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sábado, 25 de junio de 2022

Brujas, con sabor a gofre con fresas

 Brujas, con sabor a gofre con fresas... y nata. Todo un delirio. Un desfase, como dicen ahora los jóvenes. 

Me encanta jugar con las palabras, es obvio, y por supuesto con los títulos. ¿Qué os parece este título? Cuando uno escribe, le gusta saber qué opinan los supuestos lectores y lectrices. Porque, aunque uno escriba para sí mismo, también lo está haciendo, incluso sin quererlo, para los demás. 

Ya tenía escrito un buen párrafo, al menos un párrafo largo, y las brujas se han colado de rondón en esta página y me la han borrado. Han acabado literalmente con todas las letras. La puta madre. Joder. Bueno, recompongamos el ánimo y sobre todo el texto. 

Brujas, con sabor a gofre con fresas... y nata podría hacer referencia a algún cuadro-aquelarre de Goya. Me fascina este pintor, sobre todo sus pinturas negras. Aunque también las brujas podrían referirse a esas de las que nos habla el antropólogo americano Marvin Harris en su libro: Vacas, cerdos, guerras y brujas, que se me antoja extraordinario. Esas brujas untadas por ejemplo con el alcaloide atropina. 

Pero estas brujas, a las que quería y quiero dar rueca y vuelo (acaso psicodélico, tal vez montado en una escoba) tienen que ver con esa ciudad belga cuya etimología está emparentada con los puentes (brugge, o bridge, en inglés, tan parecido incluso fonéticamente). Bien lo sabe la artista María del Roxo, que es toda una experta en neerlandés. 

A este respecto, me apetece señalar, una vez más, que esta manía de traducir/traicionar los nombres propios, también de ciudades, de lugares, habría que erradicarla, pues lo único que nos genera a los pobrecitos mortales y vagamundos es confusión. 

Por fin, hallo la templanza y la energía suficientes para poner en orden las vivencias de mi reciente viaje por Bélgica y Países Bajos. Aunque aún sigo un pelín griposo (nada de Covid, tranquilos). 

Por fin, me apresto a rememorar lo que sintiera en este viaje fuera de mí (esto me ha quedado algo psicoanalítico), quiero decir al exterior, porque todo viaje acaba siendo al interior de uno mismo. O algo tal que así. Quizá esto también suene algo repipi. En todo caso, cualquier recorrido espacio temporal acaba siendo único, irrepetible. Y nos permite extraer alguna que otra enseñanza, al menos algunas sensaciones y quizá emociones. 

Sea como fuere, el nombre de Brujas le da como cierto exotismo a esta ciudad medieval belga surcada por canales, con unas construcciones como de cuento de hadas... o de brujas. Por seguir con el término de marras. 

A principios de este mes, decidí tomarme unos días de asueto para visitar algunos sitios de Bélgica y al final adentrarme en Países Bajos, que está a tiro de piedra. Y a uno siempre le fascina darse un voltio por este país/países neerlandeses. 

Agarré, como dicen en Hispanoamérica, un bus que me llevó, en noche de blanco satén, al aeropuerto Adolfo Suárez Barajas desde la ciudad de León. Gracias, tocaya, por ese tiempo que compartimos antes de embarcarme en esta aventura. 

Ya en Barajas, con los ojos como platillos volantes, tomé (en España se toma) un avión a Bruselas. Sin pegar ojo, llegué a la capital belga, donde he estado en diversas ocasiones. Hubo un tiempo en que viajé bastante a esta ciudad. No obstante, hacía ya años, creo que en torno a quince, que no estaba en la misma. En todo caso, desde el propio aeropuerto saqué boleto para viajar en tren a Brujas, que queda a poco más de una hora de Bruselas. 

Lo primero que me llamó la atención, nada más aterrizar en Bruselas, es que nadie llevaba puesta la mascarilla. En España, como siempre o casi siempre, andamos con retraso. Lo de la mascarilla resulta un engorro, dicha sea la verdad. Y, aunque parezca una tontería, se siente uno como más libre cuando no está prisionero del bozal, porque, además, no hay que estar pendiente de la misma. Eso me alegró. Y pensé que el viaje iría muy bien, algo que se confirmaría con el transcurso del tiempo hasta el final. 

Quizá debido a mis varios viajes a estas tierras, me pareció que estaba en un espacio familiar. El idioma también ayuda. No porque hablen español. Ahora que lo pienso no quedó ningún residuo lingüístico del tiempo en que España mandara en estos pagos. Pero sí hablan francés, que a uno le resulta una lengua cercana. 

En cualquier caso, una buena parte de la población habla flamenco, incluso en Bruselas. Bueno, en esta Babel parlamentaria se hablan diversas lenguas. Aunque la comunicación pude darse cuando uno lo desea y el interlocutor también, hablar más de una lengua es fundamental a la hora de viajar, sobre todo inglés, aunque sea de un modo básico y no se haga de un modo fluido. A veces el italiano también me ha servido en lugares como Rumanía, por ejemplo. 

