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lunes, 31 de octubre de 2022

Orquídea salvaje en La Sobarriba, Tránsito García Estébanez

 

La autora de este relato nos propone un fascinante viaje a La Sobarriba leonesa, esa tierra en la que aún podemos, como viajeros, seguir acariciando el barro, pues es zona de mucho barro y poca piedra, como se nos cuenta en el mismo. Un viaje al fondo de la memoria ancestral.

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)


Mi abuela era la mujer del maestro de una comarca formada por veinte pueblos, agrupados en un Ayuntamiento denominado Valdefresno de la Sobarriba, donde, según ella, había «mucho barro y poca piedra». Mi abuela cocinaba los domingos tarareando los Titos de Corbillos son duros de cocer. Su cocina era potente, de supervivencia, transferida entre mujeres, durante generaciones: sopas de ajo picantes, sopas de pan con ajo frito que, según ella «son de vieja y saben bien», y sobre todo bordaba el cocido, con sus exquisitos garbanzos y una sopa tan contundente que casi se podía cortar, sin olvidar la panceta, el espinazo, la morcilla, chorizo, morro y oreja, todo ello espumado antes de hervir y cocinado a fuego lento. En este festival de sabores a mí lo que me fascinaba era el relleno, que era una especie de albóndiga gigante hecha con huevo batido, ajo picado, perejil y molledo de pan, todo ello cocido con calma de abuela esperando a su nieta. Una auténtica delicia con olor a felicidad de infancia y libertad. Sabores y recuerdos que se me agolparon cuando decidí recorrer con mi amiga Lourdes La Sobarriba, que proviene de Supra Ripa: lugar sobre la ribera de los ríos PormaTorío Bernesga, que se ha ganado el sobrenombre de la costa del adobe por su paleta de ocres, sus paisajes secos y austeros, sus muros de adobe, barro y tapial que evidencian la huella de su resistencia y antigüedad.
Empezamos el recorrido en Villafeliz, pueblo con casas bien conservadas y restauradas al estilo tradicional. Avanzamos atravesando campos de cebada acariciados por el viento y moteados de amapolas incipientes.

Caminamos en silencio hasta Carbajosa por caminos de concentración, entre balsas, paleras y chopos, subidas y bajadas que nos llevaron a Santovenia del Monte entre impresionantes contrastes, que iban desde la vegetación verde aceituna, el marrón dorado de los caminos, amarillentos y escasos campos de colza, aroma de tomillo constante y espino blanco que bordeaban el camino.

En Villaboñe pasamos bajo la torre de origen romano y bebemos agua en su fuente, conocida como la quinta puerta de la fortificación legionense, y desde allí a Solanilla, donde tienen un lavadero restaurado con esmero, nos dejaron visitar su escuela y volví a sentarme en el pupitre de mi infancia de madera, en aquel asiento unido a la mesa y con tintero. 


Otra de las rutas de paseo partió desde Valdefresno, donde vimos una casa en lamentable estado de conservación. Mi amiga me indicó que allí había vivido una buena mujer llamada María, que había alimentado a un gran número de hijos además de a los arrieros que por allí paraban, un lugar abierto, con alma de hospedería, sin coste, célebre por el sabor de su guiso de conejo, rehogado con ajo, cebolla y pan tostado, machacado con nueces, tomillo y todo ello regado con vino o vinagre al hervir. Aún hoy se desconoce el secreto de las proporciones y si la carne era de gato o conejo, ya que nunca aparecieron en el guiso las cabezas. Comentando potajes y con el apetito afilado llegamos a Corbillos, desde donde divisamos las montañas que circundan León, campos recién arados, trigales verdes, eriales plagados de tomillos que nos invadieron de perfumes únicos, circulares, intensos, cargados de la energía de lo básico. Recorrimos ValdelafuenteArcahueja San Felismo en dirección opuesta al camino de Santiago, cruzándonos con peregrinos agotados pero sonrientes, conscientes de que apenas seis kilómetros los separaban de León.

