Me gusta visitar Madrid de vez en cuando. Es un placer. Otra cosa quizá sería vivir el día a día. Aunque también confieso que conozco ese Madrid del día a día.
Me gusta el Madrid de los Austrias, el de las Letras, el casticismo de Lavapiés de antaño, desde hace años convertido en un barrio multiculti, con sabor indio, con aromas marroquíes, con paladar turco... africano y asiático.
Ahora mismo estoy degustando comida indio-turca. O algo tal que así.
Resulta harto placentaro darse un voltio por las calles de Lavapiés, Sombrerete. Y tantas otras, donde aun se conserva alguna corrala. Y hasta existe un bar restaurante llamado El dino, en la calle Ave María, 8, el Dinosaurio todavía estaba allí, como el micro de Tito Monterroso. Que regenta la aventurera y poeta Marisol Torres.
Me gusta ese Madrid, sobre todo. Pasearlo, vivirlo con intensidad, repensando o rememorando toda su historia, que es muchísima, capital como fuera de un gran Imperio, capital de capitales y hoy una de las ciudades mas animadas de Europa. De moda en todo el mundo, me atrevería a decir.
Desgraciadamente, en el centro de Madrid se pueden encontrar estampas de gente durmiendo al sereno, al raso de esas estrellas que tan difícil resulta ver por la contaminación lumínica.
Hasta en una megalópolis se ha convertido, lo cual no me interesa tanto. O simplemente no me interesa, porque me gustan sobre todo las ciudades, los sitios hechos a escala humana, vivibles, por eso prefiero ese Madrid de siempre. Con sus magníficos monumentos, con sus lugares tocados con la varita mágica de las letras, ese Madrid de los grandes como Valle, Ramón Gómez de la Serna o el propio Umbral, que hizo de Madrid todo un genero literario. Toda una fondue con regusto a calamar frito y jamón de pata negra.
Y por supuesto me entusiasma el Madrid de Larra, de Mesonero Romanos, de Quevedo, de Lope, de Tirso de Molina, de Calderón de la Barca. De Cervantes. Y de tantos otros que han vivido y escrito sobre la capital del Reino. Como los genios Lorca, con estatua en la plaza Santa Ana, Dali y Buñuel, que compartieron Residencia de Estudiantes en la llamada Colina de los Chopos, metro Gregorio Marañón.
Incluso Rosalía de Castro también llegó a morar en Madrid, como reza en una placa en la calle de la Ballesta. En dirección al barrio de Malsaña. Quizá se considere ya Malaña ese lugar. No lo sé con seguridad. No es fácil conocer las lindes entre uno y otros barrios.
Madrid está lleno de placas que nos recuerdan a sus ilustres literatos. A sus artistas. A toda esa gente que ha logrado, con su arte, colocar a esta ciudad de ciudades, los madriles, en el centro del universo. Sólo hace falta darse una vueltica por su céntrica Calle Mayor.
Y, a decir verdad, solo Valle Inclán ya amerita de un recorrido por la villa de Madrid, siguiendo los pasos de sis protas Max Estrella y Don Latino por esa ciudad absurda, hambrienta y brillante. Brillante como su cielo azul, azul comestible, que me devuelve a la pureza de los cielos tunecinos. Aun sigo teniendo en la mente esos cielos y esa luz pictórica, propia de un impresionista.
Hace nada y menos estaba en Túnez. Por tanto, es normal que Madrid, que también es una ciudad árabe, Mayrit, me recuerde al mundo moro, a ese mundo que tanto influjo ha tenido en nuestra cultura. No nos olvidemos de Al Andalus. Y de la cantidad de palabras de origen árabe que conservamos en nuestro castellano.
Me gusta Madrid en casi todas las estaciones, salvo en su verano tórrido, que resulta complicado para bien dormir y bien pasear durante el día.
Os dejo estas fotinas, hechas con el móvil, para ilustrar este breve texto, que requeriría de una ampliación mucho mas detallada.
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