La periferia de Bruselas se me antoja un tanto gris, tal vez como ocurre en la mayoría de los alrededores de una gran ciudad. Incluso me dio la impresión de haber arribado a Berlín, cosas delirantes del viajero, supongo. Pero a medida que el tren se alejaba en dirección a Brujas, el paisaje urbano y campestre se tornó más amable. 

En el vagón en que viajaba la gente hablaba flamenco. Por cierto, alguna gente, joven y no tanto, lo hacía a los gritos. La fama de que los españoles somos gritones quizá sea merecida. Pero estas gentes también lo son. Cuando uno viaja acaba inevitablemente abriendo la mente y desterrando tópicos. Cada vez el mundo está más globalizado. No lo olvidemos. Y todos nos parecemos un poco más de lo que algunos quisieran. 

Como decía, Bélgica me parece un país familiar, antes que extraterrestre, aunque tengan sus peculiaridades. En estas rumiaciones andaba, cuando, casi sin darme cuenta, el tren ya estaba llegando a Brujas, mi destino. Bueno, antes, a medio camino, el tren hizo parada en Gante, que en algún momento de este viaje llegué a visitar. Y de lo que daré fe en otro momento. Por ahora toca hablar de la llegada a Brujas y la estancia en esta ciudad. 

Arribé con un sol radiante a este lugar, que se me hizo bucólico, como a la mayor parte de sus visitantes. No era la primera vez que ponía los pies en este sitio. Creo que esta era la cuarta vez. Y digo creo porque uno acaba perdiendo la cuenta. Lo que sí recuerdo es aquel mi primer viaje a Brujas, que en realidad incluía otros espacios de Bélgica, Países Bajos, incluso París, pues se trataba de un viaje organizado desde Madrid allá por el año de 1989. Y recuerdo aquel viaje, entre otras razones, porque conocí a una chica, Rocío, con quien entablé gran amistad. Entonces, uno era un jovencito de veintidós años dispuesto a comerse el mundo. ¿Qué será de aquella chica, que me llevaba unos diez años? Ella era maestra. De Campo de Criptana. Creo recordar. Eso no importa. Lo importante es que viví momentos extraordinarios en su compañía, también en la ciudad de Brujas.  Aún recuerdo el llamado Lago del amor, qué cosas. 

Vuelvo al presente de este viaje. Llevo tiempo sin comer y, aunque aguanto bastante el hambre, nada más bajarme del tren busco en la propia estación un sitio para tomar algo. Y el rapaz de una cafetería, harto simpático, me hace un sangüichito, que me sabe a gloria. A precio asequible, incluso normal, para los precios que se estilan en estos territorios. 

Gentpoort

A continuación, me dirijo a la oficina de turismo, que siempre viene bien algo de información. Me atiende una chica sonriente que me obsequia con un plano en condiciones. Con un buen plano, uno ya puede botar de alegría. Es un decir, pero sí que le alegra a uno el día. 

Por fortuna, he reservado alojamiento, a casi una media hora caminando desde el centro de Brujas, y más o menos un tiempo parecido desde la estación. Veinte minutos, si uno se apresura.  Mi alojamiento está en la avenida Baron Ruzzettelaan. 

No quiero comenzar el viaje teniendo que patearme la ciudad en busca de alojamiento, que ésta es muy turística. Algo que tendré la ocasión de comprobar rápidamente, nada más que pongo los pies en el centro histórico. Las avalanchas de turistas pueblan la ciudad. El clima es extraordinario, lo que invita a salir a la calle. Hasta colas se forman para pedir un gofre o unas patatas fritas. Colas también para montarse en una barquita que te lleva por los canales. 

Cabe señalar que soy de esos que a menudo realiza sus reservas hoteleras a medida que me desplazo. Un intrépido, o sea, porque uno puede toparse con que no encuentra literalmente alojamiento y tiene que dar más vueltas que un mono. Tampoco es que lo haga por falta de previsión u organización. Nada de eso. Simplemente porque tampoco sé a ciencia cierta si me voy a quedar más o menos tiempo en un sitio. Lo que estará en función de las vibraciones que experimente. Cada viajero tiene su librillo. 

En todo caso, a medida que uno va cumpliendo años, da más alivio tener cierto control, si tal puede decirse, sobre ciertas cosas domésticas, para no sufrir quebraderos de cabeza. Aunque uno no tiene control sobre nada por más voluntad que le eche pues el azar preside nuestras vidas. 

Siendo un jovencito, como ya había dicho, nada se interponía. Y si había que pernoctar en la calle, pues eso tampoco era un obstáculo para seguir viajando. Quizá ahí radica la esencia del genuino viajero, adaptarse a lo que depare el camino. 

