Ait Ben Haddou, una kasbah, en realidad un Ksar (casar, término que existe en castellano, poblado de vocablos árabes) de otro tiempo en un espacio cinematográfico donde se han filmado escenas de películas archiconocidas como Gladiador, Lawrence de Arabia, Kundun o la serie Juego de tronos, entre otras muchas.
Así reza (pueblo cinematográfico) en un cartel que figura a la entrada de la kasbah (alcazaba). Y hasta algún guía podría explicártelo. En los últimos tiempos han proliferado los turistas en esta zona. Y eso acaba rompiendo la magia. Aun así merece la pena acercarse, darse un garbeo, recorrer el entorno con tranquilidad, pues ya sabemos -nos lo recuerda un dicho marroquí-, que "la prisa mata y hasta remata". Por eso en el llamado primer mundo estamos todos medio infartados. Con la presión arterial por las nubes.
A pesar del turisteo andante (confieso que no me hacen gracia las manadas, los rebaños de gente, que caminan con sentido gregario por las veredas de la vida) vuelvo a reencontrarme con una suerte de templanza bajo un azul celeste, con el Atlas nevado al fondo (el Atlas es símbolo de universo), enraizado en la tierra arcillosa, que me devuelve a mi matria. Si bien este espacio también podría ejercer como matria/patria.
Ait Ben Haddou, a pocos kilómetros de la ciudad de Ouarzazate (otro espacio de cine, como veremos en el siguiente texto), me entusiasma porque es un espacio de ensueño, como de cuento de las mil y una noches. Un lugar que engancha e invita a visitarlo una y mil veces. He tenido las ganas y/o la suerte de visitarlo en varias ocasiones.
El contraste de colores me hace levitar. Me sitúa en un más allá, que paladeo como una sabrosa comida desde el más acá (aunque a uno le guste volar, levitar, como un derviche, también es conveniente pisar sobre suelo firme). Y esta es una tierra para quedarse contemplándola, acaso en busca de una felicidad inexistente. Aquí uno puede encontrar una suerte de espiritualidad, en el silencio, en el azul celeste, en el color arcilloso de la tierra, del adobe con que está construida esta fortaleza, en el verde esperanza de su vegetación, en el fluir de sus aguas, cuyo río, el oued Ounila, al menos en invierno, hace que uno tenga que cruzar un puentecito, o mejor dicho, algo que podría parecerse a un puente improvisado con sacos terreros, cual si estuviera paseando por la zona de Rocilleiros, por ejemplo, en mi útero gistredense, a su paso por la reguera, que en temporada de lluvias baja crecidita.
Este, Ait Ben Haddou, es sin duda uno de mis sitios preferidos (Patrimonio de la Humanidad), como un santuario al que peregrinara en busca de ese sentido de la vida, que en ocasiones se resuelve en un sin sentido. A veces me da por pensar (ahora, que ya he regresado del viaje a Al Magrib) que podría vivir como un berebere. No se necesita en verdad mucho para sobrevivir. Nos han engañado metiéndonos en la testa, en nuestro mundo hipercapitalizado, mercantilista, que necesitamos cosas y más cosas, cuando lo que necesitamos, nomás, es un poco de comida (no mucha, que luego todo son colesteroles, incluso mentales, subidas de tensión arterial, obesidades...), serenidad, equilibro (mental y físico, que todo es uno) y el calor ambiental (a ser posible también afectivo, creo que esencial) que procura una tierra como esta, donde aún existe la hospitalidad (aunque los occidentales tengamos acaso una imagen distorsionada de esta parte del mundo).
Situado en una colina, este ksar o kasbah goza de unas vistas espléndidas. De repente, es como si uno tocara el cielo con la punta de los dedos. Y aun el Atlas, que mira hacia el infinito, con su rostro de nieve (la memoria de la nieve). Y ese palmeral que nos sitúa, una vez más, en un territorio exótico, como de otro tiempo.
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