquestado tal vez, más que para ser contado. Bierzo que nombra lo innombrable, lo inefable, como buen/a poeta. Bierzo-útero, herido y luminoso, cuna de infancia, matria y patria musicales, inolvidables, bien sonantes, cordón umbilical, “embrigo” tras el cual se ocultan sentimientos e ilusiones, la canción de La Micaela, “cuartia arriba, cuartia abajo”, historia y sabiduría, sabores y aromas que nos enganchan e impregnan de felicidad y morriña, porque el berciano es, acaso, un ser que vive en un estado permanente de tristura aderezada con el pimentón de la sorna y la retranca galaicas.
Hay un Bierzo encantado y templario, cabalístico y silencioso, que duerme siestas eternas, como una Vetusta clarinesca, bajo la sombra estirada de nogales centenarios, un Bierzo coronado por monasterios y castillos, escenarios de cuento fantástico y novelas de caballerías, Bierzo de espacios literarios poblado por hidalgos y fijosdalgo ingeniosos, cariñosas doncellas, siempre dispuestas al convite, y caballeros hospitalarios que pasean con altivez por Vega de Valcarce y Cornatel. Un Bierzo de cuyo nombre me estoy acordando, que algún día vibrará por todo lo alto, retumbando en el corazón de la humanidad.
Hay un Bierzo de agrestes montañas y frondosos y fértiles valles, oxigenantes y nutricios, cuya pureza prístina, ya contaminada, nos conmueve y remueve las entrañas. Un Bierzo gistredense, serrano, uterino, del que brotan chorros de salud, manantiales de doncellas, cascadas de amor, un bierzo familiar y cercano, amistoso y sustancial, que nos ha marcado de por vida, con su olor a genciana y a gistra, con su sabor a arándano y a infancia feliz, y aquella adolescencia de excursiones a Pardamaza, Primout y Urdiales, tras los montes, y aquellos paseos veraniegos a Trasmundo, en busca quizá de nuestros primeros amores, que nunca fueron tales. Gistredo como serranía amorosa y mítica, espacio privilegiado para volar, sobrevolar la comarca, en parapente, y desde la que se contempla un horizonte rayado de nieve, virginal en su lírica, las cumbres aquilianas bajo las que descansan con placidez y serenidad estoicas nuestra Tebaida, el valle del Silencio, que es Parnaso de anacoretas, Peñalba de Santiago y su mozarabía, la cueva de San Genadio y el monasterio de San Pedro de Montes, verdor espiritual y eremítico en el valle del Oza.
Desde el pico de nuestros ensueños, el Catoute, se arrulla un Bierzo polícromo y estimulante. Hay un Bierzo colorido y poético, luminoso, a flor de piel que nos invita a saborear la belleza y exquisitez de su rostro, un Bierzo otoñal y dorado, de vides y robles refulgentes, un Bierzo Viñales y otro cacabelense, un Bierzo de castros y castañas y nueces de oro, que nos mece y embriaga, un Bierzo de colinas y miradores, corredores y picachines capaces de percibir el silencio y una sonrisa de estío, espigada y sensual, en su lunar y desnuda calidez, una luna colorida, fluida y rosa, que nos muestra su semblante oculto. Miradores desde los que tocamos el cielo y lo fundimos con la tierra: Bierzo de bosques milenarios habitados por xanas y xaninas, medular y esencial, lunar y rojizo. Bierzo ancareño de pallozas, olvidado, donde se detuvo el tiempo, y los espacios permanecieron en su ser primero. Un Bierzo wolfrámico, un Bierzo de sierras y montañas de hierro, desconocido y minero, subterráneo y entrañable, herido y sangrante. “Me fui, como quien se desangra”, nos dijo adiós el gaucho Güiraldes en Don Segundo Sombra. Bierzo de sombra y luz, luz herida, Bierzo “atoupado”, reventado, lleno de incertidumbre, Bierzo cavernario, habitado por héroes de cuento fantástico, hombres que se han dejado la piel, y los pulmones, arrancando millones de toneladas de carbón en las entrañas de la tierra, en un viaje al final de la noche, la noche oscura del alma, hombres con el corazón negro y los pulmones hechos nata negra, con un alma extraordinaria, angelitos negros, cantados por Machín, el cubano de los boleros, hombres todopoderosos, capaces de arrancarle arpegios a las capas del carbón. Un Bierzo que nos mueve y conmueve, con una inmensa energía. Sólo debemos frotarla para hacer que resurja de nuevo.
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