Cuando nos adentramos nuevamente en La Sobarriba, rumbo a Paradilla, el horizonte nos regaló un paisaje de pacas de paja redondas que bien podrían pertenecer a un cuadro de Van Gogh, pinceladas ocres, marrones y áureas, trazos de esfuerzo y tesón con olor a la lluvia y sudor que empapó a personas y tierras. Hacia Villaseca la cuesta se pronuncia y requiere doble bastón y tres pasos. Al coronar la cuestina y mirar atrás, el camino nos mostró «la huella que un día se ha de volver a pisar». Un tapiz de tierras labradas, sembradas o en barbecho, que nos relajaron los ojos y al alma. Llegamos al fin de la ruta saciadas de contrastes, fragancias y colores que parecían no caber en tan sólo ocho kilómetros de paz, barro y andadura.

Hacía frío el día en que salimos de la poza de Tendal, lugar de agua fina, lavadero que recuerda la canción de «en el lavadero te he visto lavar, con los ojos que tiene la niña como ruedas de molino». La escarcha cubría el paisaje de forma hermosa e inesperada para un día de marzo y ya se intuía la ciudad de León tras las curvas cerradas y heladas del Portillín. Nos acercamos a Villavente, lugar donde pasó su infancia Doña Manolita, la famosa lotera madrileña, cuya familia buscó en la capital las oportunidades que esta tierra no brindaba, y de la que se dice que conservaba un trocito de adobe para recordar sus orígenes. El paisaje se nos mostraba blanco, gélido y hermoso; las pestañas se nos helaban, al mismo tiempo que el corazón se nos caldeaba. La capital nos saludó desde abajo, y las lomas, cual atalaya romana, nos mostraron hacia el oeste la propia ciudad de León y, hacia el este, la Sobarriba en su amplitud, desde el lindero natural. Desde las Lomas nos dirigimos a Golpejar, que nos sobrecogió por su impresionante paisaje y silencio. Terminamos la ruta con intención de repetirla en todas las estaciones del año para disfrutar de la belleza de la misma tierra con distintas temperaturas, olores y colores.

Con tiempo de lluvias y olores a tierra mojada recorrimos Villacete, un lugar elevado, aquí el paisaje se revelaba diferente a lo que había contemplado, se veía y hasta se escuchaba el regadío en el valle, las verdes tierras con sembrados ya incipientes, el único tono marrón, que era el de los caminos. Nos dirigimos a la zona conocida como los ajos, donde la musicalidad del agua nos acarició los sentidos, aquí mi amiga Lourdes me dio la receta de las flores de carnaval, postre crujiente hecho de harina, leche huevos y azúcar, eso sí, fue necesario tener el molde que se ha ido transmitiendo entre generaciones.

Eso ocurrió en el camino a Santibáñez del Porma, localidad que aún conserva un edificio construido por los Jesuitas y que hoy, en forma de fundación, deleita a los que acuden con jornadas de pintura, escritura, música, en definitiva arte en estado esencial.

Caminamos en silencio hasta Santa Olaja, donde el paisaje se mostró verde, cuidado, sembrado, con el murmullo del agua que acompasaba el caminar a bastón cruzado; en la subida hacia Navafría, a ambos lados, se abrían ante mí campos de colza. Creo que si volviera en el mes de julio, los campos de girasoles serían todo un regalo sensorial para quien deseara poner marco al paisaje. Navafría, con su arquitectura de barro y madera, bien cuidada y conservada, me encantó.

En estas cuatro etapas por la zona y en diferentes momentos del año, he potenciado la salud al caminar y la paz interior, acompasando mis pasos al latido de la tierra, aquí he encontrado una orquídea salvaje, que salpica estos campos en mayo, junto con las lavandas.

Este es un homenaje a La Sobarriba, a la tierra que perdura, que no cambia de color, ni de olor, que conserva sus sabores tradicionales, un lugar en el que puedes seguir acariciando el barro, que, mezclado con agua y paja, te traslada a situaciones sensorialmente intensas. Barro somos.

 

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