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martes, 28 de junio de 2022

Leiden, tierra de pintores, científicos y filósofos

La ciudad de Leiden espera al viajero con los brazos abiertos y las puertas de sus molinos de par en par, es un decir. Molinos de viento, como con los que batallara el aventurero Don Quijote, que él creía gigantes diabólicos. 

Al viajero le fascinan los molinos de viento, aunque ha de confesar que las palas eólicas le producen cierto rechazo después de que intentaran colocarlas en su terruño, en lo alto de la Sierra de Gistredo. Bueno, al parecer la batalla continúa. Así que el personal, sobre todo quienes creen en la belleza y el valor del patrimonio natural no deberían dormirse en los laureles. Que luego todos son lamentos. Si al menos colocaran molinos tradicionales -piensa el viajero- como los que pueden verse en Lieden y aun en otros lugares de Holanda, otro gallo cantaría.


Y hasta el gallo cantor estaría feliz cantando. En estas andaba el viajero, cuando, casi sin darse cuenta, ya estaba arribando a la estación de Leiden, y también casi sin batería en el móvil, lo cual es una cabronada, de cara a la comunicación. Y eso que en los trenes holandeses se puede uno enchufar con facilidad a la electricidad. Todo un lujo. 

El viajero le comunica a su amigo que ya está llegando a la estación. Que allí lo esperará. Y por fortuna su amigo le contesta casi de inmediato que allí se darán cita, a la entrada de la estación, en el Starbucks. No hay pérdida ni fallo. Todo listo para encontrarse. 

Leiden le resulta ciudad conocida al viajero, que en 2007 la visitó en compañía de su amiga Catherine (qué será de ella, que dejó de dar noticias, aquejada como andaba con un cáncer recurrente, puto cáncer). El viajero, que no es de piedra, sino todo lo contrario, necesita soltar este lastre, pues le está quemando las entrañas. 

El viajero, que es muy sentido, cree que es una pena que la gente conocida, que las personas a las que uno se ha sentido unido, desaparezcan y nunca más se vuelva a tener contacto con ellas. Pero todo apunta a que la vida es así. Y así se nos revela. También se nos rebela. Todo hay que decirlo. 


Entre estas rumiaciones, al viajero se le pasa el tiempo y, cuando quiere darse cuenta, ha llegado su amigo Abel. Qué alegría. Podemos coger un vejabus, le dice Abel, o bien ir caminando. Pues caminemos, que resulta muy saludable. Y además nos permitirá reconocer la ciudad, le responde el viajero, contento de encontrarse con su amigo y además volver a Leiden, aunque en esta ocasión ya no esté su amiga Catherine para acompañarlo.  

Durante el paseo, el viajero, que entabla conversación con su amigo, a duras penas repara en la belleza paisajística, que de vez en cuando ojea con satisfacción, aunque sigue conservando en su memoria aquella ciudad que pareciera un enorme cuadro pictórico, tal vez un Vermeer, aunque no esté en Delft. 

El viajero, que es amante del arte, recuerda con cariño esa Vista de Delft, cuyo autor es Vermeer, un pintor extraordinario, que el genio Dalí consideraba como uno de los mejores pintores de toda la historia del arte. Casi nada. Un pintor cuyos cuadros le sirvieran por ejemplo al cineasta Greenaway para componer, eso sí en movimiento, alguna de sus pelis, pues el cine no deja de ser un conjunto de cuadros o imágenes en movimiento. 

La luz de Leiden le sigue fascinando al viajero (tal vez ha tenido suerte, por encontrarse en primavera, ya avanzada) y eso, esa luz, le imprime belleza al entorno. 

Leiden/Laiden, como ya escribiera a propósito de su primera visita a esta ciudad neerlandesa, devuelve al viajero a un mundo verde, y por tanto  esperanzador, a buen seguro a una infancia de praderas y vacas lecheras en el monte de los aromas tulipaneros. O algo tal que así. 

Después de una caminata de poco más de veinte minutos, tal vez media hora, el viajero llega a la casa de su amigo Abel, que no vive tan alejado del centro histórico. Hasta juraría que vive al lado del centro. Algo que el viajero comprueba por sí mismo al día siguiente. Y es que no hay nada mejor que conducirse por sí mismo, porque, de lo contrario, uno acaba perdiendo la orientación espacial, incluso temporal, porque se deja llevar de la mano. El instinto de exploración es algo que conviene poner en marcha, desarrollar. Y además disfrutar con la exploración de los límites, propios y ajenos. 

