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jueves, 6 de octubre de 2022

El armario de luna, de Gelines del Blanco

El armario de luna

Narrado en segunda persona del singular, cual si hubiera un desdoblamiento, con la inspiración de ‘Aura’, de Carlos Fuentes, la autora compone este portentoso relato que nos sacude las entrañas. Con un final redondo

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)

Abres la puerta de la casa. La casa de tu madre. La casa está vacía desde que ingresara en el hospital por la caída, con la cadera rota y las complicaciones propias de la edad. La ausencia es tan espesa que tienes que abrirte paso a codazos para avanzar por el pasillo. Evitas mirar a los lados para no ver su vacío ante el fogón y en la butaca de la sala. Avanzas, avanzas hacia su dormitorio repitiendo mentalmente el recado de tu hermana: “Trae una muda de las que guarda en la cómoda, y el vestido verde que está en el armario de luna, y una combinación, que ya sabes que a mamá le gusta poner combinación, y con las prisas sólo trajo la batita de casa, ¡ah!, y coge la maleta que está encima del armario”. Tú hermana debió leerte el susto en la cara, porque te propuso que iría ella a recoger la ropa, y que tú quedaras cuidando de tu madre. “No, no”, respondiste tajante, porque el hospital te agobia más que la casa vacía, o eso pensabas en aquel momento. La habitación está en penumbra, el aire es denso, concentrado, “aquí no hay quien respire”, murmuras mientras subes la persiana y abres la ventana. A pesar de que entra una luz abundante en el cuarto, sigue siendo una paleta de grises. El armario está a la derecha de la cama, la cómoda a la izquierda. Sobre la mesilla de noche, la virgen de Lourdes rellena de agua te produce un escalofrío. Te sientas y el colchón cede. Nunca te habías sentado en la cama de tu madre. “¿Cómo no te van a doler los riñones, mamá?, musitas, si este colchón no sujeta ni…”. Al levantar la vista te sorprende tu reflejo en el armario de luna. Estás frente a ti. La escena es tan velada que dudas dónde termina la imagen real y dónde empieza el reflejo. Tratas de animarte a ti mismo, “venga hombre, solo hay que levantarse, coger el vestido, la muda y marchar”. Pero sigues prendido del armario, lo observas de arriba abajo, de abajo a arriba; arriba descubres la maleta y te preguntas desde cuándo anidará ahí. Al bajarla, agitas una nube de polvo que te sobresalta como si hubieses espantado una bandada de cuervos. Abres la maleta sobre la cama, te giras y vuelves a enfrentarte al azogue, mientras la sensación de estar profanando un sagrario te incomoda.


“Perdona mamá, pero me dijo Laura que te lleve el vestido verde, una muda nueva y la combinación… por cierto, ¿para qué se pone una combinación debajo de un vestido? Nunca lo he entendido”. Al sorprenderte pensando en algo tan absurdo y en voz alta, te avergüenzas, te ahogas, sudas, apoyas los codos en las rodillas, la cara entre las manos, te frotas los ojos con las manos, los ojos apretados te muestran una visión aérea de la escena, como una maqueta. Ves la casa sin techo: un hombre sentado en la cama, una maleta abierta, un armario cerrado, una cómoda llena de mudas, cada cosa en su sitio, menos la luna que no aparece, y te asusta pensar que se esconde tras las puertas que te resistes a abrir, porque encierran la ropa que abriga a tu madre, y nunca has visto esas prendas sin ella dentro. Suena el teléfono, tu hermana grita: “Álvaro, ¿se puede saber dónde andas, ves como tenía que haber ido yo?, venga hombre…”.  Y te cuelga disgustada.

Pesan y pasan los minutos. Se multiplican las pulsaciones mientras sigues sentado sobre la colcha de ganchillo amarillento que ella tejió en tardes de sol, corral, deberes y juegos. Una escena en tonos sepia que te llega de forma sigilosa y tenue, imágenes tan gastadas como la piel materna. “Tengo que hacerlo, no es tan difícil, son cuatro prendas, a ver, la muda y la combinación en la cómoda…”, gritas a duras penas para espantar al silencio y tender un puente de palabras, que cruce el abismo que te separa del vestido verde, la chaqueta de lana y las zapatillas, que sus juanetes no están para zapatos… “¿Ves cómo pienso en todo mamá?, hasta te llevaría unas medias de las que te aprietan las varices pero con esa cadera rota no sé yo…”.

De nuevo suena el teléfono, tu hermana ha pasado de la queja al susurro: “Álvaro, cariño, no podemos esperarte más, nos vamos para el tanatorio, ya arreglé el papeleo, te esperamos allí, Álvaro, contéstame…”, y la dejas con la palabra en la colcha; estiras el brazo, abres las puertas, descuelgas el vestido verde, la chaqueta de punto, lo doblas, lo abrazas, lo lloras como nunca antes doblaste ni lloraste nada, y con el hatillo cosido al pecho te acurrucas en posición fetal sobre el colchón blando, hueles los pliegues de su almohada, y susurras: “ya voy mamá, pensé que si no te llevaba la ropa te retendría un poco más, cuánto me cuesta conjugarte en pasado”. Y lloras, pero no estás triste, sólo te sientes cansado. Y en el duermevela del cansancio entras en un bucle infinito; de nuevo ves la casa sin techo, la cómoda llena, la maleta vacía, porque se escapó la luna, la luna que custodia al hijo, al hijo cobijado en el último hueco que dejara la madre, la madre que no volverá a reflejar el armario, el armario sin luna…

 


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