Me dice Fernando Tascón, director de Radio Bierzo, Cadena Ser, si podría hablar de un libro de Delibes. Por supuesto.
Hay varios suyos que me parecen joyitas de nuestra literatura, Literatura con mayúsculas, como asegura Fermín López Costero (nada de literatura prefabricada, deconstruida, de untar -Nocilla, Parlín, Nutella-, léanse por ejemplo El camino, Los santos inocentes, Las ratas o el impresionante Cinco horas con Mario, que el maestro Delibes publicó en 1966, un año antes de que me nacieran, como a buen seguro diría otro grande, en este caso leonés, el señor Crémer, que también nos dejó hace un tiempo, con el siglo bien cumplido, los deberes hechos y una gran vitalidad. Lástima que, incluso los grandes y quienes a priori gozan de excelente salud, también se mueran.
Cinco horas con Mario, que ha sido adaptada al teatro, con buen tino y gran éxito, y aun llevada al cine por Josefina Molina, como otras muchas obras de Delibes, se me antoja realmente extraordinaria, no sólo por lo que nos cuenta, sino cómo nos lo cuenta, lo que resulta innovador para la época, sobre todo en nuestro país.
Recuerdo haber visto al menos una función teatral en el Bergidum de Ponferrada, dirigida por Josefina Molina, con Lola Herrera como protagonista estelar, quien llegó a identificarse de tal modo con su personaje que creyó ser la Carmen de la novela, como Bela Lugosi hiciera con Drácula.
A través de un deslumbrante y fluido monólogo interior y un empleo casi constante de la primera persona del singular, el autor, metido en la piel de una mujer, nos va relatando cómo es la vida en una ciudad provinciana (tal vez Valladolid), y en una España gris de posguerra, o mejor dicho en dos Españas irreconciliables, que podrían estar representadas por Mario y Carmen.
Delibes, oculto tras la voz de Carmen Sotillo o Menchu, nos cuenta, siempre desde el punto de vista de ésta y en un lenguaje coloquial, cómo se siente tras la repentina muerte, supuestamente por infarto, de su marido Mario Díez Collado.
Carmen se nos muestra como una mujer conservadora, de clase media, envidiosa, harto remilgada y neurótica, con ideas racistas y clasistas, reprimida y resentida, dogmática, hipócrita, ignorante, que descarga toda su frustración, a modo de fusilería verbal, contra el pobre Mario, un catedrático de instituto, liberal, idealista, angustiado, depre, según su “sacrosanta” esposa, reprochándole que escriba artículos comprometidos para un periódico, en los que sale en defensa de los desheredados de la sociedad, echándole en cara que vaya en bibicleta a su trabajo, algo que no es propio de su clase, según su rancia y clasista esposa.
Creo que Carmen, como muchas otras donnas, debería darse un garbeo por los Países Bajos, y montarse en alguna bici, como los ejecutivos y mujeres de negocios, que van tan campantes, móvil en mano y cartera en ristre, bien trajeados y floreados, pedaleando con ilusión entre canales y el colorido erótico del paisaje humano, que da gusto verlos, sobre todo cuando en sus bicis portan a sus retoñitos, rubiecitos y angelicales. Una monada, o sea, algo así podría decir Carmenchu.
Mario, aunque da título a la novela, es un personaje ausente, como Rebeca de Hitchcock, del que llegamos a saber como es sólo por su mujer, que nos lo va reconstruyendo a su modo, con sus libres asociaciones de ideas, en ese fluir intenso de su conciencia/subconsciencia, quizá de un modo distorsionado.
Mientras lo vela, durante cinco horas en el propio despacho de Mario (lo que incrementa la intensidad dramática), le cuenta todo aquello que piensa y siente de veras y que nunca le pudo decir en vida, durante veintitantos años de matrimonio, entre otras, alguna de sus pequeñas infidelidades con un tal Paco, cómo no fue correspondida sexualmente la noche de bodas por su marido, "que sabrá de amor un hombre que la noche de bodas se da media vuelta y si te he visto no me acuerdo", "tú te acostaste y "buenas noches", como si te hubieras metido en la cama con un carabinero", le recuerda Carmen a su marido...
También le echa en cara que no le comprara un coche Seiscientos. Esto me hace recordar una secuencia, emocionante, cuando el genio Brando vela a su mujer muerta en El último tango en París.
También le echa en cara que no le comprara un coche Seiscientos. Esto me hace recordar una secuencia, emocionante, cuando el genio Brando vela a su mujer muerta en El último tango en París.
Toda la acción de Cinco horas con Mario se desarrolla, como señalé, en la casa mortuoria entre la salida del último visitante la noche del velatorio o velorio y la salida del cadáver y la comitiva fúnebre a la mañana siguiente, todo ello en un ambiente cargado, viciado, incluso de humo, hipócrita, con besos al aire, al vacío, como a menudo hacen algunos franceses/as (también algunos españolitos/as) cuando te saludan por puro compromiso, un ambiente lleno de cuchicheos.