El viajero agradece cierta calma, la que le procura Leiden, aunque, como luego comprobará, esta ciudad también es ruidosa. Y es que los holandeses son ruidosos, como le cuenta su amigo Abel. Pues, qué cosas, si el viajero hubiera creído arribar al paraíso del sosiego, al jardín epicúreo de la felicidad. 

Unas cervecitas vendrían como dios en alguna de las terrazas que dan a los canales, piensa el viajero, algo que suscribe su amigo Abel. O bien lo piensa Abel y el viajero lo suscribe. Qué más da. No estamos en España, pero como si lo estuviéramos. Se agradecen las cervezas y por supuesto la charla distendida. Con Abel se puede hablar de todo y siempre con humor. Hay que reírse de todo, fundamentalmente de uno mismo. Algo muy sano. Tomarse en serio es algo terrible. Y con Abel todo se torna surrealista, aunque él tenga mente científica, o sea, racional y racionalista, como el filósofo Descartes, que también estuviera en esta ciudad, que, por lo demás, albergara a unos cuantos científicos y filósofos, entre ellos el propio ideador del Discurso del método, que cuenta con una placa en una de las calles de la ciudad. O bien el Nobel de Física, el neerlandés Lorentz, o bien el genio judío Einstein, que los cuales impartieran clases en la prestigiosa Universidad de Leiden, que data de finales del siglo XVI, con lo cual se dice que es la más antigua de los Países Bajos. Cabe recordar que Einstein era amigo del filósofo de origen safardí hispano-portugués Spinoza, como ya contara en otra ocasión, llegando a decir el inventor de la teoría de la relatividad que él creía en el Dios de Spinoza, o sea, en el ateísmo. 

El viajero con su amigo Abel en Leiden

Por su parte, los poetas Coleridge y Shelley dijeron que la filosofía de Spinoza era una religión de la naturaleza. Y el propio Shelley se inspiró en este gran filósofo para componer La necesidad del ateísmo. Con estos recuerdos en la cabeza, el viajero cree que el ateísmo es la única forma racional que tiene el ser humano moderno y contemporáneo para vivir una vida algo menos falsaria a la que habitualmente está acostumbrado. 

Después de las cervecitas, al viajero y su amigo Abel les espera un kapsalon, que es un plato de comida rápida originario de Rotterdam, inventado por un peluquero de esa ciudad, con claras influencias turcas, pues el Kapsalon tiene mucho de kebab turco. Aparte de este plato, al viajero se le antojan deliciosas las famosas croquetas (Kroketten o Kroket), que se encuentran habitualmente en los Febo de Ámsterdam. No se caracteriza Holanda precisamente por su gastronomía. Eso cree el viajero, al que le gustan, eso sí, sus quesos y sus panes variados. Y sus arenques. De repente, el viajero, que es un devoto del arte, se va a la gastronomía, que también puede ser un arte. Además, el ser humano no sólo se alimenta de espíritu. 

Es hora de descanso, porque Abel trabaja. Y el viajero no quiere interrumpir su sueño, no obstante, la velada, aunque breve, está asegurada. Y el viajero, aparte de descansar, que lleva días de trote, tiene intención de visitar la ciudad con calma. Y acaso reencontrarse, ya que de espiritualidad se ha hablado, con el espíritu del pintor barroco Rembrandt Van Rijn, que nació en esta ciudad holandesa. Y en cuya casa, que fuera demolida a principios del siglo XX, existe una placa, en la pared de la Weddesteeg, que así lo confirma. 

Las huellas del maestro del claroscuro también pueden rastrearse en la ciudad de Ámsterdam, en el barrio judío de la ciudad, el Jodenbuurt, en concreto en la Jodenbreestraat, número 4, donde se halla su casa museo. Y por supuesto en el Rijkmuseum, donde pueden verse cuadros suyos como La ronda de noche, Los síndicos de los pañeros o La novia judía. No así La lección de anatomía, por el que el viajero siente auténtica devoción, que se halla en el museo Mauritshuis de La Haya/Den Haag, que el viajero llegó a visitar hace ya años. 

