De Tapia de Casariego a Luarca es otro paseo, que uno hace entusiasmado, porque la costa me procura bienestar.
Y Luarca me espera, como siempre, con los brazos abiertos. Un lugar que ya me gustaba antes de poner los pies en el mismo. Que me gustaba, siendo un niño, en mi fantasía.
En una época en que mi imaginación era desbordante. O estaba desbordada como un río después de un fortísimo chaparrón.
Con el transcurso del tiempo la imaginación va dejando paso a la realidad, incluso a la pura y dura realidad. Qué se le va a hacer. Acaso porque uno, como nos recordara el filósofo Ortega, prefiere vivir de realidades y lo más despierto posible. La realidad se impone, en todo caso, a veces como una apisonadora.
Me gusta Viena, incluso sin conocerla, creo que llegó a decir el mago Fellini en alguna de sus memorias.
Me fascinó la primera vez que estuve en Luarca. Y desde entonces he estado allí en varias ocasiones. Incluso en alguna ocasión como contador de cuentos en un colegio. Qué cosas. Vaya experiencia.
Tengo la impresión de que me fascina desde mi niñez porque en mi pueblo de Noceda había un hombre que era de Luarca.
Se llamaba Manuel Murias (falleció hace ya muchos años, tal vez treinta, no sabría precisarlo). Y me parecía un ser entrañable, con su camisa a cuadros y sus gafitas de bohemio o intelectual. Vivía en la Poula, en el barrio de Vega, mi barrio, al final del mismo (en la dirección hacia San Justo de Cabanillas, pueblo y pedanía perteneciente al 'Untamiento' de Noceda), donde estaba mi escuela, la escuela de Don Vito Corleone (es un decir, puestos a fantasear, que el cine siga rodando, lo cierto es que Don Víctor era un domador de bestias, así nos trataba el muy pendejo, antes que maestro).
Por su parte, al señor Murias se le daba muy bien hacer madreñas, las galochas de toda la vida. Y además era todo un escultor, un buen tallador de madera (quizá contaba con alguna navajina de Taramundi, eso ni lo recuerdo, era uno tan rapacín).
Vivía, como digo, al lado mismo de la escuela. Y guardo buenos recuerdos suyos. Todo el mundo sabía que Murias (el bisabuelo de Maika) provenía de un lugar exótico (entonces, uno no sabía lo que es eso de exótico, bueno, y ahora tampoco) llamado Luarca, de una tierra hermana que era y es Asturias, la Asturias verde de monte y negra de minerales, que canta Víctor Manuel. Cada vez que escucho esta canción se me erizan todos los vellos del alma. Y siento ganas de llorar de pura emoción.
Lo que no sé es cómo llegó el señor Murias a Noceda y cómo acabó quedándose en el pueblo, que no tiene mar, ni ría, tan sólo un río, que por cierto pasa también al lado de su casa, donde en la actualidad vive su hija Carmina.
Me confirma Fina, una de las nietas del señor Murias, que en efecto su abuelo era de Luarca. Y que aún vive allí un tío abuelo suyo.
Con toda esta historia, y la magia que envuelve Luarca, no es de extrañar que me sienta cautivado por esta población, que se me antoja como un anfiteatro en el mar cantábrico, en la costa verde.
Conocida como la villa blanca, su nombre se asocia sobre todo al Premio Nobel Severo Ochoa, cuyas huellas se pueden encontrar en todo el pueblo, entre otras, una estatua del mismo a la entrada de la Oficina de Turismo, sita en la plaza del Ayuntamiento, en un edificio emblemático, el palacio del marqués de Gamoneda (nosotros también tenemos al Premio Cervantes Gamoneda, que por cierto es de origen astur).
En la oficina de Turismo de Luarca (al menos hace tiempo, esta vez no la visité) había una expo dedicada a Severo Ochoa. También existen placas recordatorias de su figura en el pueblo. Y su tumba en el cementerio, que está situado en un lugar con vistas maravillosas.
Un mirador de lujo.
Cuánto nos creemos y qué poco somos todos. Lo digo porque Severo Ochoa, que al parecer era un tipo humilde y sabio, llegó muy lejos. Y acabó, como acabaremos todos, en la tumba. Disculpad esta reflexión macabra, aunque bien realista. Por eso, deberíamos vivir más intensamente, aquí y ahora. Y vivir en armonía con los demás. Dejarnos de gilipolleces. Amarnos más. Sentirnos más. Vaya utopía.
Tomarse un buen pote y unos chipirones regados con una sidrina, escanciada por uno mismo, amén de un arrocito con leche, por ejemplo en el restaurante Báltico, y luego quedarse contemplando el muelle, como si uno contemplara la luna llena (ahora que estamos rememorando el famoso viaje a la luna de hace medio siglo), es todo un aguinaldo de verano.
Luarca es también el pueblo donde surgiera la compañía Alsa de autobuses, que, con el tiempo, se ha convertido en todo un imperio, llegando a verse incluso buses urbanos Alsa en la ciudad de Marrakech. ¿Quién le iba a decir al fundador de esta empresa que acabaría teniendo buses en la ciudad roja de Al-Magrib?
Y para finalizar este texto, deciros que, para los bercianos del Alto, Luarca es sin duda el puerto de mar, la playa más cercana. En realidad, me flipa saber que Luarca, en línea recta desde Noceda, está relativamente cerca. Incluso por carretera no está nada lejos.
De Noceda a Páramo del Sil (desviándose a la izquierda antes de llegar a Páramo), continuar por la pista minera hasta Cerredo, de ahí a Cangas del Narcea. Y desde Cangas a Luarca. Son menos de 150 kilómetros. Lástima que no haya una autovía que comunique el Bierzo con nuestra Asturies del alma.
Y ahora que he dejado Luarca, para regresar a la matria, al útero de Gistredo, me viene a la mente el oscarizado Gil Parrondo, que era oriundo de Luarca (creo que sus cenizas también fueron a parar a su localidad natal), un hombre entrañable al que tuve el gusto conocer durante mi etapa en la Escuela de Cine de Ponferra. Recuerdo alguna comida con él en La Fonda. Le gustaban los gin tonic como digestivo. Y el pan berciano. http://cuenya.blogspot.com/2016/12/un-garbeo-por-el-nilo.html Ya tengo pretexto para regresar a Luarca.
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