Nada más abandonar la estación de tren en dirección al alojamiento, esta capital europea de la cultura comienza a mostrar su rostro verde y la luz de acuario de su jardín... Por decirlo a lo Valle-Inclán. Y entonces recuerdo que estoy pasando cerca del lago del amor. Qué sorprendente. Tal vez sea mi propia fantasía. 


Luce un día espléndido. Y convendría aprovechar la luz solar porque las foticas ganan en belleza. Eso creo. Y las imágenes serán siempre un recuerdo. 

Brujas, en forma de puentes y canales, recibe al viajero, que aún anda somnoliento, después de un largo viaje.
Y me recibe con su belleza como de cuento de hadas y duendes.
Vuelvo a esta ciudad belga después de tantos años (en la cual habré estado al menos unas tres veces), aparte de esta, que me ha permitido sentir su aroma a gofre con fresas y el bullicio de un lugar lleno de visitantes en un día caluroso y resplandeciente.

Creo que no hay ningún modo de apresar la realidad, porque se evapora cuando uno desea fijarla, ya sea con imágenes o con palabras. O bien a través de los sonidos, de su musicalidad. Contaba la filósofa Susan Sontag que las fotografías son un modo de apresar una realidad que se considera inaccesible. 


Interesante resulta ver una ciudad a través de sus sonidos, tal vez como ejercicio sinestésico. Por cierto, me entusiasma el repique de campanas del Belfort o torre campanario, con sus famosas campanas de carillón, que es un emblema de la ciudad y símbolo de opulencia, declarado Patrimonio Mundial por la Unesco.  El Belfort está ubicado en el centro neurálgico de la ciudad, en la Grote Markt o Plaza del Mercado. Dicho sea de paso, la Grote Markt es siempre el sitio más importante de todas las ciudades belgas. Y en general de todas las ciudades del mundo. 

Con el transcurrir del tiempo, quizá ya lo era antes también, el centro histórico de Brujas, con la bella plaza Burg, es como un hermoso decorado cinematográfico. Con rincones idílicos. Como de otra época, tal vez porque Brujas conserva su medievalidad. Sus canales y sus puentes le dan ese aspecto de fantasía, que nos invita, como visitantes, a soñar despiertos. 


De esta ciudad medieval se conservan en buen estado diversas puertas como Boeveriepoort, Katelijnepoort, Gentpoort, Kruispoort o Dampoort. Entre la Kruispoort y la Dampoort se hallan cuatro molinos de viento. Ezelpoort y Smedenpoort conforman el total de puertas de entrada a Brujas. 

Incluso bajo la lluvia, con un día grisáceo, Brujas, la ciudad que acogiera al gran pintor Van Eyck, muestra su colorido, su encanto. Y uno sigue disfrutándola, aunque una buena luz embellece las imágenes y la propia realidad.
Tiene tanto color, que hasta las fotos lucen en un día tan apagado como hoy.
En este recorrido no podían faltar los molinos, que tanto me siguen fascinando, acaso porque el viajero se identifica con Quijote.
Molinos con historia, con la belleza de los seres fabulosos y alados.
En esta ciudad de los puentes, bruggen, por eso se llama Brujas, se mantienen en pie cuatro molinos.

Y por supuesto en este viaje al Medievo tampoco puede faltar el centro neurálgico, el Markt y la plaza Van Eyck.

Brujas, con sus carruajes y también con sus molinos de viento (aun se conservan algunos a orillas de su río Zwyn), huele a caballo mezclado con aromas a chocolate, gofre y patatas fritas, que tanto gustan a oriundos y visitantes. Patatas fritas congeladas que se pagan a precio de oro. Patatas fritas que se aderezan con diversas salsas, desde la consabida mayonesa o mostaza, hasta otras menos conocidas. Nadie que visite Brujas, aunque no le gusten, puede dejar de comerse una ración pequeña, mediana o grande de patatas fritas. Disculpad mi atrevimiento. 

Incluso en primavera avanzada, el clima en Brujas es muy cambiante (algo parecido a lo que ocurre en el Bierzo, no nos extrañemos). Y lo mismo te sale el sol, que te llueve. O bien se encapota y se queda todo el día grisáceo. Por eso, cuando sale una raya de sol, Brujas se convierte en uno de los lugares más hermosos del mundo. 

En estos momentos de la vida no se imagina uno viviendo allí, aunque sea tan bucólico. Y es que con la edad, con cierta edad, uno tiende a volverse muy del terruño. 

Proseguiré con el viaje. 

1 comentario:

  1. Ya casi no necesito ir, ya lo he visto a través de tus ojos... Hemos ido un poquito más allá y, en vez de gofres, nos han ofrecido salchichas (también muy buenas).
    Sique deleitándonos con tus relatos.
    Saludos.

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