El viajero se levanta con una sonrisa pensando en que está en una tierra de pensadores, incluido su amigo Abel, en un entorno cuasi idílico, cuasi campestre, aunque se trate de un sitio urbano, en el que se respira naturaleza por doquier, y el agua de los canales procura una agradable sensación de vida. Y recuerda que aquí también nació otro pintor interesante, Jan Steen. Algo tiene la atmósfera de Leiden, piensa el viajero, convencido de que esta es una tierra especial, inspiradora, que procura saludables vibraciones al visitante en sus paseos a lo largo de sus diferentes canales. Con los molinos como señas de identidad. Son días inolvidables, que hasta le dejan cierto poso de melancolía al viajero, que puede que sufriera hasta el síndrome de Stendhal, pues ante tamaña belleza, uno podría llegar a sentir el vértigo de lo sublime, la imposibilidad de absorber y digerir tanto éxtasis contemplativo. Quizá al viajero se le haya ido algo la pelota. Así que espera que lo disculpen. 

En esta ocasión ya no se acerca a Rijnsburg, donde viviera el filósofo Spinoza durante algunos años de su vida, aunque, después de acercarse a su morada en anterior viaje de 2017, llegara a verbalizar que su interés sería, en un próximo viaje, adentrarse en su casa museo. Puede que alguna vez lo haga, mientras, seguirá rememorando su breve estancia en Leiden. Y puede que esta no sea su última visita a esta pequeña y coqueta ciudad. Ojalá. Inshallah. Al final, al viajero le ha salido una llamada a algún dios o diosa. Qué contradictorio es en ocasiones el ser humano. 

Ahora luce espléndida la ciudad holandesa de Leiden, con esa luz pictórica que despierta tu pasión por el arte, ese arte que es vida.
Leiden, que es una ciudad universitaria por excelencia, ha atraído, a lo largo de la historia, a grandes científicos, entre ellos a Einstein, además de servirle de refugio al filósofo Voltaire, que, como buen filósofo, era ateo. O bien a Descartes, que escribió el Discurso del método en esta ciudad.

La duda metódica por sistema. Hay que aprender a dudar de todo, incluso de uno mismo. Igual que debemos aprender a reírnos sobre todo de nosotros mismos, porque la risa nos hace tomar distancia de todo y sobrellevar la vida con mejor humor. La risa que es de verdad. Bueno, como todo en esta vida. Por eso es conveniente y saludable buscar belleza, verdad y bondad.
Sus canales y sus molinos como símbolos de esta ciudad tranquila, que merece ser visitada.
Esta es mi segunda vez. Y por fin, sí, me he encontrado con el amigo Abel.
Pues mi anterior viaje a Países Bajos fue para ver a mi amiga Catherine.
Olvidaba decir que esta es la cuna del colosal Rembrandt, cuya Lección de anatomía me parece uno de los mejores cuadros de todos los tiempos. Y también el lugar de nacimiento de otro buen pintor, Jan Steen.

Seguiremos caminando.

El viajero, sin prisas, se despide de su amigo Abel, pues aún se queda un rato en su casa. Y con calma chicha se dirige a la estación en busca de un tren que lo lleve a Rotterdam. Y desde ahí a la ciudad de Bruselas. Al pasar por Rotterdam el viajero siente un pinchazo en el corazón mientras recuerda a su amiga Catherine. ¡Qué será de ella, que ya no tiene activo ni su Whats ni su Facebook, ni nada! Y encima al viajero, que está hecho un flanín, le entran ganas de ir al baño a orinar. Serán los nerviosos. Y no, en esta ocasión no se libra de pagar un eurito por entrar al servicio urinario de la estación de tren de Rotterdam. En Holanda y en Bélgica hay que pagar hasta por mear, que esto no es una frase hecha. 

Saca su billete hasta Bruselas, en esta ocasión en ventanilla. Y se dirige morriñoso a la capital belga, aunque sea consciente de que allí disfrutará de lo lindo de su estancia. Se trata de otro espacio conocido. Con lo cual el disfrute estará asegurado. Veremos, que dijo un ciego. 

En una próxima entrada. 

Tot Ziens. 





1 comentario:

  1. Leide, los molinos, Descartes, Abel, y Catherine, no me olvido, y el viajero, todo unido, conforman el viaje. Bueno, dos, también el de 2007, en el recuerdo. Un abrazo.

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