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jueves, 20 de octubre de 2022

Sacrificada, Víctor Fuertes Caballero

               

Con un punto de vista original, o al menos curioso, compone este relato Víctor Fuertes Caballero, que nos cautiva desde el principio. Como la crónica de una muerte anunciada, el narrador nos mantiene alerta hasta llegar al desenlace, que resulta sorprendente.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)

 

Cuando amaneció y me encontré sola lo entendí; hoy me van a matar.

Siempre pensé que el día en que la Parca viniera a buscarme me encontraría, libre y feliz, un soleado día de primavera, tal vez de mayo, en uno de los hermosos y floridos campos por los que tanto paseé. Pero no, me pilló allí, encerrada en aquel lúgubre y apestoso lugar del que llevaba varios días sin salir; lo tenían bien organizado.

Me despertó el lastimero llanto de mi pequeño Roy, ese perro pastor con el que, desde que llegó siendo un cachorro, entablé una extraña relación de recíproca amistad sin otra conexión, entre seres tan diferentes, que la de encontrarnos solos, en la parte del mundo que calla, obedece y se resigna. Tal vez él sí presagiara lo que iba a suceder porque siempre demostró ser más listo que el resto. 

Durante la temporada del estío, cuando el azote inclemente de la canícula achicharraba los campos, dejándolos resecos y propicios para su recogida, en vez de buscar la refrescante sombra que proporcionaba el carro, permanecía a mi lado, atento a cualquier indicio de la presencia de aquellas sibilinas culebrillas cuya mordedura, aunque inofensiva, era extremadamente dolorosa. Las olía, las perseguía y, en más de una ocasión, se enfrentaba a ellas regresando al rato con una entre sus dientes, para depositarla ante mí como prueba de amistad.

Por las tardes, al final de la jornada de trabajo, cuando dolorida sólo deseaba llegar al hogar y al mullido lecho, él caminaba en parsimoniosa procesión sin alejarse de mí, como ayudándome a sobrellevar el cansancio con sus jóvenes patas. Y en las frías noches de invierno escapaba de la compañía de sus congéneres y, sigiloso para no ser descubierto, llegaba hasta mí buscando el calor que mi voluminoso cuerpo le proporcionaba.

El chirrido de los cerrojos al abrirse me saca de mis nostalgias y el crujir de las gruesas puertas me pone en estado de alerta. De repente oigo pasos que se acercan. “Ya vienen a buscarme”. Entonces, me conducen por un estrecho pasillo, hasta ese momento desconocido para mí, por el que, a través de unos sucios ventanucos entreabiertos, se cuela el murmullo, cada vez más cercano, de la gente que espera al otro lado y una alegre música que, sospecho, amenizará el espectáculo. El fin de mi vida convertido en una fiesta.

Al abrirse la puerta, la fría luz de esta mañana de noviembre me ciega por momentos y, cuando la gente me ve aparecer, el griterío de los niños, que se han acercado hasta allí a presenciar mi muerte, se torna en sepulcral silencio.

Unos, inmóviles y acobardados, permanecen agarrados a las piernas de sus madres, mientras que otros, tímidamente y sin acercarse demasiado a mí, jalean a mis carceleros. Algunos incluso, aun siendo minoría, como prueba de valentía y por la espalda, intentan tocarme y acariciar mi pelo. Entonces me giro y los encaro. Sus miradas reflejan miedo y, por un instante, olvidando que no son más que el reflejo de quienes hoy me sacrificarán, vienen a mi memoria los felices recuerdos de los días en que aquellos rapaces corrían a mi lado utilizando mi cuerpo como escondite en sus infantiles juegos.

Cuántas veces, con ellos sobre mi espalda, vadeamos el regato, su mar de los naufragios, que separaba la costa donde vivían los malvados enemigos a los que, tras vencer en encarnizada batalla con sus espadas de palo, los arrojaban al peligroso río donde los renacuajos piraña acabarían por devorarlos.

Reconozco que he pasado mi vida haciendo todo lo que se esperaba de mí. Nunca dije que no a nada de lo que me pidieron. O quizá no tuve opción. Me utilizaron, humillaron, vendieron, pasé de mano en mano y nunca levanté la cabeza. Me partí el lomo trabajando para que ellos pudieran comer y, ahora que las fuerzas ya no me acompañan, ¿es este el justo pago que merezco? 

Siempre fui consciente de que nunca llegaría a ser libre de las reglas del mundo en que me tocó vivir. Creo que cada uno de nosotros tiene una función y un destino inamovibles, inexorables, asignados por los antiguos jueces de la creación de los que no se puede escapar.

Nací con el estigma de la servidumbre, la yerra de mi dueño grabada a fuego en la piel. Y desde ese momento comprendí que las cadenas, aunque invisibles, serían un apéndice más de mi anatomía. Durante sucesivas generaciones nadie en mi familia había conocido otra vida. Y aun dentro de ella, también habían existido castas. A mi madre, mis hermanas -a algunas de las cuales nunca llegué a conocer- y a mí misma, nos había tocado la peor de las suertes; trabajar sin descanso y con los únicos derechos de la necesaria comida y un lugar techado donde dormir.

Mi padre y hermanos, aunque esclavos también, tuvieron mejor vida ya que los explotaron con el fin de que proporcionaran otros servicios más acordes a su condición de machos.

¿Qué Dios borracho jugó a las cartas con mi futuro? ¿Por qué el maldito karma me colocó en este cuerpo que no pedí?

Ahora tiran de mí con ímpetu a través del empedrado suelo que, resbaladizo por el rocío de la mañana, me hace caminar insegura y despacio. Los hilillos de sangre seca, que asoman entre sus cantos, me indican que está cerca el particular cadalso, mudo testigo de mi último aliento.

Me sujetan con correas que me aprisionan con fuerza. Podría resistirme y luchar pero creo que de nada serviría porque son demasiados quienes desean acabar conmigo. Y, además, sólo retrasaría lo inevitable haciendo aún más doloroso mi sufrimiento. En este preciso instante, antes de que llegue mi fin, me encuentro cansada de pensar, de preguntarme qué juicio sumarísimo me condenó, qué delito cometí para merecer esta pena. No me queda más que abandonarme a mi destino. Y cuando mi verdugo levanta la maza que pondrá fin a este tormento, pienso en mi pequeño Roy. Y fantaseo con que si diera un último grito desesperado podría detener este sacrificio. Aunque sé, tonta de mí, que nunca, nadie, escucharía la lastimera súplica de esta triste y vieja vaca.

 

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