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domingo, 26 de junio de 2022

Gante, entre dos ríos

El viaje continúa por tierras belgas, después de una parada imprescindible en la romántica ciudad de Brujas, que sigue cautivando al viajero como si fuera la primera vez. 

Esa es la magia y el embrujo de la belleza natural, en estado puro, de esa belleza paisajística que engendra amor y pasión, que invita a disfrutarla una y otra vez, con la misma entrega y por supuesto con ojos de asombro. Esos ojos que pone el viajero, que no se cansa de visitar aquello que lo dejara fascinado. 

Sí, hay que volver a aquellos lugares que a uno lo hicieran feliz. Y visitar de noche lo que se visitara de día, y en invierno lo que se visitara en verano. Tampoco me canso de decirlo. 

A uno siempre le hace gracia esa gente que pasa por algún sitio o ciudad y dice que ya lo conoce. Cuando en verdad uno no conoce nada o casi nada. Pues para conocer algo requiere de mucho tiempo y análisis, de mucha inmersión en las procelosas olas de la realidad.  

Resultaría mejor decir que uno visita tal o cual cosa y le produce tal o cual emoción. Por eso es necesario volver, aunque la vida sea breve y se pase como un suspiro. Y la Tierra, aun siendo diminuta si la comparamos con el tamaño de nuestra galaxia, se nos queda enorme a los humanos, demasiado humanos, y por ende mortales, para poder recorrerla en toda su dimensión. 

Necesitaríamos, ya lo he dicho en otras ocasiones, varias vidas, dedicadas por completo a viajar y empaparse de paisajes, también humanos, que sin duda son los que más nos interesan. Dicho lo cual, echa uno en falta, todo sea dicho con transparencia, tener como más contacto con la población oriunda, quizá porque uno no cree que la gente sea receptiva -lo que sería un prejuicio-, bien porque el temperamento de esta gente, en este caso flamenca, no sea el más cercano y afectuoso, aunque por lo general se muestren amables y educados. 

Tengo la impresión -fundada, creo- de que, cuando uno viaja al norte de África o bien a nuestra Hispanoamérica, uno entra en contacto con facilidad con el personal. Y eso resulta ciertamente estimulante y enriquecedor. En cambio, cuando uno viaja a estos sitios de Europa todo resulta más frío en cuanto a paisajes humanos se refiere porque la belleza de los paisajes en sí mismos -ya lo había adelantado- sí resultan hechizantes. Como si uno estuviera delante de cuadros pictóricos. Con su colorido y su luz, a veces como irreal o hiperrealista. 


Aunque el viajero tenía previsto en un inicio acercarse a Ostende (que visitara hace ya muchos años), finalmente decidí visitar Gante, Gent, que también visitara por primera vez en el año de 1989, en aquel viaje que acabó siendo pasional, en compañía de la inolvidable Rocío. ¿Qué será de ella después de tantos años? Tuve alguna noticia suya a través de alguna carta, entonces se escribían cartas. Y luego perdí todo contacto. Una pena. 

Gante, como la ciudad de León, incluso Ponferrada, está entre dos ríos, el Lys y el Escalda. Aunque no tenga mucho que ver su aspecto con las ciudades donde tengo mis afectos. 

Gante goza de una situación privilegiada porque está a una media hora de Bruselas y a otra media hora en tren de Brujas. Y, como Brujas, también está surcada por canales. En el fondo, las ciudades belgas tienen todas ellas un parecido. Me atrevería a decir que más parecido de lo que tienen entre sí las ciudades españolas. 

En cualquier caso, Gante tiene asimismo su sello de identidad, que no sabría bien decir cuál es, tal vez el castillo de los condes de Flandes, que es el monumento que despierta más mi curiosidad, quizá porque me fascinan los castillos y las fortalezas. 

Lo que sí me pareció es que Gante -conocida como la ciudad de la tres torres, a saber, la de San Bavón, San Nicolás y la torre del campanario o Belfort, que presiden como guardianes el horizonte de la ciudad- no es un decorado, como Brujas, a pesar de su monumentalidad, que la tiene en abundancia. Me dio la impresión de que Gante es una ciudad menos turística y más industrial, si tal puede decirse. 

Aparte del castillo de los condes de Flandes, que llamara mi atención en aquel mi primer viaje a la misma, me gustó pasear por el muelle de Graslei, con vistas desde el puente de San Miguel a las famosas tres torres -en realidad cuatro, con la torre de los libros de la actual biblioteca de la Universidad-. No en vano, Gante es asimismo una prestigiosa ciudad universitaria, lo que sí podría llevarme a conocerla algo si me fuera una temporada a convivir con los estudiantes (con estudiantes, mejor que con profesores, que tienen más chispa y están en edad de descubrimientos), porque, de otro modo, uno sólo se queda con algunas impresiones y tal vez con algunas emociones. 


Sólo por su castillo, el de los condes de Flandes, Gante, que está en la confluencia de dos ríos, de ahí su nombre, ya merece una vista.

Por su castillo -me fascinan los castillos, las fortalezas- y por el muelle de las hierbas, el Graslei. Y si además uno se topa con un rebaño de ovejas, el placer es único.
Estuve en el año de 1989, creo recordar, en esta ciudad. Y la verdad sea dicha casi solo recordaba su castillo, inolvidable. Y poco más. Como la iglesia de San Nicolás.
Cada vez que pienso en Flandes, me vienen a la cabeza los tercios de Flandes. ¿Acaso esta tierra no llegó a ser española en alguna momento de la historia, aunque fuera por un breve periodo de tiempo? Seguro que algún historiador o historiadora están puestos en el tema.

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