Pues sí, el Oriente, con sus aguinaldos navideños, me esperó y me acogió con hospitalidad, algo que agradezco enormemente.
Eso sí, me recibió con los brazos abiertos y de par en par, trepado como un rey mago en un dromedario en busca de la media luna y un sol bautismal, revelador. Aquel día me sentí grande, debo confesarlo cual buen feligrés. Como un niño grande, que disfrutara de sus juguetes, como cuando mis padres me los dejaban en el corredor de la casa paterna/materna, en el útero de Gistredo, donde aún se escuchan los aullidos de los lobos, sobrecogedor sonido, y los osos siguen campando por la serranía, en un espacio que se me antoja bucólico, acaso por memoria afectiva.
De pequeño, como un rapacín que tuviera todo el futuro por delante, soñaba con los Magos de Oriente, que hasta veía venir por los pagos de Labaniego, con el carbón reluciente de lo idealizado. Entonces la vida era dulce y rosa como un turrón navideño. Ahora que lo pienso mejor: quizá el turrón no fuera rosa sino del color con que se incendian las dunas de Merzouga antes de ponerse el sol, ese desierto, ese Sáhara que me hipnotiza y me procura paz, serenidad, mientras, el mundo sigue girando en un viaje hacia las estrellas.
En aquella época de infancia (acaso la única matria/patria verdadera), la vida era eterna. Al igual que mis padres, que lo era toda mi familia así como mis seres queridos. Luego, con el transcurrir del tiempo, uno crece, se hace adulto. Y ya nada es igual. Aunque la vida siga siendo sagrada, única e irrepetible. Pero uno tiene el sentimiento, visto lo visto, que el mundo, aquí y allá, continúa siendo terrible. No sé a ciencia cierta si más o menos que hace siglos. Pero es cruel y bárbaro en muchas ocasiones.
Desde Al Magrib, con sus cielos azules y despejados, la vida parece más luminosa pero no os lo creáis. Es sólo una ilusión. Ojalá pudiéramos vivir de ilusiones en un mundo mas amable y amoroso.
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