Se trata de una confesión o auto-confesión, ella que es muy catolicona, delante del muerto, que ni siquiera en vida la escuchaba. Y lo hace con un lenguaje vulgar, lleno de tópicos, repipi por momentos, repleto de imprecisiones y reiteraciones, frases hechas, proverbios, cierto abuso del laísmo, propio de esta tierra pucelana, entre otros vicios linguales o lingüísticos.
Delibes, a través de este brutal mono-diálogo, escrito desde el «yo» de la viuda a un «tú» de cuerpo presente-ausente que es el cadáver, nos adentra en un mundo pequeñoburgués y franquista, que por momentos nos eriza hasta los pelos de la nuca, porque ella es una mujer reaccionaria, que culpa de todas sus desdichas y frustraciones, incluso de su propio fracaso matrimonial, a su marido, y en general a los hombres, a los que considera unos egoístas, porque ella (con perfil feminazi) se considera una buena mujer y además de buen ver, con una gran poitrine (señala ella misma, haciéndose la finolis, en repetidas ocasiones), o sea, con una potente delantera o pechera, con muchos y buenos pretendientes, como el tal Paco, etc.
En cuanto a su estructura, esta novela consta de un a modo de prólogo, precedido de la esquela mortuoria de Mario, y veintiocho capítulos (el último en forma de epílogo, narrado fundamentalmente en tercera persona, como el prólogo) por contraposición a los veintisiete restantes, narrados en primera persona del singular y en un estilo diferente al resto.
Cada capítulo, desde el primero hasta el veintisiete, comienza con una cita bíblica escrita en cursiva.
Las citas de marras son brevísimos pasajes que Mario, liberal aunque católico comprometido, supuestamente había subrayado en su Biblia de cabecera (como subrayado tengo el ejemplar que comprara en una librería de viejo en el barrio de Coyoacán de Ciudad de México, editado por el ilustre coruñés Porrúa, que se encargara de editar a Gabo y Cortázar, entre otros muchos grandes).
Y a partir de estas citas, Carmen va hilvanando pensamientos, recuerdos y sobre todo continuos reproches a Mario por no haber sido como ella quería que hubiera sido, más pragmático en la vida, más adaptado al sistema, con aspiraciones de ascenso en la jerarquía social, y sobre todo menos frío con ella.
Las citas de marras son brevísimos pasajes que Mario, liberal aunque católico comprometido, supuestamente había subrayado en su Biblia de cabecera (como subrayado tengo el ejemplar que comprara en una librería de viejo en el barrio de Coyoacán de Ciudad de México, editado por el ilustre coruñés Porrúa, que se encargara de editar a Gabo y Cortázar, entre otros muchos grandes).
Y a partir de estas citas, Carmen va hilvanando pensamientos, recuerdos y sobre todo continuos reproches a Mario por no haber sido como ella quería que hubiera sido, más pragmático en la vida, más adaptado al sistema, con aspiraciones de ascenso en la jerarquía social, y sobre todo menos frío con ella.
“Que siempre me ha dolido tu pobre concepto de mí, Mario, como si yo fuera una ignorante o cosa parecida” “Que te pones a ver, Mario, querido, y conversaciones serias, lo que se dice conversaciones serias bien pocas hemos tenido”.
“Que los días buenos los desaprovechabas y luego, zas, el antojo, en los peores días, fíjate, “no seamos mezquinos con Dios”; “no mezclemos las matemáticas en esto”... que luego la que andaba reventada nueve meses, desmayándose por los rincones era yo”.
“Luego, cuando te vino eso, la distonía o la depresión o como se llame, llorabas por cualquier pamplina, acuérdate, hijo, ¡vaya sesiones!, y que si la angustia te venía de no saber cuál es el camino”.
Sí, Mario, sí, estoy llorando, pero bueno está lo bueno, que yo paso por todo, ya lo sabes, que a comprensiva y a generosa pocas me ganarán, pero antes la muerte, fíjate bien, la muerte, que rozarme con un judío o protestante.
“Todos iguales, para Dios no hay diferencias... ahora bien, los negros con los negros y los blancos con los blancos, cada uno en su casita y todos contentos”.
«Mario, cariño, lo que pasa es que ahora os ha dado la monomanía de la cultura y andáis revolviendo cielo y tierra para que los pobres estudien, otra equivocación, que a los pobres los sacas de su centro y no sirven ni para finos ni para bastos, les echáis a perder, convéncete, enseguida quieren ser señores y eso no puede ser».
A lo largo de la novela, vemos desfilar a toda una galería de personajes, incluidos los hijos de Carmen y Mario (cinco en concreto), algunos amigos y/o enemigos de ambos, sobre todo de Mario, etc., entre ellos Valen, la gran amiga de Carmen, o Paco (el pretendiente número uno de ella), o bien Mario, el hijo mayor, y ese Pepito Grillo, llamado Borja, al que oímos gritar:
"Yo quiero que se muera papá todos los días para no ir al colegio".
Cría cuervos, dice Carmen, para que te saquen los ojos.
Da la impresión de que Mario fuera el alter ego, o una proyección del propio Delibes, aunque quiero creer que su mujer no era, ni de lejos, como Menchu.
No dejéis de leer esta novela, que sin duda os marcará.
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