Al mencionar la fiesta del cordero marroquí, en "Bajarse al moro", me acordé de este artículo, que publicara en 2006 en Diario de León. Vaya aquí y ahora, antes de continuar con mi periplo por el Morocco.
Despedí el 2006 sin uvas ni campanadas, ni siquiera cava para brindar. Nada del consabido ceremonial “eucarístico”. Y lo que es aún mejor: tampoco escuché a los “gilis” que acostumbran a darnos las doce a través de la teletonta. Qué maravilla no aguantar a semejantes personajes.
A lo sumo tomé algún que otro té a la menta y escuché algún almuecín (adhan): Alá es grande, Alá nos protege… y así en este plan islámico. Es como si el gran Camarón, reencarnado en una suerte de “muhadín”, me cantara un flamenco delante dela Kutubia , que es como la Giralda “marrakchía”. Dicho así podría parecer que me hubiera tocado el Islam como a alguien le toca la lotería. O bien estuviera a punto de convertirme. Como acaba de ocurrirle a un colega francés, Fabien, con quien compartí trabajo en la factoría Disney allá por el año de 1998, y a quien encontré (mejor dicho, él me encontró a mí) en la plaza Djemaá-el-Fná de Marrakech hace unos días.
Él, ya musulmán, iba en compañía de su casablanquina esposa. A mí la verdad no me da ninguna gana de hacerme musulmán, aunque mi amiga Sanaâ (Sanae) me recite el Corán. Después de leer un Tratado de ateología, que descubrí gracias al entrañable taxidermista Solís Fernández, siento que las religiones no son más que un engañatolos, mientras los “jefes” aprovechan para manipular al rebaño, que se siente frágil ante tamaña malmetedura de miedo en el cuerpo. Es el silencio y la mansedumbre de los corderos.
Mi despedida del 2006 coincidió con “la fiesta del cordero” (Aït-el-Adha) marroquí, que es una fiesta (la Gran fiesta, Aït Kebir) que deja paralizado a todo un país. Y viví un espectáculo digno de ser contado. “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo…”. “En cuanto probé un cachín de cordero vi la salud”, decía Gertrudis, una señorina de Losada que gustaba de andar por las casas en busca de algo que llevarse a la boca.
Muchos corderos hacen falta para quitar el hambre en el mundo, y a la vez sobran muchos corderos para no vivir en una eterna moral de rebaño. El atracón de unos días de fiesta no es suficiente para calmar el apetito de todo un año. Después de mi reciente visita al país de Mohamed VI estoy aún más convencido de que para vivir de un modo saludable convendría abandonar cualquier religión, que sólo procura miseria y guerra en el mundo.
Que todos los musulmanes y cristianos se desliguen de su religión, porque mientras haya religiones de por medio estaremos “condenados” a no entendernos.
Creamos, eso sí, en la salud, la libertad y la amistad.
En mi último viaje al Morocco, en el trayecto de Marrakech a Casablanca en tren, la amable Salima me explica que la fiesta del cordero tiene naturalmente un sentido no sólo religioso sino que permite juntarse a los seres queridos y de paso invitar a comer cordero a quien no tiene posibles para procurárselo. En el fondo, las fiestas las hacemos para re-ligarnos y divertirnos. No cabe duda, tengan o no un sentido religioso.
Despedí el 2006 sin uvas ni campanadas, ni siquiera cava para brindar. Nada del consabido ceremonial “eucarístico”. Y lo que es aún mejor: tampoco escuché a los “gilis” que acostumbran a darnos las doce a través de la teletonta. Qué maravilla no aguantar a semejantes personajes.
A lo sumo tomé algún que otro té a la menta y escuché algún almuecín (adhan): Alá es grande, Alá nos protege… y así en este plan islámico. Es como si el gran Camarón, reencarnado en una suerte de “muhadín”, me cantara un flamenco delante de
Él, ya musulmán, iba en compañía de su casablanquina esposa. A mí la verdad no me da ninguna gana de hacerme musulmán, aunque mi amiga Sanaâ (Sanae) me recite el Corán. Después de leer un Tratado de ateología, que descubrí gracias al entrañable taxidermista Solís Fernández, siento que las religiones no son más que un engañatolos, mientras los “jefes” aprovechan para manipular al rebaño, que se siente frágil ante tamaña malmetedura de miedo en el cuerpo. Es el silencio y la mansedumbre de los corderos.
Mi despedida del 2006 coincidió con “la fiesta del cordero” (Aït-el-Adha) marroquí, que es una fiesta (la Gran fiesta, Aït Kebir) que deja paralizado a todo un país. Y viví un espectáculo digno de ser contado. “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo…”. “En cuanto probé un cachín de cordero vi la salud”, decía Gertrudis, una señorina de Losada que gustaba de andar por las casas en busca de algo que llevarse a la boca.
Muchos corderos hacen falta para quitar el hambre en el mundo, y a la vez sobran muchos corderos para no vivir en una eterna moral de rebaño. El atracón de unos días de fiesta no es suficiente para calmar el apetito de todo un año. Después de mi reciente visita al país de Mohamed VI estoy aún más convencido de que para vivir de un modo saludable convendría abandonar cualquier religión, que sólo procura miseria y guerra en el mundo.
Que todos los musulmanes y cristianos se desliguen de su religión, porque mientras haya religiones de por medio estaremos “condenados” a no entendernos.
Creamos, eso sí, en la salud, la libertad y la amistad.
En mi último viaje al Morocco, en el trayecto de Marrakech a Casablanca en tren, la amable Salima me explica que la fiesta del cordero tiene naturalmente un sentido no sólo religioso sino que permite juntarse a los seres queridos y de paso invitar a comer cordero a quien no tiene posibles para procurárselo. En el fondo, las fiestas las hacemos para re-ligarnos y divertirnos. No cabe duda, tengan o no un sentido religioso.
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