Después de unos días, hermosos e intensos en Marruecos, vuelvo al Bierzo con la sensación de haber desconectado de la realidad (de alguna al menos), y eso me produce un inmenso placer. Estoy como flipado, como si aún no hubiera aterrizado, aunque una llamada mañanera me sacó de mi sueño placentero para indicarme que ya estaba en el tajo, expuesto a lo cotidiano, y hasta me atrevería a decir a lo cotidiano-vulgar.
Qué maravilla viajar, abandonar la rutina, adentrarse en otros mundos y culturas, disfrutar, en definitiva, de otras formas de vida, de otros paisajes y paisanajes. Viajar se me antoja muy saludable, sobre todo cuando uno lo hace a un país con encanto, como es el caso de Marruecos, le Maroc. No en vano uno soñaba (y sigue soñando) con una ciudad como Marrakech, con un clima estupendo, con una belleza exótica y tropical en medio del desierto, una ciudad amurallada y roja, con el Altlas nevado como fondo espectacular. Tardaré, lo confieso, unos días en salir del embrujo marrakchí. Y estoy seguro de que nunca me cansaré de visitar esta ciudad, donde viven tan ricamente unos doce mil franceses, que se dice pronto. Por algo será. Para un artista, sobre todo para un pintor, Marrakech es un espacio lleno de luz y color, una maravilla. Por lo demás, he vuelto a sentir la hospitalidad y el aroma a tajine y cuscús, a brochete y merguez, y eso me devuelve a un estado de felicidad.
También me alegró presentar mi fragua en el Cervantes, de la mano de su director, Vicente Mora.
Mañana continuaré con la visita a esta ciudad y sus alrededores, incluidos el valle de Ourika y el valle de Imlil, a los pies del Toubkal.
Ahora necesito reposar el viaje y dormir como lirón.
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