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domingo, 23 de octubre de 2022

Intenciones, Miranda


La jovencísima Miranda construye un relato existencialista en el que se nos muestran las dudas y angustias de su protagonista, la cual nos cuenta en primera persona, a través de un ejercicio introspectivo, lo que realmente desea. Se trata de una narración con una estructura circular, que comienza y acaba de igual modo. 

(Taller de composición de relatos de la Universidad de León, impartido por Manuel Cuenya, publicado por La Nueva Crónica)

 

Despierto y me siento en el borde de la cama, mientras miro, concentrada, la pared. Suspiro agotada; odio este color amarillo espantoso; me muero de ganas de pintar, pero sé que acabaré retrasándolo, como hago siempre, hasta que la intención se quede solo en eso, en intención, y la pared se quede en amarillo.

Me levanto y, con horror, veo los libros esparcidos por la mesa; veo las fotos en la pared, yo abrazada con un chico en el sofá de su casa, ambos dándonos un beso en el parque del barrio mientras paseábamos al perro de él que, por cierto, en esta foto, es el más favorecido de todos.

Sigo la ronda a la que estoy sometiendo a la habitación con la mirada y veo las partituras de piano; y, al final, descubro mi propio reflejo.

Suspiro de nuevo: “Algún día dejaré el piano y me cortaré el pelo, estoy harta de melena”,  digo en voz alta. Aunque no logro, ni siquiera, convencerme a mí misma. Sé que mi pelo, el piano, los libros y el chico de las fotos están en el mismo saco que la pared; son solo intenciones con delirios de grandeza que no acabarán de llegar a buen puerto.

Respiro hondo y me visto, recojo los libros de matemáticas, física, química y, entre ellos, medio oculta, una edición vieja de poesía de Bécquer y un tratado de Salvador Gutiérrez sobre los principios de la sintaxis funcional. Los meto en la mochila en automático y salgo de casa.

 Mis clases son monótonas, como siempre, y, salvando algunos problemas protagonizados por la profesora de Dibujo Técnico, el día transcurre sin sobresaltos. Voy a tomar café y saludo con un beso al chico de las fotos, mientras mi mente empieza a gritar una duda que es rápidamente silenciada y enterrada en los pliegues de un saco cada vez más lleno en el rótulo de intenciones en letras mayúsculas.

 Las clases terminan y camino a casa. Como algo breve antes de salir rápidamente hacia el piano. Allí, aporreo las teclas con dedos de piedra para evitar esa curva tan fea que se forma al pulsar una u otra nota con demasiada fuerza. Tras el ensayo, con las manos doloridas y agarrotadas, me dirijo con ganas, por primera vez en el día, a algún sitio. Esta tarde hay teatro, voy sola, por supuesto, tengo unos amigos demasiado científicos como para interesarse por los monólogos intimistas de las obras de Delibes.

Cuando llego, busco mi asiento, más atrás de lo que me gustaría, por culpa, otra vez, de las malditas dudas, que, como siempre, me han hecho sacar las entradas demasiado tarde, y, por tanto, han provocado mi exilio a la última fila de butacas. Desde mi posición la veo entrar, está preciosa y lleva en la mano una edición de la obra para poder ir consultando el texto a lo largo de la representación; que, por cierto, aunque algo histriónica, me termina encantando.

Salimos ambas de la sala, y lo que para ella es el final de un día pleno, para mí es una duda nueva, una nueva intención inconformista que se plantea si no aspiro a nada más. 


 Vuelvo a casa y, al llegar, me tumbo en la cama, saco mis libros y esquivo deliberadamente la química para enfrascarme, en su lugar, en la apasionante aventura de la transposición sintáctica, que me cautiva y me entretiene hasta tarde, robándome el sueño, pero dándome vida. Efecto contrario del que hubieran tenido en mí la física o las matemáticas, que habrían hecho las veces de somnífero, pero también habrían conseguido acelerar la caída de la arena de mi reloj vital.

 Cierro los ojos, me duermo, y, soñando, veo pasar los días. Horrorizada descubro que son idénticos, clones precisos, aplastantes, monótonos y agotadores que, poco a poco, me conducen hacia el agujero gris que yo misma cabo a mí medida. Despierto sudando, con la sensación de ser el verdugo de mi propia esencia, y, al día siguiente, corro al baño y con las tijeras de la cocina me corto el pelo de cuajo.

Al mirarme al espejo veo un brillo raro en mis ojos. Y, tras esta acción desencadenante, que, aun pudiendo parecer pequeña, ha tenido el efecto de una chispa en un bidón de gasolina, renuncio a la carrera amargante a la que me había consagrado y tramito la solicitud para empezar a estudiar filología. Mientras, escribo al chico de las fotos y a mi profesor de piano. Para ambos la misma intención, aunque frases diferentes. Gracias por estos años, pero hemos terminado. Un mensaje más, pero, esta vez, para la chica del teatro. Llevo años enamorada de ti.

Sonrío, ya está, por fin, bolsa de intenciones vacía. Dudas despejadas.

Despierto y me siento en el borde de la cama, mientras miro,  concentrada, la pared; ¿lista?, preguntó en alto. La chica del teatro sonríe a mi lado y me ayuda a colocar las partituras de piano protegiendo el suelo, tantos años de papeles son al fin útiles.

Abro la pintura y juntas convertimos la intención en hecho y el amarillo en blanco.

 

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